
Soy consciente de que es una pérdida de tiempo comparar sus vacaciones con las de mi infancia. Entonces no había Internet, así que la situación no es equiparable. Pero hay otros elementos que son universales y no saben de épocas ni lugares. Por ejemplo, la socialización. Con 11 y 13 años, mis hijos nunca han hecho amigos entre la chiquillería del vecindario -que oímos gritar y jugar a todas horas por la urbanización-, pero es que ahora se resisten a relacionarse con el resto de niños, a pesar de que los conocen a todos. Eso sí, su actitud cambia cuando se trata de ver a otros compañeros de estudios, sus ‘verdaderos amigos’, que no viven aquí y hay que hacer ingeniería logística para que puedan quedar. Cuanto mayor trastorno me supone a mí el plan, menos pegas les ponen ellos a subir y bajar, entrar y salir.

Hasta
el año pasado los campamentos fueron una solución, los urbanos, porque los de
pernocta fuera de casa durante diez o quince días, en caso de plantearse, recibían no rotundo por su parte. Cuando me cruzo con alguna madre que tiene a
sus hijos fuera de la ciudad en una de estas colonias veraniegas, noto que tiene el rostro
más relajado que yo y la envidio profundamente. El caso es que ahora a mis
hijos no les vale ningún tipo de campamento, ‘ya son mayores’ dicen, así que no
voy a gastar ni un céntimo en forzarles a hacer algo que no quieren. Creo que
he tenido demasiados miramientos con ellos. Intuyo que el problema radica en que
les he pedido opinión más de lo que me pedían a mí de pequeña, y veo que lo más
práctico es mostrarles el plan ya hecho sin opción a renegar o elegir.
Ayer
les di un trapo y un plumero para que limpiaran el polvo de toda la casa. Les
he puesto tarea escolar para que al menos desarrollen alguna dinámica
intelectual. Me
ha tocado aguantar una interminable partida de Monopoly en la que me lié a
comprar propiedades y a caer en las ajenas para ver si me arruinaba cuanto
antes, pero a mi hijo le dio lástima y me fue perdonando las deudas. He
hecho el esfuerzo de hacer visible mi anatomía en el recinto de la piscina
comunitaria para ver si así, acompañándoles, pasaban un rato dándose panzadas
en el agua.
En
otras circunstancias probablemente me los llevaría a ver mundo, aunque eso de
hacer turismo tampoco les entusiasma. Pero hasta que la situación no cambie, me
temo que como mucho podremos meternos en la ducha, cerrar los ojos y, gracias a
este gel que véis a la derecha, imaginar que estamos en el Amazonas. Es lo más lejos que voy a llegar
este verano. Mira por donde, ya se me ha
ocurrido otro pasatiempo.
Por cierto, es el jabón de baño que mejor huele de
todos los que han pasado por mi esponja. Muy recomendable.
Sí, ya lo sé, estoy fatal, así que ahorraos el comentario.
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