Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

viernes, 25 de agosto de 2017

No me gustan los altares callejeros

El mosaico de Miró en la Rambla ya no se ve. Lo cubren por completo las velas, flores, mensajes, peluches, dibujos, fotografías y demás detalles que la gente ha ido depositando de manera espontánea en el lugar donde concluyó su carrera mortal la furgoneta que atropelló a cientos de personas hace una semana en Barcelona. En siete días este altar improvisado ha ido ganando espacio y ya se extiende más allá del perímetro de la obra del artista catalán. De hecho, además de este núcleo central, todo el tramo de la Rambla que recorrió el terrorista lanzando por los aires con su vehículo a todos los viandantes que se encontraba a su paso, está hilvanado por espacios memoriales de la masacre. Hay misivas de gente anónima, de amigos y familias de las víctimas, de turistas y locales, de quienes socorrieron y quienes sobrevivieron. Y velas encendidas, muchas. Más que en el interior de la Sagrada Familia o la Basílica de Santa María del Mar.


Si antes las Ramblas eran un lugar de visita y paso obligados, de trasiego y alegría, barullo y fiesta, ahora se han convertido en punto urbano para el recogimiento, un templo de peregrinación; todo el que está en Barcelona quiere pasar por allí para rezar por los muertos, para curiosear, para hacer fotos, para llorar o para dejar una vela con un poema. Es como un ritual de duelo, un gesto catártico. Las personas que se acercan por allí rinden homenaje a los muertos y con su gesto reivindican que nadie les olvide. Todo muy normal y muy digno. Así mantienen el luto. El drama está demasiado reciente. Aún hay gente luchando por su vida en los hospitales. La noticia sigue abriendo los telediarios. Pero, ¿hasta cuando deben mantenerse esos altares espontáneos? ¿Qué dimensiones van a alcanzar? ¿Cubrirán toda la Rambla? Ya cuesta desplazarse por el bulevar central. ¿En qué momento podrá retirarse todo esto sin que la ciudadanía se sienta ultrajada y las víctimas y sus familias despreciadas? Es complicado. A ver quién es el valiente que levanta esa alfombra de solidaridad popular. Por lo pronto, la alcaldesa ha anunciado que tras la manifestación de este sábado, se concentrarán todos los mensajes y ofrendas en un solo punto.

Arriesgándome a que os parezca una persona sin corazón, os diré que no me gustan los altares callejeros. Me abruman. Si acaso, prefiero encender velas en los templos y llevar flores al cementerio. Y no me malinterpretéis. Siento profunda rabia y tristeza por lo sucedido en Barcelona y Cambrils, pero marcar con un osito de peluche las baldosas sobre las que quedó tendido uno de los pequeños atropellados por el salvaje terrorista no me haría sentir mejor, ni creo que consuele a los padres que lloran su pérdida. Quizá os parezca que sueno desalmada, pero considero que ese tipo de gestos solo sirven para bloquearnos y regodearnos en la pena. Inundar de velas y flores espacios públicos urbanos puede reconfortar temporalmente, pero tiñe de tristeza el corazón de la ciudad, frena su latido, alarga el luto y acrecienta el miedo, que es precisamente lo que buscan los salvajes que provocan el terror. Es evidente que no puedes prohibirle a la gente que demuestre su dolor como le pida el cuerpo, pero creo que sería positivo tratar de canalizar ese sufrimiento de manera más racional para que no contagie como una epidemia de patetismo al conjunto de la sociedad. Por eso me ha descolocado ver estos días a reyes, ministros y resto de representantes políticos depositar también sus flores y velas en las Ramblas -mimetizados con la masa que construye altares-, contribuyendo a aumentar los metros cuadrados de ofrendas, como si el tamaño en esto importara. Prefiero verles trabajando juntos para evitar que se repita este tipo de ataques o andando de la mano en manifestaciones como la de este sábado.

En el 11-M también se sembraron de símbolos Atocha y los otros puntos donde estallaron los trenes de la muerte. Dos meses después, RENFE decidió retirar estos altares, dada su dimensión, el peligro de incendio que suponía mantener tantas velas encendidas y las trabajosas labores de limpieza que exigían. Todos los objetos fueron entregados al CSIC para crear un “Archivo del Duelo” que ayudara a comprender antropológicamente las reacciones de los ciudadanos ante aquellos terribles atentados. Poco después, para cerrar el círculo, se erigió el monumento del 11-M en Atocha y el Bosque del Recuerdo en el Retiro, lugares ya específicamente creados para honrar a las víctimas. En Barcelona también se planea crear un monumento de homenaje a quienes fueron asesinados en las Ramblas. Mientras llega, los que viven y trabajan en la zona, que ya empiezan a necesitar –y reclamar- recuperar la normalidad, deberán tener un poco más de paciencia. Así es la vida, lo que a unos les consuela, a otros les amarga.

Con estos altares me ocurre algo parecido a lo que me provocan los ramos de flores que seguro habréis visto alguna vez amarrados en los guardarrailes de ciertas carreteras, esos que marcan el punto kilométrico o la curva donde perdió la vida el hijo, el hermano, la pareja, el padre, el novio o el amigo de alguien. Al principio son flores frescas; con el tiempo se quedan secas. Finalmente alguien decide instalar unas de plástico si es que antes no desaparecen. Inevitablemente cuando pasas por ahí sabes que alguien murió en aquel lugar y su ausencia dejó roto el corazón de sus seres queridos. Hay gente a la que le molesta y despista ver esas señales de la muerte; otros que las interpretan como un aviso para aumentar la prudencia; y quienes las colocan dicen que solo pretenden estar más cerca de aquellos que perdieron. A mí cuando las avisto me recorre la columna un escalofrío.

domingo, 13 de agosto de 2017

Hacen falta más viajeros y menos turistas

Cuando era una cría y llegaba el verano, aparecían por mi pueblo los forasteros, eso que ahora conocemos como turistas. En ese grupo se englobaba también a los emigrantes, aquellos vecinos de Toro y su alfoz que tiempo atrás se habían visto obligados a abandonar su tierra en busca de trabajo, normalmente asentados en lugares como Cataluña o el País Vasco, y que volvían con sus familias cada año por esas fechas para descansar, disfrutar de las terrazas, aprovisionarse de productos de la tierra y demostrarles a sus paisanos que la escapada del pueblo con una mano delante y otra detrás había merecido la pena. 

Recuerdo que este tipo de forastero despertaba cierta antipatía entre algunos vecinos por su manera de comportarse, su aire de superioridad y por sus comentarios, siempre recurriendo a las comparaciones entre lo que se encontraban en el pueblo y lo que ellos tenían en Eibar o Sabadell. Aunque sus raíces estaban allí, se les consideraba de fuera. Es el sino de los emigrantes, que siempre se les asocia a otro lugar distinto de aquel en que se encuentran, aunque pisen la tierra que les vio nacer. A ello contribuía escuchar a sus hijos hablar en euskera o catalán, algo que escocía casi tanto como oír a los padres criticar lo sucio y mal cuidado que estaba el pueblo. 

A pesar de todo, gracias a los forasteros, los conocidos y los desconocidos, mi pueblo renacía el mes de agosto. La población se multiplicaba y eso significaba mucho ambiente en las calles, caras nuevas que mirar para combatir el aburrimiento, bares y tiendas a rebosar y, lo más importante, riqueza y prosperidad para comerciantes y hoteleros, que se veían obligados a reforzar su plantilla y aún así hacían su agosto. Algunos vecinos incluso, aprovechando la demanda, alquilaban viviendas que el resto del año tenían vacías y a precios más que interesantes. Una bicoca, vaya.

Esta población extra también acarreaba algunos pequeños problemas, por ejemplo, en el suministro de agua. Debía ser que coincidíamos todos duchándonos a la misma hora y en los pisos altos solo nos salía por el grifo un tímido hilillo. También había que esperar largas colas en la carnicería hasta que te tocaba el turno. Y en cuanto a encontrar hueco en un velador, era como el sueño imposible de una noche de verano. 

Cuando acababa el mes de agosto y los forasteros comenzaban a marcharse, el pueblo recuperaba poco a poco la normalidad y volvía a sumirse en la modorra habitual. Los contratados temporales regresaban a la cola del paro, las casas de alquiler se cerraban y las terrazas de los bares quedaban vacías. Así que con ese panorama depresivo, desde el momento que sonaba la traca del final de las fiestas, los mismos que echaban pestes antes del verano, empezaba a añorar secretamente a los forasteros. 

Rememoro estos recuerdos de infancia al hilo del ramalazo de turismofobia que les ha dado a algunos en Cataluña, Baleares y País Vasco. Cualquier ciudad debería soñar con aparecer en las guías turísticas. Los visitantes animan las ciudades y suelen dejar dinero, aunque solo sea el euro que cuesta la botella de agua mineral para calmar la sed o el imán para la nevera. Tendríamos que considerar un honor que la gente se interese por conocer el lugar donde nacimos. No hay sensación más fascinante que redescubrir las maravillas que te rodean, y que ya casi ni aprecias por la fuerza de la costumbre, a través de unos ojos que las admiran por primera vez. Los pueblos en los que no hay más gente que sus habitantes de siempre son grises, aburridos y no prosperan. Así que boicotear la llegada de visitantes, ser poco hospitalario con ellos, es poco inteligente y muy mezquino. Además, todos deberíamos poder perdernos por los rincones del mundo que más nos apetecieran, sin necesidad de visados, cuotas, permisos... Ya sé que es una entelequia, pero no me negaréis que sería perfecto. Solo habría que cumplir ciertas normas básicas de urbanidad, educación y sentido común. Lo que equivaldría a ser un anti-turista, o lo que es lo mismo, un verdadero viajero. La diferencia radica en cambiar la mentalidad.

Algunos turistas viajan aborregados arrasando con todo a su paso,  hacen fotos con flash donde pone bien claro ‘prohibido fotos con flash’, pisan por donde pone ‘no pisar’, cometen el crimen de escribir su nombre en los monumentos que visitan y exhiben sin pudor algunos comportamientos tirando a salvajes. En este último apartado lo mismo se puede incluir a los del balconing que a los que deslumbran a pilotos con un láser o los que se pillan una buena tajada y terminan meando en tu portal, vomitándote el felpudo o durmiendo la mona encima de las petunias que acababas de plantar. Sufrir a diario ese tipo de turismo debe ser lo más parecido a vivir un infierno en el paraíso. Agotaría la paciencia de cualquiera. Así que es más que comprensible que haya quien se queje por todas esas incomodidades y también por ver cómo este fenómeno incrementa los precios de los alquileres, expulsa a los vecinos de su barrio y fomenta el empleo precario estacional en la hostelería, un sector que se nutre de trabajadores poco cualificados, los únicos dispuestos a trabajar en turnos maratonianos por sueldos mínimos. 

Y, ¿cuál es la solución? No creo que sea prohibir el turismo, sino tratar de hacerlo sostenible; favorecer al viajero que respeta el lugar y a sus gentes y que busca algo más que alcohol y problemas; sancionar a los energúmenos que perjudican más que benefician; y lograr el equilibrio entre la vida cotidiana de quienes tienen la suerte de residir en el paraíso y el ardor vacacional del turista que lo visita. 

Para terminar os planteo una duda que me surge. Porque coincidiréis conmigo en que estas actitudes poco civilizadas no son exclusivas de los turistas. ¿Qué pasa cuando esos mismos comportamientos irrespetuosos los reproducen los propios lugareños descerebrados? ¿Qué hacemos con ellos? Espero que quienes agitan hoy las pancartas contra los turistas y atacan al sector hagan lo propio contra cualquiera que disturbe la paz, el orden cotidiano y la convivencia ciudadana en su entorno, aunque sean sus hermanos, sus hijos o sus colegas.

jueves, 10 de agosto de 2017

Juana no está en mi casa

Juana no está en mi casa. En primer lugar, porque no nos conocemos. Pero en el hipotético caso de que nuestros caminos se hubieran cruzado o hubiera llamado a mi puerta pidiendo ayuda en su huida desesperada, mi consejo habría sido que se detuviera, que se entregara, que acatara la orden judicial y devolviera los niños a su padre. Eso no significaría bajar los brazos y tirar la toalla, todo lo contrario, supondría dejar descansar al corazón y empezar a utilizar la cabeza en todo este proceso. 

Por supuesto que no le negaría la entrada a mi casa, yo también soy madre y me pongo en su piel. Pero trataría de convencerla de que lo mejor para sus hijos es regresar a un escenario medianamente estable y permitirles pasar tranquilos lo que les queda de verano haciendo lo que hacen otros niños en vacaciones: aburrirse. 

Si Juana Rivas me hubiera pedido ayuda le habría hecho ver que cada día que pasa va complicándose la existencia y alejándose mucho más de la posibilidad de recuperar la tranquilidad familiar. Juana se enfrenta, entre otros delitos, al de retención ilícita de menores, por el que podrían caerle hasta cuatro años de cárcel y la inhabilitación para ejercer la patria potestad durante un periodo de hasta 10 años. Entiendo que Juana no ha aparecido aún porque está ganando tiempo a la espera de que la Audiencia de Granada se pronuncie sobre el incidente de nulidad que reclamó para paralizar la entrega de los niños, pero le aconsejaría que no fiara todo a esa única carta. Si no gana esta batalla, podría perder la libertad y la custodia de los pequeños, privándoles definitivamente, entonces sí, de la figura de su madre.

Juana Rivas (EFE)

Si Juana estuviera en mi casa, le diría que aunque no les conozco ni a ella ni al padre de sus hijos y no tengo la más remota idea de la historia que han vivido, sí he tratado de entender a cada uno leyendo lo que se ha publicado del caso y analizando las dos versiones contrapuestas, no solo la conocida por su testimonio, sino también la del padre. Porque creo que antes de formarse una opinión hay que conocer los datos y porque, lo siento, no soy de las que se ponen sin dudar del lado del a priori más débil o, en mi caso, del lado de la mujer-madre por el simple hecho de compartir esa condición. Al final, después de escuchar a uno y otra, lo que me quedan son dudas razonables y me niego a embarrarme en esa pelea dialéctica entre hombres y mujeres, con la violencia de género como telón de fondo, en que se ha convertido este episodio. 

Creo que la mejor manera que tenemos tú, yo y todos los que comparten el hashtag #Juanaestáenmicasa de ayudar a esa madre sobre la que se ha dictado ya una orden de detención no es esconderla en nuestra casa, sino acompañarla al punto donde debía haber entregado a sus hijos el día 26 de julio para que los recogiera su padre, respaldarla en su causa y apoyarla para que encuentre el mejor asesoramiento legal que le permita conseguir cuanto antes el régimen familiar más beneficioso para ella y para sus hijos. Seguro que este revuelo mediático contribuye a ello.

Por su parte, la mejor manera que tienen los políticos de ayudar en este caso no es posicionarse a ciegas públicamente de manera irresponsable con Juana, demostrando una flagrante falta de respeto a la ley, la justicia y los tribunales, sino legislar con sensibilidad y buen criterio, estar alerta, apaciguar los ánimos, huir de las conclusiones viscerales que inundan las redes sociales y, lo que es más importante, dotar al sistema de medios. No hace mucho una pequeña de Valladolid moría en urgencias de un hospital a causa de un terrible maltrato. Su madre y la pareja de esta están detenidos. La voz de alarma la había dado un pediatra que la había atendido veinte días antes, pero los mecanismos del sistema fallaron. Para no llegar a esos extremos, para que los miedos de Juana sobre la seguridad de sus hijos con su padre se queden en meros temores infundados y los niños crezcan felices y a salvo, simplemente el sistema tiene que funcionar. 

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