Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

domingo, 31 de mayo de 2020

La fábula de Jimena, Manuela y el chocolate

Circula por redes sociales un vídeo de dos niñas, las hermanas Jimena y Manuela, a las que su madre les pone delante un bol con chocolate y les pide que esperen a que ella vuelva para comerlo. El resultado del reto de Rocío López Belmonte, que así se llama la madre, resulta muy revelador. Una no hace caso de la orden materna y en cuanto desaparece, le hinca el diente con cierto disimulo ante la mirada enfurecida de la otra, que protesta, trata de evitar que siga zampándose el chocolate, llama a gritos a su madre y llora de impotencia.
 

Este vídeo es un ejemplo bastante ilustrativo de cómo es la vida. Hay dos tipos de personas: las que cumplen las ordenes y las que se las saltan. A las primeras les gustaría hacer su santa voluntad, pero entienden que debe haber un orden para que haya un equilibrio. Las segundas ponen por delante su propia voluntad al resto de la humanidad y no les importa arriesgarse a que las pillen y sufrir una penalización por saltarse una norma. Las primeras se sienten imbéciles cuando comprueban que las otras disfrutan de la vida mientras ellas se fastidian. Las segundas se mofan a veces de las primeras por ser tan aborregadas. En ocasiones las disciplinadas sienten rabia y ganas de denunciar a las segundas al ver que se salen con la suya y no tienen que responder de su ilegalidad ante nadie. Y las segundas, maestras en el arte del disimulo, tratan de escaquearse mientras piensan que las primeras son unas aguafiestas, frustradas y cobardes. 

Cada día desde que comenzó el confinamiento he sido testigo de cómo muchas personas se saltaban el estado de alarma impunemente gracias a tener una flor en el culo que les libraba de coincidir con la Policía en el momento en que, con toda naturalidad, incumplían las normas establecidas por las autoridades para controlar la expansión del coronavirus. Siempre pensaba “Ojalá pasara ahora mismo un coche patrulla”, pero nada, oye. A pesar de ello, nunca se me ocurrió descolgar el teléfono y llamar a la Policía para delatar a nadie. De modo que hasta ahora no había tenido la oportunidad de ver, en vivo y en directo, a ninguna autoridad dando el alto o poniendo una propuesta de sanción a ninguno de ellos. Siento comunicaros que ya me he quitado esa espinita. 

Hace unos días mi hijo de quince años madrugó para ir a pedalear con la bici dentro del horario establecido. No iba solo, había quedado con unos amigos. Aunque en fase 1 se puede ir en grupo de hasta 10 personas, le indicamos que trataran de mantenerse a distancia unos de otros. A las nueve de la mañana recibí una llamada de la Policía. Los habían encontrado parados en el campo, al lado de un muro donde uno de ellos estaba pintando grafitis. Un vecino que paseaba a su perro por la zona les denunció. Sospecho que el arrebato creativo del Bansky del grupo fue lo que animó al delator.

Cuando acudí al lugar de los hechos a recoger a mi hijo se me informó de que había una propuesta de sanción contra los cuatro chavales por saltarse el estado de alarma. El mío, en concreto, que es el que me interesa, estaba realizando una actividad no autorizada durante esta situación: estar parado fuera de su domicilio. Para poder salir a la calle a la hora del paseo/deporte hay que pasear, correr o pedalear, lo que sea, pero en movimiento. Y no vale moverse sobre uno mismo y en el mismo metro cuadrado. 

Si me leéis habitualmente sabréis que en mi casa hemos llevado a rajatabla el confinamiento. Desde el 14 de marzo no hemos salido de casa para nada, a no ser para comprar víveres una vez por semana o a bajar la basura cada tres días. Mi hijo ni eso. Cuando se autorizaron las salidas por franjas horarias, yo cambié los paseos en mi terraza por un trote madrugador por el barrio. Él, nada. Ha sido a raíz de la fase 1 cuando ha empezado a irse en bici con amigos algún día que otro en las franjas autorizadas. 

Ni mi hijo negó los hechos ni protestó ante los agentes. Por supuesto, yo tampoco. Puede que tengan en cuenta el buen comportamiento de los chavales y la docilidad de sus progenitores, y que hayan dejado constancia de ello en la propuesta de sanción. Ojalá. No me gustaría tener que abonar, como madre del menor infractor, una multa de 601 euros por algo tan surrealista. Mandaría huevos que yo, que soy como la pequeña Manuela pero sin el ramalazo delator, sea la única del barrio sancionada de rebote sin haber probado el chocolate.


De vuelta en casa y con el castigo de un mes sin salir “por pardillo”, mi hijo se lamentaba. No entendía por qué les multaban a ellos por estar parados al lado de sus bicis y no a todos los que, durante estas semanas, desde nuestro encierro, hemos visto saltarse la ley a la torera: los que paseaban a sus perros durante horas, a pesar de que el decreto indicaba salidas cortas y próximas al domicilio; las familias completas de paseo, a pesar de que el decreto especificaba solo un adulto y un máximo de tres niños; las amplias reuniones de amigos sentados en un banco, a pesar de que esa práctica no estaba permitida; las parejas de paseo después de las once de la noche, hora de ‘toque de queda’; los vecinos saliendo 20 veces al día de casa, como si no fuera con ellos el confinamiento... Y maldecía al vecino que les vio cuando paseaba por el campo a su perro y llamó a la Policía. “Así es la vida”, le dije. 

En el vídeo del reto del chocolate, al final, cuando vuelve la madre y pregunta a las niñas qué ha pasado, Jimena, la impaciente que ha desobedecido la orden, pone cara de póker y niega su culpabilidad. Mientras tanto, Manuela está tan dominada por el disgusto y la impotencia, que todo apunta a que no va a disfrutar mucho del chocolate que aún no se ha comido. Al menos no tanto como su hermana, que ya se ha relamido. Suele pasar.

domingo, 10 de mayo de 2020

Instalados en el desfase

Vivo en la España que no ha pasado de fase pero que pasa de todo. Aquí las ocho de la tarde ya no es la hora de asomarse a los balcones a aplaudir a sanitarios y trabajadores de servicios esenciales, sino el pistoletazo de salida para el esparcimiento callejero de los mayores de 14 años. Se abre la puerta de toriles y todos los miuras invaden aceras, paseos y hasta la mismísima calzada, aprovechando que el movimiento de vehículos es escaso. A las ocho la inmensa mayoría del vecindario ya no aplaude, sino que sale a la calle a caminar, correr o montar en bicicleta. Ahora los gritos de alborozo, los frenazos, las pisadas de las carreras y las conversaciones se imponen sobre el tímido y residual batir de palmas. 

Los adultos que optan por el paseo deberían ir acompañados solo por una persona de su entorno, moverse durante no más de una hora dentro de un radio de acción de un kilómetro alrededor de su domicilio y, por supuesto, no formar grupos para socializar. Quienes prefieran practicar deporte deberán hacerlo en solitario, sin contacto con otros ni límite de tiempo y dentro de la demarcación territorial de su municipio. Aunque a mí me resulta bastante clara la normativa, debe haber alguna parte que induce al malentendido, por lo que contemplo cada tarde desde mi terraza. Veo tríos, dobles parejas, grupos de amigos, encuentros alrededor de un banco con más asistentes que una reunión de vecinos, puñados de teenagers adentrándose en el campo segregando feromonas, desfiles de maratonianos esprintando, pandillas de amigos en bici emulando a los chavales de Verano Azul… No quiero imaginar lo que sería la calle a esas horas sin un estado de alarma. De hecho tengo la impresión de que ahora sale más gente que antes del confinamiento, como si haber estado estas semanas encerrados en casa hubiera provocado en una mayoría -entre la que no me encuentro- un ansia por pisar el asfalto. 

Por cierto, llama la atención ver a algunos de esos ciclistas de las ocho con mascarilla, pero a ninguno con casco. Se ve que la pandemia ha cambiado nuestro concepto del riesgo. Eso y también la higiene. Al menos de momento. Que aquí siempre hemos sido mucho de limpiar solo donde se ve, de cara a la galería, y ahora con el “bicho” nos hemos hecho fans de la lejía y el gel hidroalcohólico. 

Imagen de Vania dos Santos vvaniasantoss en Pixabay 

Pero ya. Debe ser lo único que ha cambiado esta crisis que iba a servirnos para mejorar y para dar una vuelta completa a las conciencias. “Ya nada será igual”, decían algunos. “El distanciamiento social nos condenará a la extinción”, barruntaban los más cenizos. “Esto servirá para que se acaben los recortes en Sanidad y se dote al sistema con los recursos necesarios”, se felicitaban los más ingenuos. Pero sospecho que en unas semanas volveremos al punto de partida. Porque, para que algo cambie, los primeros que tenemos que cambiar somos nosotros y, admitámoslo, somos incorregibles. 

Ya casi nadie se acuerda de los sanitarios, ni de los trabajadores de supermercados o emergencias. Leía hace unos días en las redes sociales a una médica que se lamentaba de que, pasado el gran pico de la crisis sanitaria del coronavirus, en los servicios de urgencia del hospital vuelven a encarárseles los pacientes y sus familiares por múltiples razones: por tener que esperar demasiado, por no recibir la atención que ellos esperan o por no ser sometidos a las pruebas que ellos creen que precisan. Igual que antes de que la COVID-19 se llevara más de 26.000 vidas en España, casi 8.500 de ellas en la Comunidad de Madrid. 

Justamente aquí a partir de este lunes vamos a poder ir a la farmacia a recoger una mascarilla FFP2 gratis, una por cabeza y tarjeta sanitaria, gentileza de nuestro Gobierno regional. Coincidiendo con este anuncio, la Asociación Madrileña de Enfermería ha lanzado la campaña “Apadrina a un profesional de la Sanidad” en la que invita a cada ciudadano a donar a un sanitario esa mascarilla que le toca para que los profesionales puedan seguir trabajando seguros en los hospitales, ante la precariedad -denuncian- en la que siguen instalados.
¿Pasar de fase? ¿Para qué? Si estamos todos cómodamente instalados en un constante desfase.