Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

viernes, 26 de junio de 2020

En qué piensas cuando saboreas un Conguito

Myriam es una francesa que lleva viviendo en España tres años y medio. Explica que una de las cosas que más le sorprendieron cuando llegó aquí fueron los Conguitos, las famosas bolas de chocolate rellenas de cacahuete. Y no porque fuera especialmente golosa, sino por el envoltorio. Le chocó que en este país se comercializara un producto que utilizaba como reclamo el dibujo de lo que supuestamente debían ser pequeños negritos congoleños. Ahora Myriam ha abierto una recogida de firmas en la plataforma Change.org para pedir a Chocolates Lacasa, empresa fabricante de la mítica golosina, que deje de utilizar la marca Conguitos y el dibujo asociado porque considera que estigmatiza a la población negra y perpetúa un racismo cultural. Además, sugiere que pida disculpas públicamente y que dedique parte de sus beneficios a organizaciones que luchen contra el racismo.

 

Myriam no es la primera que alucina con este dulce ni esta polémica es nueva. Hace tres años otro extranjero de paso por nuestro país compartía en redes sociales una foto de una bolsa de Conguitos que vio en el supermercado y que le dejó también desconcertado. Y antes que ellos, hubo otros. De hecho, a principios de este siglo una profesora universitaria inició una recogida de firmas para pedir el cambio de su imagen por considerar que hería la sensibilidad e insultaba a millones de africanos.

Hay que decir que Lacasa ha ido suavizando la imagen de este producto a lo largo de los años hasta llegar a 2011 cuando, para celebrar el 50 aniversario de la marca, lanzó un nuevo diseño que se parece más al que encontramos ahora en las estanterías de las tiendas, un dibujo que podría ser un crío congoleño sin orejas o simplemente la personificación del cacahuete chocolateado. Por supuesto, este es menos guerrero que su abuelo, que aparecía en grupo y con lanzas. Corría la década de los 60, el Congo se había independizado y los responsables de la marca quisieron aprovechar el tirón de la exótica moda. Hoy, evidentemente, no lo harían. Por eso durante los últimos años han ido tratando de “actualizar” su imagen para hacerla más políticamente correcta y adecuada a estos tiempos, pero sin modificar las propiedades del producto ni su nombre, que ya está completamente integrado en la memoria y el paladar del consumidor.


 

 

Una semana después que Myriam, otro usuario de Change.org también ha pedido lo mismo en esta plataforma, incluso replicando textualmente partes de la petición de la francesa. Preserva su identidad bajo el ya célebre eslogan Black Lives Matter, recuperado por un movimiento internacional antirracista surgido tras la muerte del negro George Floyd a manos de la policía en Minneapolis. Ha sido precisamente a raíz de este lamentable suceso cuando se han multiplicado las reivindicaciones para exigir la igualdad de las personas negras y las protestas contra todo aquello, nuevo o viejo, que aparentemente haga de menos a los individuos de esa raza, sin pararse a analizar el contexto. Así fue cómo tuvimos que asistir al sinsentido de ver a la cadena HBO retirar primero de su catálogo y volver a recuperar después la película 'Lo que el viento se llevó' porque algunos no entendieron que no hacía apología de nada sino que, sencillamente, reflejaba una época histórica.

 

Otras marcas, al rebufo de la polémica, han aprovechado este momento tan idóneo para anunciar que cambian nombre e imagen por estar tradicionalmente basados en estereotipos raciales. Es el caso de los siropes y tortitas Aunt Jemina, comercializados en EEUU, en cuya etiqueta aparecía claramente la imagen de una esclava negra, personaje real de la cocinera en quien estaban inspirados. Paradojas de la vida, la parte interesada, es decir, la propia familia de la mujer protagonista de esta gama de productos rechaza el cambio porque siempre han considerado un orgullo que su imagen represente a la marca desde 1925.

 

Siento desilusionar a Myriam y a ‘Black Lives Matter’, pero me temo que ninguna de sus peticiones va a prosperar. Me extrañaría que Lacasa estuviera dispuesta a renunciar a un nombre ya asentado y reconocido, más cuando técnicamente no se trata de ningún gentilicio que pueda asociarse a los niños oriundos del Congo, por mucho que los más viejos no puedan evitar relacionarlos. Tampoco el dibujo actual refleja a un crío congoleño, ni su variedad en chocolate blanco pretende recordar a un albino africano. Admitámoslo, lo único que quedan son reminiscencias de aquella decisión empresarial, más o menos acertada, estereotípica e ingeniosa para su época, que terminó con el nacimiento de Conguitos. Estoy segura de que las nuevas generaciones de consumidores lo único que ven en el envoltorio es el propio snack, es decir, el cacahuete chocolateado en forma de mascota, con su cabeza y extremidades. Yo misma, las pocas veces que cae en mis manos alguno, confieso que lo saboreo sin pensar más que en el exceso de azúcar.


De todas formas, si me equivoco y lo que ahora es una simple anécdota se convierte en un clamor popular que obliga a Chocolates Lacasa a reconsiderar la petición, le sugiero a la empresa que sustituya el nombre de Conguitos por 'Lacasotes' -dado que Lacasitos ya está pillado y M&M's también- y al diseñador creativo, que se limite a cortarle cabeza y extremidades al pobre muñeco y a evitar los labios carnosos. Al final puede que el cambio no sea tan traumático. Recordemos que Don Limpio antes era Mister Proper.

 

Mientras tanto, seguiremos entretenidos con el acalorado debate que se ha encendido en las redes a cuenta de la iniciativa de estos ciudadanos a quienes, por cierto, invito a que después de esta cruzada sigan recogiendo firmas contra otras marcas o denominaciones que, en base a su argumentación, quizá también deberían desaparecer. Podrían empezar por el Ron Negrita y seguir con el brazo de gitano.


Por cierto, la República Democrática del Congo es noticia estos días por haber superado un nuevo brote de ébola en el este del país. Así que imagino que allí tienen otras preocupaciones.

viernes, 12 de junio de 2020

Si llego a octogenaria

Cuando llegue a octogenaria, si es que llego, y ojalá que sea en plenas facultades, me gustaría seguir viviendo en mi casa, durmiendo en mi cama y disfrutando de mis cosas: mis libros, mi música, mis películas, mis trastos, mis amigos… 

Como no espero nada de mis hijos y tampoco querría ser una carga o un motivo más de disputa entre ellos, me conformo con que me quede una paguita o algún ahorro para contratar a un tipo 'buenorro' que venga puntualmente. No penséis mal. Hablo de alguien que cambie un halógeno cuando se funda y repare cualquier avería que surja, me dé masajes en las piernas de vez en cuando para activarme la circulación, vaya al mercado y cocine para mí, tenga una conversación interesante cuando me acompañe al médico, a dar un paseo o a tomar un vino y, además de todo esto, me alegre la vista. 

He verbalizado este deseo en más de una ocasión delante de mi marido, quien me mira con resignación y se abstiene de pronunciarse. Imagino que es porque piensa que va a sobrevivirme y, por tanto, considera que mi sueño es irrealizable. Puede que tenga razón. Veremos. En cualquier caso, preferiría no pasar mis últimos años encerrada en una residencia rodeada de desconocidos tan viejos como yo, viendo pasar la vida del otro lado de los barrotes del jardín. 

Mi animadversión hacia este tipo de centros no es un efecto de la pandemia. Más bien la pandemia ha venido a corroborar mis impresiones y a poner al descubierto una triste realidad. No voy a cuestionar que las residencias son un gran alivio para quienes no tienen sitio en casa, ni tiempo, ni fuerzas, ni preparación, ni medios para atender el abuelo. Porque así es. También son la solución para aquellos mayores sin familia que voluntariamente deciden recluirse en un centro cuando experimentan los primeros achaques y necesitan sentirse bien cuidados. Y ahí se acaban los supuestos. 

A mi entender, el modelo de atención de los centros de mayores que existen en este país cuadra para quien ha alcanzado un alto grado de dependencia o es un ser asocial, pero no es ni mucho menos una respuesta a la vejez. Hemos convertido las residencias en lugares donde aparcamos a los ancianos que estorban, nos los quitamos de en medio, les sacamos de la sociedad, les aislamos y solo nos acordamos de ellos cuando hay que pagar impuestos, votar o culpar a alguien de tener tiritando la hucha de las pensiones y saturada la Sanidad. 

Por eso me parece de una hipocresía absoluta que muchos de los que no se han preocupado nada hasta el momento por la situación de las residencias, con plantillas tan mal pagadas como sobrecargadas y no suficientemente formadas, ni por sus ancianos inquilinos, ni porque se haya estado vendiendo como sociosanitario un servicio que solo llegaba a socioasistencial, ni por la factura sin pagar de la dependencia, se rasguen las vestiduras ahora porque en estos centros hayan muerto más de 19.400 personas en España afectadas por el coronavirus. Deberían reflexionar. 

Tal y como está el asunto, me declaro firmemente partidaria de llevar los servicios de geriatría a los mayores y no los mayores a los geriátricos. De hecho, las empresas que gestionan este tipo de centros deberían replantearse las cosas y explorar este nicho de mercado. El modelo ideal, a mi entender, pasaría por mantener a los viejos en su entorno y que allí reciban la ayuda que necesiten, ya sea sanitaria, terapéutica, de acompañamiento, asistencial o social. Si sus últimos días tienen que pasarlos de la cama al sofá y del sofá a la cama, que sean su sofá y su cama. Y si algún problema de salud aconseja ingresarlos en un hospital, que ningún borrador ni orden de la autoridad competente se lo impida, independientemente de su edad, su estado o sus expectativas. El problema, lo sé, es que ese modelo hay que pagarlo. Y no es barato.


Puestos a desear cómo envejecer, yo firmaría por imitar a cuatro matrimonios amigos que se han construido un edificio a medida en Barcelona con un apartamento para cada uno donde podrán retirarse juntos. No está mal tampoco, aunque yo soy más urbanita, la iniciativa de un grupo de jubilados que ha comprado una aldea deshabitada en Galicia para envejecer por sus calles y devolverle la vida. Existen otras alternativas en nuestro país, como el cohousing, un fenómeno en el que nos llevan la delantera, como casi siempre, los nórdicos. Se trata de viviendas colaborativas autogestionadas donde se suelen alojar personas mayores con lazos familiares, de amistad o afinidad que, cuando llegan a la jubilación, deciden ser vecinos, seguir disfrutando del ocio juntos y ayudarse mutuamente. Su objetivo es mantener la independencia y la privacidad que da residir en la vivienda propia dentro de un vecindario de confianza y sintiéndose arropados por amigos con los que comparten espacios, servicios y beneficios. 

Estos días cuando he salido por mi barrio, donde se sitúa una residencia muy golpeada por la covid-19, me he fijado en que muchas de las terrazas de bar reabiertas están ocupadas por supervivientes de la pandemia, personas mayores que celebran poder salir del confinamiento para tomar una caña y socializar. He pensado que no hay nadie que se merezca más ese capricho que ellos. Y lamento que los otros supervivientes que milagrosamente han esquivado a ‘la bicha’, a pesar de acecharles desde el otro lado de la puerta de su habitación en los cientos de geriátricos invadidos por el coronavirus, incluido el de mi barrio, tengan que seguir encerrados sin poder sumarse a esta fiesta.