Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

sábado, 30 de julio de 2016

Le quieren llamar Lobo

El nombre imprime carácter, te señala, te define. El modo en que tus padres deciden inscribirte oficialmente al nacer te marca de por vida. De cómo te llamen al venir a este mundo va a depender el resto de tu biografía, para bien o para mal. Así que la elección del nombre de pila para tus retoños no es una decisión baladí.

Habréis oído que una pareja está recogiendo firmas para que el Registro Civil de Fuenlabrada les permita inscribir a su bebé con el nombre de Lobo. La funcionaria que les atendió se negó en un primer momento por considerarlo ofensivo para un niño, aludiendo a la normativa –poco clara- al respecto. Luego, por dar alguna excusa menos subjetiva, justificó su negativa porque un apellido no puede aceptarse como nombre propio, un argumento que se cae por su propio peso cuando pensamos en Martín, Alonso o el mismo León. Lo curioso es que en la Seguridad Social no le pusieron ninguna pega y la criatura ya está inscrita como Lobo. 

Entiendo el enfado de Ignacio y María, los padres del pequeño, por no dejarles llamar a su hijo como desean; entiendo que consideren que si Lobo en otros idiomas y países se emplea en forma de nombre propio, aquí debería ser igual. Pero lo que no alcanzo a comprender es cómo no se dan cuenta de lo que le espera a su pequeño. De entrada, desde que ponga un pie en la escuela y empiece a socializar, no va a poder evitar sentirse en el punto de mira, sobre todo cuando les cuenten la historia de 'Los tres cerditos' y llegue la parte de 'Quién teme al lobo feroz'. A medida que crezca deberá aguantar la típica broma de ‘Que viene el lobo’ o ‘Ni te acerques a mi abuelita’. El día que se eche novia habrá quien suelte el chascarrillo ‘Eh, Lobo, ¿dónde has dejado a Caperucita?’. Cuando quieran tomarle el pelo, le aullarán. Y aunque la Orquesta Mondragón y Gurruchaga están ya muy pasados de moda, puede que alguien le recuerde la letra de Caperucita feroz, ya sabéis 'Hola mi amor soy yo tu lobo...'. Hay que tener mucha personalidad e ir sobrado de autoconfianza y fuerza mental como para aguantar estas chorradas, igual que las miradas de compasión de quien tenga que chequear su DNI.

La solución para esos padres habría sido ponerle Wolf, lobo en inglés. Seguro que de esta manera nadie habría puesto pegas. De un tiempo a esta parte en España abundan los nombres importados. De hecho yo pensaba que en los Registros Civiles ya estaban curados de espanto con la cantidad de marcianadas que se ven. Allá por los 90, en la época en que se estrenó ‘Bailando con lobos’ y ‘El Guardaespaldas’, muchas madres fans de Kevin Costner llegaron a llamar a sus bebés como el actor, apellido incluido. Algo parecido ha ocurrido en los últimos años con la cantante Shakira. Y no son los nombres más raros.

A principios del siglo pasado el santoral hizo mucho daño. Entre mis ancestros castellanos aparecen una Filogonia, una Apolinaria y una Primitiva Ramona, mi abuela paterna. Pero es que hemos pasado de crucificar a los recién nacidos con nombres incompatibles con una declaración de amor, a buscar la originalidad bordeando la crueldad. Hemos pasado de la obligación de ponerles a todas las niñas María delante de su nombre, a buscar inspiración en la naturaleza o en las series de televisión. Y qué queréis que os diga, Sol, Luna, Estrella, Nube, Cielo, Jade, incluso el nombre de algún río, país o miembro del clan Lannister bien seleccionado, quedan estupendamente en una partida de nacimiento. Pero la línea entre el exotismo y el ridículo es finísima. La actriz Gwyneth Paltrow llamó a su hija Apple, que no suena mal en inglés, pero probad a llamar Manzana a vuestra hija… y, ya puestos, al niños Melón.

En mi infancia renegué mucho de mi nombre. No conocía a nadie que se llamara igual y a ciertas edades lo que quieres es no sobresalir de la manada. Con el tiempo he ido aceptándolo, pero tenía claro que no se me ocurriría perpetuar el estigma en mi hija. Tanta preocupación para que al final terminen llamándote por el apellido. Para muchos yo sigo siendo Beato... Los apellidos son otro peligro. A mi amiga Chole García Matamoros podéis imaginar por dónde le venían las bromas. Y hay quien lo tiene peor. Elegir Alfonso como nombre para un niño cuyo primer apellido va a ser Alonso me parece de mala planificación o mala baba, pero ahí tenemos a todo un ministro en funciones. El actor de la mítica serie ‘Doctor en Alaska’, Rob Morrow, debió de atravesar un momento de locura transitoria -supongo- cuando le puso a su hija Tu. Así que la criatura se llama Tu Morrow… Más delito tienen Kim Kardashian y Kanye West que eligieron para su primogénita el nombre de North, de modo que la niña se llama Norte Oeste. Por ejemplos como estos considero siempre conveniente tener muy en cuenta la combinación con el apellido, que ya te viene dado y con el que poco puedes hacer, más que resignarte y tratar de no empeorarlo. 

Cuando supe que mi hija iba a nacer en abril estuve tentada de llamarla así, como el mes, buscando la originalidad, pero terminé recurriendo a un nombre con presencia en el santoral ni demasiado cruel ni demasiado usado: Cecilia. En el caso de mi hijo, también intenté elegir algo poco manido y, tras guiarme por otras señales, le llamé Bruno. Un día me confesó que hubiera preferido llamarse Ángel -hay que fastidiarse-. Por cierto que estando en un parque con él hace unos años escuché a otra madre gritar ‘Bruno’ y pensé que había otro niño con el mismo nombre. Me equivocaba. Estaba llamando a su perro. Porque esa es otra. Mientras unos humanos quieren llamar a su bebé Lobo, otros bautizan a sus mascotas con nombres de personas. Yo conozco a algún Ramón, Elsa o Pepe que te saludan a base de lamidos. 

En resumen, visto lo visto, si los padres están firmemente decididos, si han pensado en su hijo y cómo le afectará llamarse así, yo les dejaría que asumieran su responsabilidad y que sea el propio Lobo quien en un futuro o agradezca la lucha de sus padres o aúlle para protestarles por tan original elección. 

miércoles, 27 de julio de 2016

Mi hija ha leído '75 consejos para sobrevivir en el colegio'. ¿Y qué?

Mi hija tiene en su estantería el libro 75 consejos para sobrevivir en el colegio. Lo compró en una Feria del Libro de Madrid hará tres años, cuando era un mico de 10 primaveras. Por aquella época se hizo adicta a los libros de Diario de Greg. Se los había leído todos, y al descubrir este, con una estética interior muy similar, decidió gastarse sus ahorros. Miré el precio, no me pareció desorbitadamente caro y, después de revisar el resumen de la contraportada y echar un vistazo a algunas páginas al azar, concluí que se trataba del típico libro de humor para niños que están creciendo. Por aquel entonces ya había devorado, siguiendo mi consejo, varios de los libros de Manolito Gafotas, de Elvira Lindo, y noté que distinguía sin problema lo que era una ironía y una broma. Así que di mi aprobación y el libro de María Frisa se vino a casa con nosotros. En un par de días se lo leyó. No percibí en ella ninguna metamorfosis. Desde entonces sigue siendo la misma, aunque ha ampliado su vocabulario, sus temas de conversación y sus intereses, por no mencionar sus centímetros de altura. Entre sus deseos no está el de encontrar un novio por encima de cualquier cosa. De momento solo quiere pasarlo bien con sus amigas del alma. Está muy sensibilizada con el asunto del bullying -en parte supongo que por lo machacona que siempre he sido yo con lo de no hacer a los demás lo que no quieras que te hagan a ti- y forma parte del grupo de alumnos mediadores, una red creada para tratar de solucionar conflictos y alertar al centro sobre por dónde puede encenderse la mecha. 

Puedo afirmar sin temor a equivocarme que la lectura de este libro no sembró en ella ninguna idea tóxica ni machista, tampoco la incitó a la violencia y mucho menos a la sumisión. En algunos casos se vio reflejada en la protagonista y eso la reconfortó. Y sobre todo se rió. Porque para eso era el libro. Una ficción de humor. Por eso me sorprende la que se ha montado ahora con 75 consejos para sobrevivir en el colegio acusándolo casi de ser un manual diabólico y peligroso y pidiendo a Alfaguara su retirada de las tiendas, algo a lo que la editorial –creo que con buen criterio- se ha negado. Luego he visto quién está detrás de la petición y recogida de firmas a través de Change.org y como que la cosa me parece de todo menos seria. 

La autora se ha visto obligada a dar explicaciones a través de las redes sociales. Está totalmente descolocada y no es para menos. Hace cuatro años que salió a la venta el libro y es ahora cuando se le tiran encima. 

Y todo a raíz de un tuit de una internauta que evidentemente no ha debido leer nunca a Roald Dahl o, por no ponerme exquisita, no ha conocido a ese irreverente personaje de mi infancia que se llamaba Pippi CalzaslargasDe verdad no entiendo el linchamiento y me sorprende la implicación avivando el fuego de colegas a las que tenía en alta consideración.

Vivir con niños de 11 y 13 años me dan cierta autoridad para asegurar que el peligro no está en los libros que se editan para estas edades y que leen en algunos casos obligados por esa manía que tenemos los padres de querer que se aficionen a lo que creemos que es mejor para ellos. Me gustaría que mis hijos me pidieran que les bajara de la estantería Moby Dick, La isla del tesoro o Capitanes intrépidos, pero desengañémonos, en la era de la imagen lo que les gusta a ellos no es pasar páginas y ver un montón de letras juntas, sino tener una pantalla ante los ojos. Y de ahí les llegan los impulsos: de Internet, de los vídeos de Youtube, de las redes sociales, del boca a boca de otros compañeros que comparten grupo masivo de Whatsapp y donde siempre hay uno más listo que publica una foto, un enlace, un vídeo que les ‘enseña’ más de lo que sabíamos nosotros con 12. Y no os podéis imaginar la cantidad de material ‘sensible’ que impacta directamente en el cerebro de los críos a través de estas vías. 

Así que, lo siento mucho, la única manera de que nuestros niños no actúen como trogloditas ni perpetúen códigos viejunos como el machismo, o la idea de que lo más importante para una chica es encontrar novio, o la monstruosa afición de atacar al débil… no es prohibiendo libros, sino reclamando para los padres un papel más activo en la educación de sus hijos, de modo que orienten a los pequeños, les enseñen a distinguir lo que es o no un panfleto, lo que es hacer apología de conductas reprochables y, sobre todo, predicar con el ejemplo y preocuparnos por saber lo que les llega a través de ese mundo virtual paralelo. Eso, claro está, si conseguimos que nos dejen…


Apostaría el contenido de mi hucha de cerdito a que ninguno de los que han encendido esta polémica, empezando por la tuitera, siguiendo por el bloguero friki que ha iniciado la petición de retirada del libro o los palmeros anónimos que se prodigan por la red y terminando por las columnistas que se han puesto muy dignas, tienen hijos en edad influenciable. Y lo dice una madre, esa especie sobre la que se pueden leer en este libro cosas como esta.


En fin... Por ir terminando. Antes de juzgar hay que leer el libro y después decidir si es o no adecuado para una niña de 12 años. Si es que no, con abstenerse de comprarlo es suficiente. Y antes de pedir su retirada, analicen cuántas actitudes poco edificantes pueden aprender los niños en su propia casa, durante la cena o mientras en la tele suena el telediario, sin necesidad de leer un libro escrito, por cierto, con intención nada sospechosa. 

martes, 26 de julio de 2016

10 razones por las que me fastidiaría que se acabara el mundo este viernes

Leo que el viernes 29 de julio se acaba el mundo. Lo vaticina el canal de Youtube End Times Prophecie en un vídeo que ya tiene más de cuatro millones de visualizaciones y ha estremecido al personal -he de confesar que yo no lo he visto íntegramente, demasiado largo para mi gusto-. Según estos agoreros que se dedican a estudiar la Biblia, con el fin de semana llegará también el fin del mundo. Lo notaremos porque se invertirán los polos magnéticos de la tierra y comenzará el apocalipsis en forma de terremotos, un cambio drástico de temperatura, aumento del nivel de los océanos y colapso de la atmósfera. El panorama no es muy apetecible, la verdad. Casi cruzas los dedos para palmar en el primer derrumbe y así no te enteras del resto. La pena es que nos perderíamos una escena de lo más lisérgica: la llegada de Cristo a lomos de un caballo volador encabezando un gran ejército dispuesto a arrasar la tierra.


Según la Agencia Católica de Informaciones, con sede en Perú, que cita al famoso exorcista José Antonio Fortea, la afirmación no tiene ni base científica ni religiosa, por mucho que digan que sus conclusiones proceden de las sagradas escrituras, y nos recuerda que ‘todos los millares de fanáticos –casi todos evangélicos– que han afirmado en el pasado que conocían la fecha del fin del mundo se han equivocado. Todos, absolutamente todos, se han equivocado, entendieron mal la Biblia’.

Desde que tengo uso de razón han pasado tantas fechas fatídicas que no entiendo por qué esta debería preocuparme más. Pero en general la gente se inquieta cuando surgen este tipo de anuncios y vaticinios. Los que tienden a sugestionarse fácilmente andan con el corazón encogido, sobre todo quienes interpretan que los sucesos violentos que están conmocionando el mundo las últimas semanas son un anuncio del final. Otros preferimos jugar a elucubrar. ¿Qué harías si supieras que tu tiempo en este mundo acaba el viernes? Cuando ha surgido esta cuestión en alguna reunión de amigos yo siempre contestaba ‘pasar las últimas horas con las personas que quiero’. Algunos elegían la opción de ‘follar como si no hubiera un mañana’. Otros ‘organizar una fiesta y que el juicio final te pille con una buena cogorza’. La mayoría coincidían en ‘darse un homenaje, dilapidar los ahorros y regalarse caprichos de esos que te niegas habitualmente’. En este momento creo que me apuntaría a todos estos planes y añadiría el de dejar de buscar trabajo, ya no tendría mucho sentido... 

En fin, sea como sea, me fastidiaría que se acabara el mundo este viernes por varias razones. Aquí van solo 10:

-Es una canallada que te monten un fin del mundo en viernes y no en lunes, y en verano, no en invierno, que parecería más apropiado y estaríamos un poquito más receptivos.

-Me gustaría saber al final quién va a gobernar este país o sin nos van a obligar a repetir por tercera vez las elecciones. Y me fastidia que tenga que venir el apocalipsis a resolver el bloqueo.

-Tengo muchas tareas pendientes, por ejemplo, escribir una obra de teatro, un best seller y el guión de una película. Incluso rodar mi propio corto. Cualquier tarea creativa que me abstraiga y suponga una alternativa al empleo por cuenta ajena que tanto se me resiste.

-Quiero seguir aprendiendo a hacer cosas nuevas, todavía me quedan sin ver muchos tutoriales en Youtube.

-No conozco Viena, ni Venecia, ni Reikiavik, ni Tokio…

-No he hecho aún el camino de Santiago.

-Querría volver a sentarme algún día delante de un micrófono y salir en antena.

-Y experimentar, aunque solo sea una vez más, la agradable sensación que provoca descubrir que alguien se enamora de uno.

-En el fondo, por mucho que el mundo esté como está, yo en esta vida me lo estoy pasando muy bien y me cuesta renunciar a ello.

-Y sobre todo, me encantaría seguir viendo crecer a mis hijos. Que se acabara el mundo a su edad, cuando todavía ni siquiera les ha dado tiempo a sufrir por amor, sería una gran faena.

viernes, 22 de julio de 2016

El bollo al hoyo o el misterio de las 30.000 'necropensiones'

Todavía no me he repuesto de la noticia. Aparece clasificada en la sección de economía de la mayoría de los diarios, aunque podría asignarse perfectamente a la de obituarios y esquelas. La cosa va de muertos… muertos que están muy vivos. En concreto pensionistas difuntos, así que más bien son sus herederos los que están muy vivos. Ven que la Seguridad Social sigue ingresado en la cartilla de ahorros del abuelo religiosamente su pensión a pesar de que el pobre ya está criando malvas y no dicen nada. Se callan como muertos, valga la expresión poco afortunada. Imagino que debe ser así por lo que denuncia el Tribunal de Cuentas, que ha detectado que casi 30.000 personas fallecidas siguieron cobrando su pensión en 2014. Es decir, unos 300 millones de euros de las arcas públicas fueron a parar a contribuyentes que ya no están en este mundo. 

La Seguridad Social se defiende y niega la mayor. En realidad -dice- todo es fruto de un error en los DNI de los que se han ido al otro barrio e incluso puede que a la hora de registrar datos haya duplicidad de números de carné de identidad. Me suena un pelín forzada la justificación. Lo cierto es que el control de fallecimiento de pensionistas sigue efectuándose de forma manual. Parece mentira que en el siglo XXI, con prácticamente toda la administración informatizada, no se puedan hacer por sistema cruces automáticos de datos para evitar este tipo de situaciones. Habiendo vivido una pérdida hace ya diez años y conociendo la cantidad de trámites y papeleo que hay que realizar para comunicar a todo Cristo el fallecimiento, desde el médico que certifica el óbito, los bancos donde tenía el finado sus cuentas o la funeraria que contacta con el cementerio municipal para darle sepultura, hasta la notaría que custodia el testamento, los registros que hay que visitar o los distintos organismos oficiales por los que hay que ir peregrinando y soltando la pasta, me extraña mucho que el Estado no pueda controlar exactamente cuántos pensionistas se le van muriendo. Me pregunto si, de haber sido mi padre el que siguiera recibiendo su triste pensión una vez muerto, sus familiares habríamos alertado al organismo público del error. Creo que sí, aunque nunca se sabe. Hace poco cenamos en un Vips y al día siguiente nos dimos cuenta de que la factura había sido muy barata porque se habían olvidado de cobrarnos las bebidas. Podíamos haber vuelto al restaurante para avisarles y saldar la deuda, pero pensamos que a toro pasado no tenía mucho sentido, así que no lo hemos hecho -espero que mi ya maltrecha reputación no se resienta por este episodio-. Y cuando escucho anécdotas de gente que encuentra un maletín con dinero y lo entrega en la policía para que localicen a su legítimo dueño, manifiesto mi admiración porque todavía queda gente buena y me planteo si yo habría actuado igual. Probablemente… Vaya usted a saber.

Al margen de dilemas morales, lo peor de esta historia es la disparidad de criterios entre el acusador -Tribunal de Cuentas- y el acusado -Seguridad Social-. Sospecho que, de tener razón el primero, esos 300 millones de euros que tan bien le vendrían a la hucha de las pensiones, no habrá quien los recupere y terminarán definitivamente volatilizados, convertidos en fuegos fatuos. Y si resulta que el Tribunal de Cuentas es un alarmista que ha errado en su denuncia, veo más que complicado que la Seguridad Social destine personal a controlar verdaderamente que el bollo vaya al vivo y no al hoyo. Es lo de siempre. Nunca hay suficientes medios para que todo funcione bien. 

miércoles, 20 de julio de 2016

10 cosas que odiamos solo cuando las hacen los demás

Analizando las conductas de quienes me rodean y de mí misma he llegado a la conclusión de que utilizamos distintos raseros a la hora de medir las actitudes y comportamientos de los demás y los propios. Ya sé que no he inventado la pólvora. Es de sobra conocido. Desde que el hombre es hombre flota en el ambiente eso de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el de uno. Así que hoy, como me pide el cuerpo darle a la lista como entretenimiento veraniego, he recopilado 10 cosas que detestamos en otras personas y nos perdonamos a nosotros mismos, o lo que es lo mismo, 10 cosas que odiamos solo cuando las hacen los demás. Ahí van:



-Los gases y las deposiciones. Da asco oír los eructos de los demás y mayor repulsión suelen provocar tanto el sonido como el olor de los pedos ajenos, igual que los excrementos arrojados al wc por los culos de otros. Pero cuando se trata de los de uno parece que incluso tienen mejor aroma.

-Quitarse los zapatos. Cuando descubres que alguien se ha descalzado en un lugar público, lo ves como una práctica poco civilizada, a pesar de que conoces el placer de liberar los pies de ataduras y en más de una ocasión te ha tocado localizar a oscuras un zapato que previamente te habías quitado.

-Dudar al volante. Si todo indica que el conductor que nos precede no sabe muy bien dónde va, aminora la velocidad e interrumpe nuestra marcha, le pitamos porque nos molesta. Cuando nos encontramos nosotros perdidos vemos de lo más lógico frenar y no entendemos que nos llamen la atención otros vehículos. ¡Qué prisas!

-Colarse en una cola. Nos fastidia ver a alguien intentando colarse delante de nosotros en una cola, pero no dudamos en aceptar la invitación de algún conocido bien situado en una fila para ahorrarnos algunos puestos y tiempo de espera. Y si a alguien le molesta… que tire de esta.

-El ruido de comer pipas o maíz tostado. No hay nada que nos reviente más que alguien próximo a nosotros rompa el silencio pelando pipas o mascando kikos. Pero ese insoportable ruido deja de sonarnos cuando es nuestra mandíbula la que hace el trabajo.

-La impuntualidad. Nos parece de mala educación y poca consideración que nos hagan esperar, pero nos volvemos más condescendientes cuando somos nosotros quienes no atendemos puntualmente una cita.

-Las críticas y los consejos. No dudamos en cuestionar los comportamientos de los demás y nos aventuramos a dar consejos gratuitos sin que nadie nos los pida, pero nos cuesta aceptar las críticas y no consentimos que se atrevan a decirnos lo que tenemos que hacer.

-La altura. En el cine, en el teatro, en un concierto, nos hunde en la miseria que se nos ponga delante una persona alta que nos impida ver la pantalla o el escenario. No nos da ninguna pena, en cambio, cuando resulta que somos nosotros los que tapamos la visión a quien está detrás. Es más, hasta nos molesta escuchar cuchicheos sobre la cuestión.

-Los niños y las mascotas. Cuando los niños de los demás gritan, corren, lloran o saltan en lugares públicos y molestan, les lanzas miradas asesinas tanto a ellos como a sus padres; en el caso de las mascotas ocurre tres cuartos de lo mismo. Ahora que si se trata de los tuyos, les reprendes ligeramente para frenar a quienes sospechas que están hasta el gorro y sentencias ‘Son solo niños’ o 'Es solo un animal'.

-Los olvidos. Nos duele que no recuerden nuestro cumpleaños, un aniversario o una anécdota vital -es algo imperdonable-, pero si somos nosotros quienes olvidamos felicitar a alguien, por supuesto esperamos indulgencia. ¡No se puede estar en todo!


lunes, 18 de julio de 2016

Cuando la realidad aumentada provoca idiotez aumentada

El ser humano es excesivo en todas sus manifestaciones. Mejor dicho, una parte ampliamente representativa de nuestra especie tiende a sobrarse. También los mortales somos de caer fácilmente en adicciones, de volvernos locos por modas y de no usar la cabeza cuando hay un enganche de por medio.

Un claro ejemplo de esta contundente afirmación es la locura creada a raíz del lanzamiento de la aplicación para móviles Pokémon Go. Si sabéis quiénes son Pikachu, Snorlax y Vaporeon os sobra la explicación. Para aquellos a los que todo esto os suene a chino, os explico que se trata de un videojuego de aventura en realidad aumentada, desarrollado por Niantic y Nintendo, que permite al usuario buscar, capturar, entrenar, luchar y comerciar con Pokémons escondidos en el mundo real. La gracia está en recorrer calles y lugares con el GPS activado para, mediante una vibración de aviso, descubrir, capturar y coleccionar todo tipo de muñequitos a través del mapa que aparece reflejado en la pantalla del móvil y que -¡toma Moreno!- incluye 'pokeparadas' en puntos de interés turístico por los que pasa el jugador para obtener elementos útiles con los que avanzar en el juego. Localizado el bicho, encendemos la cámara del teléfono y vemos una imagen de un Pokémon superpuesta sobre la imagen real, por eso se considera que este juego es de realidad aumentada, porque con un Smartphone se puede apreciar la realidad mezclada con un elemento ficticio. Parece divertido, ¿eh? Eso mismo debieron pensar los miles de jugadores que han contribuido a disparar en bolsa las acciones de la compañía Nintendo, revalorizadas en 13.000 millones de dólares en una semana. Fueron tantas las descargas en masa y la sobrecarga de usuarios ávidos por lanzarse a cazar Picachus, que se bloquearon los servidores. Parece que la cosa está resuelta, al menos en ese aspecto. Aunque el verdadero problema es que la gente se deja llevar por la ludopatía, pierde el norte y no tiene en cuenta algunos de los riesgos que corre al entregarse a este infantil divertimento. 

Veremos cuánto se tarda en utilizar como eximente o atenuante en un tribunal eso de ir buscando Pokémons cuando te denuncien por colarte en una casa ajena o por pegarle un tiro a un chalado que se te mete hasta la cocina tratando de capturar esas criaturas virtuales. Lo peor es que la masa enfervorecida que montó estampidas para pillar muñequitos hace unos días en parques de Nueva York y Washington no estaba integrada por niños o adolescentes. ¡Qué va! Lo que más abundaban eran adultos de pelo en pecho, esos que en los 90 eran niños enganchados a la Game Boy y a estos tiernos personajes japonenes. Reavivado el furor por obra y gracia de la realidad aumentada, ya son varias las anécdotas que vamos conociendo sobre la locura que ha despertado también en España esta aplicación –que, por cierto, gasta datos y batería por un tubo-: desde un par de jugadores que no dudaron en colarse en el cuartel de la Guardia Civil de Las Rozas con el objetivo de aumentar su colección de Pokémons, a dos turistas que se adentraron en un túnel prohibido a peatones de la ciudad condal persiguiendo muñequitos, lo que ha obligado a incluir este asunto como uno de los puntos en el orden del día del próximo pleno del Ayuntamiento de Barcelona. 

En vista de que la cosa parece estar saliéndose de madre, hasta la Policía ha tenido que intervenir y dar consejos de uso para que el juego no se nos vaya de las manos.


Cuando cuestiono esta nueva moda, mis hijos, que son muy de engancharse a todo, me dicen que no me queje, que al menos este juego tiene a su favor que salen de casa y hacen ejercicio, no están sentados delante del ordenador toda la tarde. Y no digo yo que no sea beneficioso pasear por ahí buscando dibujos animados, pero sin perder el norte.

Los personajes de Pokémon evolucionan, los jugadores veo que no. Empiezo a creer que la naturaleza es sabia y que quizá esta es una más de las pruebas a las que el universo nos somete de vez en cuando para depurar la especie y purgarla de imbéciles. Pasó con los que se jugaban la vida haciéndose selfies en lugares peligrosos o con los idiotas que grababan en vídeo prácticas arriesgadas para el programa de la MTV ‘Jackass'. Ahora le toca el turno a los que son incapaces de diferenciar la realidad de la realidad aumentada, y entender que la primera no es un juego. 

En el mejor de los casos, como todas las modas, también esta pasará. Y en el peor, puede que el jueguecito muera de éxito. No descarto que sean sus propios responsables quienes se planteen retirarlo en caso de que a alguien, con perversas intenciones, se le ocurra darle un uso menos lúdico y quebrar la finísima línea que separa una simple anécdota de una terrible fatalidad. Y no está el mundo para muchos más sobresaltos...


domingo, 17 de julio de 2016

El secreto de la felicidad

Sexo, ejercicio, música y charla… Leo que estos cuatro elementos tienen la clave de la felicidad, cuatro actividades cotidianas al alcance de cualquiera que aportan al individuo lo necesario para que se sienta feliz. Lo dice el psicólogo Dan Gilbert y su teoría refuerza el dicho popular de que el dinero no da la felicidad, porque para charlar, escuchar música, hacer ejercicio o practicar sexo no hace falta sacar la cartera del bolsillo. 

La última semana he estado desconectada, alejada de wifis, de Internet, de mi adicción a seguir al minuto lo que se cuece en las redes sociales, del estrés de publicar entradas en este blog o en cualquiera de las plataformas en las que tengo presencia, de rastrear portales laborales y páginas profesionales… Y no me ha pasado nada. Más bien he saboreado el placer de la desidia al borde del mar. En un principio me costaba entregarme a tal privilegio, porque mi situación de desempleo me pesa como una losa, como si fuera mi propia conciencia flagelándome para que no haga otra cosa que sufrir por no encontrar un trabajo. Cuando uno está en paro cree no tener derecho a merecer momentos de ocio y placer como el resto, un planteamiento totalmente erróneo. Tomarse unos días de desconexión no significa que se vaya a descuidar la búsqueda activa de empleo, todo lo contrario, lo más probable es que después del relax retomes tu objetivo oxigenada, con mucha más fuerza y energías renovadas. Y si encima cuentas con un alma caritativa que te ofrece su casa para pasar las vacaciones, puedes mantener el modo low cost que exige la falta de nómina. 


Como digo, afortunadamente durante siete días me he podido abstraer de todo y dedicarme a algunos pequeños placeres de la vida que no menciona Gilbert pero a mí me generan un estado semejante a la felicidad y que son: saltar olas; pasear por la orilla del mar; rebozarme la piel de arena, sol y sal; ir despeinada sin que a nadie parezca importarle; calmar la sed con una cerveza fría y el apetito con una de bravas; prescindir del reloj y no saber el día ni la hora; jugar una partida de cinquillo, damas chinas o Rummikub; hacer crucigramas; leer novelas ligeras; alargar las sobremesas con una café frappé o un té helado; zambullirme en una piscina nada más levantarme; aprender las canciones del verano de tanto escucharlas en la radio; adivinar la nacionalidad de los turistas embadurnados de aftersun; saborear un helado de limón valenciano; reír con cualquier estampa playera; aplaudir al final de quince minutos de fuegos artificiales… Y no sigo porque la lista de pequeñeces veraniegas que me generan endorfinas es interminable.

Lo malo es que a mí la felicidad me engorda, en concreto tres kilos. A lo mejor si hubiera completado las cuatro actividades de las que hablaba Dan Gilbert, la ecuación habría sido distinta. Tendré que ir perfeccionando las dosis y la mezcla.

viernes, 8 de julio de 2016

Las vacaciones escolares o qué hacer cuando no hay nada que hacer

Desde que comenzaron las vacaciones escolares estoy discutiendo con mis hijos por su –a mi entender- pobre imaginación y pésima selección de actividades para llenar su tiempo libre. Si no fuera porque les fuerzo a salir a caminar tres cuartos de hora cada mañana, les sugiero entretenimientos y les obligo a bajar a la piscina para darse un chapuzón –inaudito, sí, lo sé-, su manera de pasar el rato se reduciría a estar sentados en el sofá viendo vídeos de Youtube en su tablet o grabando ellos mismos su propio material gráfico para subirlo a alguna de las plataformas y aplicaciones que les tienen enganchados -Musical.ly, Video Star, Instagram o Snapchat- donde buscan likes como locos con cosas como esta.


Soy consciente de que es una pérdida de tiempo comparar sus vacaciones con las de mi infancia. Entonces no había Internet, así que la situación no es equiparable. Pero hay otros elementos que son universales y no saben de épocas ni lugares. Por ejemplo, la socialización. Con 11 y 13 años, mis hijos nunca han hecho amigos entre la chiquillería del vecindario -que oímos gritar y jugar a todas horas por la urbanización-, pero es que ahora se resisten a relacionarse con el resto de niños, a pesar de que los conocen a todos. Eso sí, su actitud cambia cuando se trata de ver a otros compañeros de estudios, sus ‘verdaderos amigos’, que no viven aquí y hay que hacer ingeniería logística para que puedan quedar. Cuanto mayor trastorno me supone a mí el plan, menos pegas les ponen ellos a subir y bajar, entrar y salir.

Dicen quienes saben que hay que dejar que los niños se aburran, porque eso les hará más creativos. Mi problema no es exactamente que se aburran estando de vacaciones, es que no saben divertirse si no están enchufados a una pantalla. Así que el aburrimiento, la desidia y el conflicto llegan cuando les prohíbo utilizar tecnología.

Hasta el año pasado los campamentos fueron una solución, los urbanos, porque los de pernocta fuera de casa durante diez o quince días, en caso de plantearse, recibían no rotundo por su parte. Cuando me cruzo con alguna madre que tiene a sus hijos fuera de la ciudad en una de estas colonias veraniegas, noto que tiene el rostro más relajado que yo y la envidio profundamente. El caso es que ahora a mis hijos no les vale ningún tipo de campamento, ‘ya son mayores’ dicen, así que no voy a gastar ni un céntimo en forzarles a hacer algo que no quieren. Creo que he tenido demasiados miramientos con ellos. Intuyo que el problema radica en que les he pedido opinión más de lo que me pedían a mí de pequeña, y veo que lo más práctico es mostrarles el plan ya hecho sin opción a renegar o elegir.

Ayer les di un trapo y un plumero para que limpiaran el polvo de toda la casa. Les he puesto tarea escolar para que al menos desarrollen alguna dinámica intelectual. Me ha tocado aguantar una interminable partida de Monopoly en la que me lié a comprar propiedades y a caer en las ajenas para ver si me arruinaba cuanto antes, pero a mi hijo le dio lástima y me fue perdonando las deudas. He hecho el esfuerzo de hacer visible mi anatomía en el recinto de la piscina comunitaria para ver si así, acompañándoles, pasaban un rato dándose panzadas en el agua.

Al final soy yo la que termina agotada. Y mientras me dedico a hacer de animadora sociocultural para que rellenen el tiempo que les confisco los gadgets tecnológicos, descuido mis quehaceres que no son otros que enfocarme en el duro trabajo de buscar trabajo. Al margen, por supuesto, de alimentar este blog, que es lo único que al final me da tiempo a hacer de vez en cuando, entre discusión y discusión, entre actividad de entretenimiento y dolce far niente

En otras circunstancias probablemente me los llevaría a ver mundo, aunque eso de hacer turismo tampoco les entusiasma. Pero hasta que la situación no cambie, me temo que como mucho podremos meternos en la ducha, cerrar los ojos y, gracias a este gel que véis a la derecha, imaginar que estamos en el Amazonas. Es lo más lejos que voy a llegar este verano.  Mira por donde, ya se me ha ocurrido otro pasatiempo. 

Por cierto, es el jabón de baño que mejor huele de todos los que han pasado por mi esponja. Muy recomendable. 

Sí, ya lo sé, estoy fatal, así que ahorraos el comentario.

miércoles, 6 de julio de 2016

Del 'Día sin Bañador' a la moda internacional de comer en bolas

El Ayuntamiento de Madrid autoriza que se celebre el 'Día sin Bañador' en las piscinas de la capital, si es que los gestores de estas instalaciones lo estiman oportuno y reciben peticiones al respecto. Ya el año pasado la Asociación para el Desarrollo del Naturismo lo solicitó y se celebró en la piscina de Lago, en la Casa de Campo, una jornada denominada 'Día del Bañador Opcional', para regocijo de los aficionados a tirarse de bomba sin que ningún trozo de tela sujete ni pechos ni glúteos ni pene. 


En Londres han abierto un restaurante donde te permiten comer desnudo para disfrutar -dicen- de una experiencia multisensorial. Se llama The Bunyadi. Podríamos pensar que es una minoría excéntrica la que le ve el punto a esto de comer en cueros y arriesgarse a tener que sacudirse las migas del vello púbico pero, a tenor del número de reservas recibidas, parece que abundan los nudi-gurmets.

En Tokio este mes dan un paso más allá. Van a abrir The Amritaun restaurante nudista, el primero de Japón, en el que además se reservan el derecho de admisión solo a gente que esté en su peso y con poca flacidez. Una báscula en la entrada para pesar a los comensales impedirá tomar un solo bocado a quienes tengan kilos de más o lleven incorporado el flotador, un casting en toda regla para evitar que los físicamente afortunados tengan que padecer la visión de seres imperfectos que les amarguen el menú.

En ambos casos los usuarios llegan vestidos hasta el local y en el interior se despojan de todas sus prendas, incluido el móvil, y esa sí que es una prueba de fuego para aquellos que se sienten desprotegidos sin su smartphone. Una de las mayores dudas que se me planteaba al conocer la existencia de estos dos negocios de restauración era escatológica y ya la he despejado: en el caso del restaurante de Londres cada comensal se sienta sobre un cojín higiénico desechable, mientras que en el de Tokio los clientes se verán obligados a levar una ligera y minúscula prenda de papel cubriendo sus partes pudendas. Aún así, imagino los pelos que se puedan desprender del pecho y de los genitales, las gotas de sudor resbalando por el canalillo, las axilas o las ingles…, las pelusillas del ombligo, el olor a pies… y en general todas aquellas secreciones que la indumentaria nos ahorra contemplar. 

No tengo nada contra la desnudez, de hecho un cuerpo sin ropa bien proporcionado, con sus músculos dibujados, me parece muy erótico y sensual. Vamos, que en una situación de relax, estando mínimamente receptiva, me pone hasta un poco cachonda. Menos mal que la excitación en las féminas no es tan evidente... En cuanto a mi vida cotidiana, en casa están aburridos de verme lucir palmito, y como hace mucho que superé la adolescencia, no me cubro pudorosa cuando alguien entra en el baño en medio de mi aseo o me sorprende en pleno proceso de cambio de ropa. Es cierto que en los vestuarios públicos de centros deportivos voy a tiro hecho y me quedo en bolas solo el tiempo estrictamente necesario, no me paseo exhibiendo cuerpazo, ni me regodeo masajeándome de manera concienzuda como hacen otras después de la ducha. 

Respeto a los nudistas. Les admiro incluso. Además confieso que he experimentado la placentera sensación de bañarme en el mar desnuda y que luego los rayos del sol me sequen el culo, pero ha sido en privado o muy en petit comité, no a la vista de cualquiera, ni en pandilla, donde impepinablemente y sin poderlo evitar tiendo a mirar y comparar. Recuerdo una vez en Budapest, de viaje con mi amiga Chus, que decidimos visitar unos baños típicos, un spa tradicional húngaro solo para mujeres. En la entrada descubrimos que para acceder había que hacerlo completamente desnuda. Así que, por no parecer unas paletas, dejamos el bañador en la mochila, nos quitamos la ropa y nos adentramos en aquel escenario que parecía el sueño de un viejo onanista. A los diez minutos en remojo, después de haber inspeccionado todo el ‘género’, convenimos que estábamos muy bien -mejor que las húngaras- y comenzamos a relajarnos, algo a lo que ayudó el masaje final, pese a que no fue especialmente suave. Fue toda una experiencia, aunque sigo pensando que me siento más cómoda con un bikini que cubra mi subdesarrollado pecho y una parte de mis sobredimensionados glúteos.

En fin, que no me esperen en The Bunyadi, The Amrita, ni en ninguna de las piscinas que celebren el 'Día sin Bañador'. No sabría comportarme con naturalidad. Y si coincido accidentalmente con algún amante del naturismo practicando tan sana afición, que me disculpe si me pilla mirándole no precisamente a los ojos o percibe que pierdo el hilo de la conversación. En algunas situaciones me cuesta concentrarme. No puedo evitarlo. Será que lo he probado poco...


lunes, 4 de julio de 2016

A Quimi Portet se le cortó la 'llet'

Llevo haciendo escapadas veraniegas a Cataluña desde mi más tierna infancia. Hubo unas vacaciones que incluso traté de aprender a hablar el catalán, aunque cuando estás de descanso -desengañémonos- no tienes el cuerpo motivado para estudiar. Eso sí, siempre he pensado que esta lengua se entiende perfectamente y nunca he tenido problemas para captar lo que me decían. Ni punto de comparación con el euskera. Cuando escuchaba la TV3, si se me escapaba alguna de las expresiones que utilizaban los presentadores del telediario, preguntaba a quienes me rodeaban, me lo aclaraban y asunto resuelto.

En las tiendas, en los bares, en cualquier establecimiento de la playa, si me oían hablar en castellano por lo general me contestaban en esta misma lengua y si no, tampoco lo tomaba como una afrenta. Las personas catalanas que he conocido siempre han tenido la deferencia de dirigirse a mí en mi idioma y, si alguna vez se les ha ido la pinza hacia su lengua materna -como es natural-, han rectificado sobre la marcha, han pedido disculpas y han retomado el hilo en mi idioma para que la comunicación resultara más fluida.

En Cataluña he encontrado muchos castellanohablantes perfectamente adaptados a una comunidad autónoma donde el catalán y el castellano son lenguas cooficiales. Mis primos se relacionan indistintamente sin problema en ambas lenguas en función de quién sea su interlocutor. Mi tía y madrina lleva años residiendo en aquella tierra y ni ha abandonado su castellano de la Meseta, ni nadie le han obligado a renunciar a seguir soñando en el que considera su idioma. Es decir, que conozco múltiples ejemplos de cómo es posible vivir sin traumas en zonas de España donde se utilizan otras lenguas distintas a aquella con la que aprendiste a hablar. Es más, siempre he envidiado a aquellos españoles que han nacido en regiones donde se habla otro idioma además del castellano y que crecieron siendo bilingües, porque considero que nos llevan ventaja al resto. 

Así que cuando he leído el incidente lingüístico vivido por Quimi Portet, ex componente del mítico grupo El Último de la Fila, se me ha hecho raro, por no decir que me ha sonado completamente marciano. En el enlace podéis leer la historia, aunque como sé que algunos sois vagos, voy a resumirlo. El artista catalán viajaba en un ferry de Formentera a Ibiza, le entraron ganas de tomarse algo en el bar, se acercó y utilizando el catalán pidió un café con leche; el camarero parece ser que le dijo que no le entendía, algo que contrarió al músico, que decidió sacarle una foto y subirla a Twitter diciendo que ese empleado no entendía el catalán, a lo que el Community Manager de Baleària, la flota de barcos donde se desarrolló el incidente, le contestó pidiéndole disculpas y asegurando que ese trato era intolerable y que se tomarían medidas. 


Se me hace raro que un trabajador de una línea marítima como Baleària sea multilingüe pero no conozca ni le suene la lengua cooficial de las islas en las que opera el barco en el que trabaja. 

Se me hace raro que un camarero, aunque no sepa hablar catalán, no entienda la expresión cafè amb llet (café con leche), que debe ser una de las consumiciones más recurrentes en una barra de bar y que probablemente más escuchará en el itinerario que cubre esa línea, pero no tenga problemas en descifrar lo que le piden cuando oiga café au lait, white coffee o caffellatte.

Se me hace raro que la empresa anuncie que tomará las medidas oportunas, así por las buenas, antes siquiera de conocer la versión del empleado.

Se me hace raro que Quimi Portet fotografiara al empleado remolón sin ningún problema y que no se le vea al tipo nada contrariado por lo que parece es una imagen robada para denunciarle.

Se me hace raro que monte este follón un músico como Portet, que junto a Manolo García ha puesto banda sonora en castellano a tantos buenos momentos de mi vida.

No sé. Nada de esta historia me parece normal. Como nada normal me parece que sigan generándose polémicas, más o menos artificiales, por defender la primacía o el uso del idioma de cada uno, cuando los seres humanos, entes nacidos para socializar, deberíamos ser capaces de comunicarnos y derribar cualquier barrera que nos impida entendernos, empezando por los prejuicios.

viernes, 1 de julio de 2016

Veinte años después vuelve 'Independence day'

Esta semana la cosecha de estrenos es más que rica, muy abundante y con títulos que despiertan mucho interés. Por empezar por aquellas películas que tienen asegurado el llenazo en el patio de butacas, vamos con ‘Independence day: Contraataque’. Veinte años ha esperado Roland Emmerich para servirnos la secuela de aquel otro día de la independencia. Se supone que las naciones de la Tierra aprendieron la lección y cuentan con un programa de defensa que proteja al planeta de cualquier inesperado ataque alienígena. Pero parece ser que los extraterrestres son muy listos… Menos mal que siempre existen seres humanos valientes para evitar que el mundo se extinga. Uno de los alicientes de esta peli es volver a ver en sus papeles, con veinte años más encima a algunos de los actores del reparto original, como Jeff Goldblum y Bill Pullman, a los que se une savia nueva, la que aporta el australiano Liam Hemsworth.


De entre los títulos románticos que se acumulan esta semana destaca ‘Antes de ti’, dirigido Thea Sharrock y con Emilia Clarke y Sam Claflin encabezando el reparto. La protagonista no tiene un objetivo claro en la vida, va dando tumbos de trabajo en trabajo hasta que acepta un nuevo empleo, cuidar y acompañar a un joven y rico banquero que se quedó en silla de ruedas tras un accidente. 


Hay amor, comedia y emoción también en ‘Mi panadería en Brooklyn’, de Gustavo Ron. Dirección española con reparto internacional y localización en la mítica Nueva York para esta historia sobre las dos herederas de una panadería ubicada en el barrio de Brooklyn que tienen distintos enfoques sobre el negocio, una circunstancia que se agrava más cuando el local corre el riesgo de ser expropiado por el banco. Blanca Suárez y Aitor Luna son los rostros nacionales que intervienen en algunas de las historias cruzadas que se entremezclan en esta comedia ligera. 


Después del experimento ‘Boyhood’ que tantos premios le dio, Richard Linklater vuelve con ‘Todos queremos algo’, una gamberrada ambientada en una residencia de estudiantes universitarios en los años 80. Faltan sólo tres días para que empiecen las clases y un montón de aventuras para el protagonista, un novato que va a saber lo que es bueno. 


El siguiente título es ‘Demolición’, una original propuesta de Jean-Marc Vallée con Jake Gyllenhaal, Naomi Watts y Chris Cooper en los papeles principales. La cosa va de un hombre que pierde a su mujer en un accidente y que ve cómo su vida se bloquea. La única manera que encuentra para seguir adelante y superar su grave crisis emocional es mantener la comunicación con la responsable de un servicio de reclamaciones y romper las cosas que formaban parte de su vida. 


El alemán Tom Tykwer dirigió hace un par de años a su tocayo Tom Hanks en ‘Esperando al Rey’, una película que ve ahora la luz sobre un empresario americano que no atraviesa su mejor momento, recién divorciado y con poco éxito en los negocios. Decepcionado decide afrontar un nuevo proyecto en Arabia Saudita, donde la economía se encuentra en pleno auge y donde espera poder lograr lo necesario para pagar la hipoteca, costear los estudios de su hija y ser valorado por quienes le rodean. 


‘Un amor de verano’, de Catherine Corsini es un drama romántico franco-belga que se estrena oportunamente en estos días del orgullo gay. Ambientada en los años 70, la protagonista es una hija de campesinos que se va a París para huir del yugo familiar y conseguir emanciparse económicamente. Allí conocerá a una parisina que defiende activamente los principios del feminismo. Entre ambas surgirá el amor, aunque la relación no resulte fácil.


Entre los estrenos uno del género bélico: ‘1944’, una película que elige como título este fatídico año en que se libró una lucha fratricida en suelo de Estonia durante la segunda guerra mundial. Los soldados de aquel país se vieron obligados en muchos casos a escoger bando y enfrentarse a familiaes y amigos. 


La última es ‘Cuerpo’, una película polaca dirigida por Malgorzata Szumowska, que obtuvo el premio a la mejor dirección en el Festival de Cine de Berlín y que ofrece tres aproximaciones radicalmente diferentes al cuerpo y el alma: la de un abogado que se enfrenta a diario con la muerte, su hija anoréxica que no ha superado la muerte de su madre, y la terapeuta que le asegura que puede comunicarse con los muertos queridos. 


Aquí tenéis los estrenos. Ya veis que hay mucho y con muy buena pinta, así que si en vez de elegir una os animáis a ver dos, mejor que mejor. Disfrutad el homenaje. Como siempre a continuación os dejo la versión podcast para escuchar este mismo repaso.