Recientemente la Red Jóvenes e Inclusión Social y la Universitat de Illes Balears presentaban los, a mi entender, muy reveladores resultados de un estudio
sobre el consumo de pornografía
online entre los jóvenes. No sé a vosotros, pero a mí saber que uno de cada cuatro
chicos consume porno antes de los 13 años me deja helada. La edad de
primera visualización se ha adelantado a los 8 años, no por la precocidad de
los críos de ahora, sino por el puñetero móvil. A esa edad ya les dejamos
manipular dispositivos digitales que les dan acceso a Internet donde ya no es
ni necesario teclear en Google la palabra “Sexo”; accidentalmente, sin
buscarlo, puede aparecer cualquier reclamo con ese tipo de contenido. Así que
si te descuidas, el mismo día de la Comunión del chaval, después de recibir a
Dios y tocar el cielo, puede enredar el diablo justo cuando estrenan el Xiaomi
que les ha regalado la abuela e ir derechitos al infierno.
No es
una cuestión de mojigatería. Veo normal que, a partir de ciertas edades, los críos
se interesen o busquen ese tipo de contenido por puro placer o por curiosidad.
El problema es cuando su única fuente de información sobre sexo es esa, vídeos
en internet, y no cuentan con otra voz autorizada, cercana, fiable, que les
pueda aconsejar. Alguien que les diga, por ejemplo, que el amor y el sexo son dos
cosas distintas que nada tienen que ver, pero que unidas pueden convertir la
experiencia en algo memorable. O explicar lo más básico, que lo que ven en la
pantalla es ficción, cine para adultos, que por lo general sigue patrones no
demasiado edificantes, de dominación del hombre sobre la mujer, y desarrolla
unas dinámicas que no deben normalizar, porque poco o nada se corresponden con
la realidad más común en una “primera vez” o con cualquier relación íntima
satisfactoria sin cámaras.
Cuando
escucho algunas voces contrarias a los talleres
de educación afectivo-sexual que se ofrecen en los institutos me llevan los
demonios. Suelen ser los mismos padres que se arrogan la potestad de ser ellos
mismos quienes decidan cuándo, cómo y qué enseñarles a sus hijos sobre este
“espinoso” tema, pero nunca encuentran el momento. En el fondo porque piensan
que lo que no se verbaliza, no existe, y que sus hijos están mejor viviendo en
la ignorancia. Los ignorantes son ellos si no se dan cuenta de que no pueden
ponerle puertas al campo y que sus hijos, con o sin su colaboración, van a
terminar hablando de sexo, viéndolo y probándolo. Será con los amigos, los
compañeros de clase o en solitario, pero buscarán respuesta a sus dudas.
Precisamente uno de los datos que aportaba el estudio antes mencionado es que el
70% de los jóvenes dice haber recibido una educación afectivo-sexual
"insatisfactoria" y la mayoría acude a amistades o a Internet para
resolver dudas. De modo que si dejas que sea el entorno el que les oriente, te
arriesgas a que la cosa se te escape de las manos y terminen más desorientados.
Y
luego, cuando creen que ya lo han aprendido todo, cuando encaran la veintena
con el convencimiento de que ya saben todo lo que hay que saber y que son más
listos que nadie, adoptan conductas sexuales de riesgo y se pillan una sífilis
o una gonorrea. Sí, porque otros datos que hacía públicos el Ministerio
de Sanidad español estos días tenían que ver con la relajación en el uso del preservativo y
el aumento alarmante entre los jóvenes de casos de enfermedades de transmisión
sexual que se creían ya erradicadas. Olvidado el miedo al sida, en muchos casos
nunca conocido, mezclado con el consumo de sustancias, como alcohol y drogas,
que les hacen perder la percepción del riesgo, los jóvenes quieren gozar
plenamente, piel con piel, y lo del condón se lo impide. Y en vista de que los
contenidos audiovisuales que escupe la red no suelen dar ejemplo en ese
aspecto, van al “aquí te pillo, aquí te mato” sin demasiados preliminares ni,
en muchas ocasiones, protección alguna, sus consumidores terminan con la
entrepierna en carne viva.
Todo
está conectado. De hecho, según otro
estudio que conocíamos estos días, casi la mitad del material porno que
circula en la red contiene agresiones verbales y casi un 89% muestra agresiones
físicas. Mucho más demoledor es conocer que el vídeo porno más visto de
Internet recrea una brutal violación en grupo. Luego nos echamos las manos a la
cabeza al conocer el triste final de una empleada de Iveco
que se suicidó cuando una grabación propia de contenido sexual que había
compartido con una antigua pareja empezó a circular de whatsapp en whatsapp por
los móviles de sus compañeros. Montamos un par de días de debate para juzgar a
todas las partes, a una por grabarse en esa tesitura y por enviarlo, al otro
por gestionar el despecho de manera tan infame, y al resto por babosear y
compartirlo. Pero enfriado el asunto, ya nos hemos olvidado. Tenemos un problema y no queremos verlo.
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