Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

domingo, 15 de marzo de 2020

Ahora entiendo mejor a los concursantes de Gran Hermano

Hace unos días, cuando todavía la OMS no había declarado el brote de coronavirus una pandemia, escribía sobre esta enfermedad. Es cierto que entonces todavía no había muerto nadie y que ahora las cifras evidencian su gravedad, pero en esencia sigo pensando lo mismo. Que la población en general tiene más probabilidades de morir por cualquier otra cosa que por el Covid-19, siempre que no ande jugando a la ruleta rusa, claro está. Me refiero a que no podemos olvidar extremar la precauciones y evitar los riesgos, como hacemos con el resto de peligros. Porque si uno no quiere morir ahogado, no se tira a una piscina sin saber nadar, y si no quiere perder la vida en un accidente, procura conducir cumpliendo las normas y con todos los sentidos puestos en la carretera. En fin, que si seguimos las recomendaciones de los expertos, mantenemos la higiene de manos, la distancia de seguridad, evitamos toserle al prójimo y nos quedamos en casa, disminuirán las papeletas que nos tocan en la tómbola.   

Pero no es de la pandemia de lo que quiero hablar hoy, sino de lo de quedarse en casa. Desde el martes pasado estoy teletrabajando. La empresa para la que trabajo decidió de manera responsable atender las recomendaciones del Gobierno y nos indicó que realizáramos nuestra tarea a distancia.

Trabajar en casa puede parecer un chollo, pero no lo es tanto. Tiene sus pros y sus contras, desde luego. En mi caso, no tener que desplazarme de mi domicilio al trabajo me supone ganar dos horas de tiempo. Sin embargo, en algún momento durante estos días he echado de menos ir físicamente a la oficina en Gran Vía. Llamadme rara, pero creo que cambiar de escenario se agradece. 

El primer día de trabajo a distancia traté de repetir las mismas rutinas de un día normal. Madrugué, desayuné, pasé por la ducha, me vestí como si fuera a salir y, hecho todo esto, me senté frente al ordenador. Todo bien, si no fuera porque ya no me levanté de la silla hasta las 6 de la tarde, descontando las visitas imprescindibles al baño y a la nevera, cuando la ansiedad me ganaba la batalla. Hasta comí encima del teclado, algo que recomiendan encarecidamente que se evite. Al día siguiente, disciplinada, repetí la operación. Pero al tercero, me enchufé directamente al Mac en cuanto me tomé el café, aún con el pijama puesto y sin duchar. Así le abrí la puerta al repartidor de Amazon y así estuve hasta las cinco y media de la tarde. Y porque tenía que recoger el coche del taller, si no, a saber a qué hora habría desconectado. Mal. Dicen los expertos que para trabajar en casa hay que ponerse un horario. También es cierto que por las características de mi empleo y la situación tan atípica que vivimos, la cobertura informativa es constante, así que nos organizamos entre todos los compañeros sin mirar demasiado el reloj.

Otro de los elementos que destacan como primordial los expertos en teletrabajo es el espacio. Señalan que es importante tener un lugar para trabajar distinto de aquel donde duermes, comes o hace su vida la familia. En un piso como el mío tengo que ir cargando con mi portátil a cuestas de un lado a otro en función de lo que estén haciendo los demás habitantes de la casa.



Hasta ahora no había mencionado que, mientras yo estoy teletrabajando, mis hijos están teleestudiando. Así que todos 'disfrutamos' juntos de este aislamiento preventivo. Aunque, para hablar con propiedad, mis adolescentes, además de estudiar, ver Netflix o perder el tiempo con videojuegos, están todo el rato protestando por no poder ver a sus amigos, quejándose de la cantidad de tarea que les ponen los profesores a través del aula virtual, discutiendo entre ellos por nimiedades, reprochándome que no les escucho, rabiosos como leones enjaulados…

Existen estudios que aseguran que el periodo del año en el que se producen más rupturas de pareja es el posterior a las vacaciones de verano, porque durante esas semanas solemos pasar más tiempo juntos. La conclusión es clara: la convivencia deteriora las relaciones. Espero que en esta familia rompamos la estadística. Aunque va a resultar inevitable que nos pase factura a los cuatro vernos el careto 24 horas al día durante al menos quince días. Es como si nos hubiéramos convertido en concursantes involuntarios de un Gran Hermano familiar. Casi discutimos tanto como ellos. Eso sí, aquí no va a haber quien haga edredoning. Hay que mantener las distancias. En cuanto a la prueba semanal, en este caso es diaria y sin más recompensa que ir tachando fechas en el calendario. También os digo que casi preferiría no tener información del exterior, como los concursantes del programa de Telecinco. El monotema empieza a provocarme cierta saturación. Pero, claro, será porque “aquí dentro todo se magnifica”. En cualquier caso, en este concurso el premio no es un maletín lleno de pasta. Es algo mucho mayor. De un valor incalculable: la salud.

Pese a asumir la conveniencia de este encierro para frenar la expansión del Covid-19, debo confesar que se hace duro. Pienso en mi madre, confinada sola a 200 kilómetros y sin poder ir a hacerle compañía. La restricción de movimientos es lo peor de esta situación. La imposibilidad de viajar, pasear por el campo, practicar deporte al aire libre, ver películas en pantalla grande, tomar una caña en una terraza, cenar en un restaurante, disfrutar de un concierto... Son pequeñas cosas que hacen la vida más agradable y a las que nos hemos acostumbrado. Así que cuando nos faltan, no sé vosotros, pero yo me siento rara.

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