Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

domingo, 26 de abril de 2020

Mis hijos y yo nos quedamos en casa

Sé que lo que estoy a punto de escribir no va a despertar muchas simpatías hacia mi persona, pero he llegado a una edad en la que ya he asumido que es imposible gustarle a todo el mundo. Si mis hijos tuvieran menos de 14 años, hoy no saldrían a la calle. De hecho, no entiendo por qué la desescalada ha empezado por los críos. Como tampoco entiendo por qué todo un vicepresidente del Gobierno se dirige a menores de edad en un discurso televisivo.


Menos mal que a los chavales tantas comparecencias de señores con traje y uniforme les parecen un rollo y no las siguen en directo. Bueno, a los chavales y a los adultos, porque debe haber un término medio entre comparecer por plasma y dar tres ruedas de prensa al día, ¡por favor! Alguien ha debido pensar que la transparencia era esto y que así se combate la desinformación. Y no exactamente. 

Hoy, a la vez que entra en vigor otra prórroga de quince días del estado de alarma, se levanta la veda a las salidas infantiles. Los paseos con niños se suman ahora a los paseos con perros. Las vistas desde mi terraza van a brindarnos grandes y entretenidos momentos. Podremos jugar a ver quién se pasa por el forro primero la fórmula 1+1+1 (un progenitor, una hora, un kilómetro).

Primer día de salida a la calle de los niños
Después de rectificar la idea inicial de mandar a los niños al súper y a la farmacia con los adultos, hoy estrenamos el derecho a pasear a los críos dentro de un orden. Me compadezco de los padres que tienen que explicar a sus hijos que salir a la calle no significa que puedan deslizarse otra vez por el tobogán, jugar un partido de fútbol con los amigos, ir a cazar lagartijas a la sierra o abrazar a un compañero del cole si se lo cruzan por la calle. Imagino que eso es lo que más le puede apetecer a un crío que atraviesa la puerta de la calle por primera vez después de seis semanas encerrado. Admitámoslo: salir de casa para dar vueltas a la manzana de la mano de papá o rodar un kilómetro sobre el patinete pegado a mamá no es la idea de diversión. 

Encuentro voces expertas a favor y en contra. La pedagoga e investigadora Heike Freire defiende que los niños necesitan salir a la calle por salud, mientras que la pediatra María Buades sostiene que no deben salir hasta que el virus esté controlado y que la plasticidad de su cerebro evitará cualquier posible secuela. Unos psicólogos aseguran que permanecer tanto tiempo encerrados afecta al desarrollo neuronal de los niños, en particular los menores de 6 años, mientras algunos sociólogos opinan que el encierro, a priori, no tiene por qué conllevar consecuencias negativas para ellos. Así que, en esto, como en todo, hay opiniones para todos los gustos. Personalmente, yo le veo más inconvenientes que ventajas. 

No pongo en duda los estudios que confirman que en China uno de cada cinco niños tenía síntomas depresivos después de un mes de confinamiento y que algo así puede estar ocurriendo en España tras seis semanas encerrados en casa. Pero no deberíamos olvidar a los otros cuatro de cada cinco que están viviendo esta realidad sin mayor trauma. 

Algunas veces desdeñamos la inmensa capacidad de adaptación que tiene el ser humano. También los pequeños seres humanos. Además, los niños son los mayores expertos en dejar volar la imaginación. Si son capaces de convertir una caja de zapatos en una nave espacial, pueden permanecer dos semanas más en sus casas rompiendo jarrones a balonazos, saltando a la comba en la cocina y dando volteretas sobre su cama. 

Creo que el lugar donde deben quedarse los niños mientras todo se tranquiliza es un entorno seguro, controlado, familiar, donde ni se contagien ni contagien. En una palabra: su casa. Allí tienen sus juguetes, sus cuentos, sus rutinas… Aunque no haya jardín o parque, estoy segura que pueden aguantar quince días más sin salir. Así sus padres se evitarían el engorro que va a suponer higienizar el patinete o la pelota. Por no hablar del estrés que les va a generar a muchos, -los más responsables, imagino-, cumplir las indicaciones y no superar el kilómetro de distancia de casa y controlar al pequeño para que no se desmadre, no toque mobiliario urbano o se lance a los brazos de algún amigo que encuentre en el paseo. 

Imagen de Victoria Borodinova en Pixabay 
¿Secuelas? No creo. Los niños recordarán esto como una aventura. Casi como unas vacaciones, si no fuera por los deberes que están mandando los colegios. Admitamos que ahora los horarios son menos estrictos. Por las mañanas no suena el despertador y se van más tarde a la cama. Algunos padres nos hemos vuelto más 'flexibles' con el consumo de tele y videojuegos, e incluso realizamos actividades familiares todos juntos para las que antes nunca encontrábamos la ocasión. 

¿Que parecen más irritados? Puede, pero como cualquier adulto. De hecho, no creo que ellos necesiten salir del encierro más que nosotros. Igualmente, ambos deberíamos entender que la medida de confinamiento es por nuestro bien y que cuando antes contengamos la enfermedad, antes recuperaremos la normalidad. A veces pienso que los niños lo procesan mejor que los adultos. Seguro que hoy más de un hijo se niega a salir para disgusto de su padre. 

Todavía hay gente que no ha pillado el sentido del confinamiento. Todavía hay gente que va todos los días a comprar el pan. Todavía hay dueños de mascotas que estos días están paseándolas más que en toda la vida del chucho. Todavía hay clientes que se tiran dos horas en el supermercado toqueteando todos los productos indecisos sobre cuál elegir. Todavía hay gente que no ha entendido lo de salir de casa solo cuando sea estrictamente necesario. Todavía hay quien piensa que esta lotería no le va a tocar y que lo de frenar los contagios encerrándonos a cada uno en nuestra casa es una soberana gilipollez. 

Tengo dos hijos que ya no están en el tramo de edad que nos ocupa. De hecho, a raíz de esta medida, hemos descubierto que ya podían pisar la calle para hacer pequeños recados. Pues bien, desde que comenzó el encierro no han mostrado ningún interés en salir de casa. Nos cuesta incluso que bajen a tirar la basura. Las series, las películas, los videojuegos, la música son sus válvulas de escape. Alguna vez mi hija suspira por no poder ir al cine o salir de fiesta con los amigos, pero las videollamadas y las aplicaciones de mensajería la tienen constantemente conectada con ellos. En cambio mi hijo firmaría por alargar la medida hasta el verano. Por lo demás, bailan, hacen ejercicio y se pelean, como si no estuviéramos confinados. No me parece que estén tristes o deprimidos. Aunque, claro, nosotros somos afortunados. En casa hay una nevera llena y wifi, Netflix, Movistar, móviles, ordenadores, tablets, PlayStation y Xbox. A veces tenemos que obligarles a asomarse a la ventana o salir a la terraza para que les dé un rayo de sol. 

¿Que si estas semana les crearán un trauma? Ninguno. Las mayores secuelas, en todo caso, las voy a sufrir yo, que envejezco mientras ellos crecen y siento que se me escapa la vida. Yo, que no puedo ir cada día al gimnasio para mantener a raya mi estrés y mi peso; ni trotar una hora de vez en cuando por el campo para oxigenar el cerebro y el corazón; ni socializar en una terraza con unas cañas; ni ir al fisio para que me descargue el cuello y los hombros; ni a la peluquería para ver qué pueden hacer con estas canas; ni a una playa para contemplar una puesta de sol sobre el mar; ni visitar a mi madre para darle un abrazo y ver qué tal va. 

Y a pesar de esos daños colaterales, prefiero que todos nos quedemos en casa, incluidos los niños, y no contribuir a llenar de gente el espacio público, si eso supone recuperar con seguridad nuestra vida anterior o lo que sea que nos espera después del coronavirus. ¿Sufrir? Esto no es sufrir, ¡coño! Esto es ejercitar la virtud de la paciencia. Sufrir es lo que planteaba en este tuit el croata Sasa Jovic, entrenador de balonmano, que vivió la guerra de los Balcanes cuando tenía 16 años y sabe lo que es estar confinado de verdad por salvar la vida.
Ya sé que no es comparable, pero quizá nos vendría bien relativizar. Sasa Jovic no tenía una fecha marcada en el calendario para salir de aquel sótano. Nosotros sabemos que en el mes de mayo volveremos a pisar la calle. ¿De verdad esperar dos semanas más supone mucho sufrimiento para los niños? Pues que sufran también un rato, que no les va a pasar nada. Sufrir también forma parte de la vida, ¿no? Así se van entrenando.

martes, 14 de abril de 2020

Los otros

No salen en las cifras oficiales. Nadie les aplaude ni les hace un pasillo de homenaje cuando se recuperan. Son aquellos a los que el confinamiento les ha pillado viviendo solos y han experimentado los primeros síntomas del coronavirus sin testigos.

Imagen de Pexels en Pixabay 
Estos de los que hablo tardaron en marcar el teléfono habilitado por el Gobierno de su Comunidad Autónoma para hacer un seguimiento de los casos. Quizá era un simple catarro, una gripe primaveral, puede que una alergia adelantada. No querían molestar. Ahora se comunican a diario con la enfermera del Centro de Salud que les llama para saber si tienen fiebre y aconsejarles que se tomen un paracetamol. Es la única que conoce la realidad. Sus parientes y amigos viven en la ignorancia, aunque les extraña que se nieguen a participar en videoconferencias múltiples de esas que se han puesto de moda en esta cuarentena. Les dejan que piensen que son unos aguafiestas analógicos insociables. Mejor eso que mostrar la cara y que descubran que no todo va bien. 

No se lo cuentan a los miembros de su familia para no preocuparles y también para evitar que se presenten en su casa a cuidarles, arriesgándose a contagiarse. No comparten su estado tampoco con los vecinos del rellano, para no sentir que se alejan de ellos en el balcón contiguo cuando salen a aplaudir a las ocho. Desengañémonos, también mantienen el secreto para que no se corra la voz por el bloque y aparezca un día una nota pegada en el ascensor alertando a todo el vecindario. Incluso puede que de saberlo, el presidente de su comunidad tendría la ‘deferencia’ de introducirles un mensaje por debajo de la puerta invitándoles a abonar el gasto de desinfectar las zonas comunes. O, en el peor de los casos, de enterarse su casero, les pondría de patitas en la calle, como le ha ocurrido a gente, según ha visto en redes sociales. Algunos ni siquiera estaban enfermos, pero ejercen una profesión de riesgo, la de héroes a los que se aplaude a las ocho, pero de lejos.




Los que tienen un negocio, prefieren mantener a su clientela al margen de la situación, para que las ventas no se resientan cuando el Gobierno permita la reapertura. Y quienes trabajan por cuenta ajena, cruzan los dedos para recuperarse antes de que se acabe el teletrabajo y el jefe descubra que tenía al ‘bicho’ en casa. 

No se avergüenzan de estar infectados, no hay razón para ello, no han hecho nada para merecer ese castigo, salvo tocar superficies mal desinfectadas o saludar amistosamente a alguien asintomático que les ha contagiado. Pero son realistas. Ven que la gente trata a los positivos como apestados, que se aleja como alma que lleva el diablo de quienes sueltan un estornudo. Y les da la impresión de que a día de hoy cuesta menos confesar una enfermedad venérea que un coronavirus. 

Este ‘cuadro clínico’ se agudiza cuando estos de los que hablo viven solos en pueblos o pequeñas comunidades, donde los chismes circulan como la pólvora, a una velocidad que es proporcional a la gravedad del hecho, y las malas noticias (aunque sean inventadas) son el alimento de envidiosos, cizañeros y miserables. 

Les gustaría salir de dudas, que alguien les hiciera el famoso test de detección del que todo el mundo habla, pero han oído que hasta ahora solo se lo hacían a los que ingresan en el hospital. Entonces piensan que prefieren seguir con la duda antes que pasar por el infierno en el que se han convertido las urgencias y las UCI. 

Están cansados, les cuesta respirar y les duele todo el cuerpo. También han perdido el apetito y casi lo agradecen, porque así les durará más lo que tienen en la nevera y retrasarán el momento de salir al supermercado. Harían la compra online y pedirían que se la llevaran a casa, pero están viendo que muchos establecimientos ya no sirven a domicilio y los que lo siguen haciendo están desbordados. 

Tienen miedo a lo que les pueda pasar. Están aterrados ante la posibilidad de que la enfermedad avance muy rápido, que su sistema inmunitario no colabore y que un día se mueran solos, sin darles tiempo a llamar a una ambulancia. Les quita el sueño que encuentren su cadáver los bomberos después de tirar la puerta abajo y que su cuerpo tenga que esperar dentro de una caja sobre una pista de hielo hasta que le toque el turno de crematorio. 

Afortunadamente todos esos lúgubres pensamientos se disipan cuando les baja la fiebre y empiezan a recuperar las fuerzas, el alivio, el resuello y la alegría de vivir. Y entonces, cuando todo ha pasado, cuando estos de los que hablo han superado el trance y nadie les aplaude, ni les hace el pasillo, ni les lleva una banda a la puerta de su habitación para tocarles ‘Resistiré’ (algo que deberían agradecer, todo sea dicho), entonces, solo entonces, se atreverán a decir, aunque sea bajito, que ellos también vencieron al coronavirus.