Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

viernes, 27 de diciembre de 2024

Adiós al alma del colegio Los Jarales

Un cáncer fulminante se ha llevado en dos meses a la primera figura de autoridad que conocieron mis hijos, por encima de sus propios progenitores. Se llamaba Roberto Arevalillo y era el conserje del colegio público Los Jarales de Las Rozas. Este buen hombre desempeñó un papel fundamental entre los 3 y los 12 años de vida de mis retoños y de todos los niños y niñas que han pasado por este centro en sus más de tres décadas de existencia.

Al poco tiempo de escolarizarles en Los Jarales, no recuerdo muy bien cuál de los dos chavales llegó a casa hablando del “director del colegio”. A su padre y a mí nos extrañó, porque creíamos que era una mujer la que dirigía el centro. Poco después entendimos que, para ellos, quien mandaba era Roberto. Él era quien les miraba las manos antes de entrar en el comedor para comprobar que estaban limpias y “no había ni virus ni bacterias”. Curiosamente, cuando había más jaleo y poco espacio donde sentarse, Roberto realizaba un examen de manos más concienzudo en la fila de espera y enviaba con mayor frecuencia a los escolares a lavarse mejor.



No he conocido a nadie con tanta capacidad memorística como para aprenderse el nombre y los dos primeros apellidos de todos y cada uno de los alumnos que han jugado en esos patios y bajado al trote esas escaleras.

Con una sonrisa permanente en la boca, Roberto era locuaz, ingenioso y siempre encontraba la palabra precisa en el momento adecuado. Cuando les mandaba hacer algo a los críos, no sonaba a ultimátum, pero la orden iba revestida con tal carga de autoridad, que la acataban sin rechistar.

Antes de que aterrizara el bilingüismo en el colegio, él ya había instaurado el ‘spanglish’ y como DJ no tenía precio. Mítica era su selección musical por megafonía y sus llamadas al “comedore”.

La Asociación de Padres y Madres del Colegio tenía un chollo con él. Nunca dejó de colaborar y echar una mano en cualquier cosa que necesitáramos. Allí estaba, al pie del cañón, a la hora de decorar el colegio para las fiestas de extraescolares e incluso atendiendo la barra de las bebidas. Le recuerdo siempre vestido con un polo de manga corta. Porque no le vi nunca con un abrigo, ni en lo más crudo del invierno. Como mucho, una chaqueta.

Para Roberto, las familias de los Jarales éramos sus familias, los niños eran sus sobrinos y el colegio era su casa. Nunca mejor dicho. Allí seguía viviendo con su mujer Merche, crió a su hija Mirella y malcriaba a su nieta Maia, mientras se acercaba el momento de la jubilación que no ha llegado a disfrutar. Nos ha dejado a los 61 años sin poder ir a darle un abrazo de despedida. Sé que hay intención de rendirle tributo en el recinto escolar donde pasó toda su vida. Algo así como un homenaje alegre a una persona alegre. Es lo mínimo que se merecía alguien que ha dejado tanta huella en tantas personas. Cuando llegó la noticia a nuestros móviles por WhatsApp, mi hijo solo fue capaz de preguntar “¿Pero es verdad?”. Lamentablemente, sí.

martes, 17 de diciembre de 2024

El acompañante del enfermo en un hospital, ¿ventaja o molestia?

He frecuentado pocos hospitales, por suerte. Como usuaria, solo dos veces y por motivos felices, dar a luz. Como acompañante, sobre todo ha sido por ingresos de mis padres. La última vez que he pisado uno ha sido por la convalecencia de mi suegra tras una intervención. El tiempo que me ha tocado pasar con ella ha sido muy inferior al que le han dedicado sus hijos, pero me ha bastado para plantearme qué pasaría si familiares o amigos no pudieran permanecer al lado de los pacientes durante el tiempo que están ingresados.

Siempre había pensado que el que hace el favor de acompañar a un enfermo molesta a los sanitarios que se encargan de tratarle. Sin embargo, después de esta experiencia y de los episodios que he presenciado yo misma o que me han relatado quienes los han vivido en primera persona, me he convencido de que es al contrario. Un paciente acompañado es un premio gordo.

Tanto es así que uno accede a un hospital como simple acompañante de un paciente y sale preparado para que le convaliden un módulo sociosanitario, con la cantidad de labores que termina aprendiendo a realizar, bien porque dan por hecho que las va a querer hacer o bien porque, si espera que las haga alguien del personal justo cuando lo necesita, puede esperar sentado.

En estos días de estancia hospitalaria, no han sido ni una ni dos las llamadas al control de planta para trasladar una necesidad del paciente que obtenían como respuesta un “ahora vamos” seguido de una espera prolongada. Si después de un tiempo prudencial sin respuesta acudías al mostrador de enfermería, te encontrabas caras de fastidio detrás de un cartel que señalaba expresamente que no pintabas nada allí y que si querías algo, llamaras desde la habitación. Me han contado que alguna ‘profesional’ ha soltado un “que se espere” desde la sala de descanso de enfermeras cuando algún familiar solicitaba, por enésima vez y con media hora de retraso sobre el horario marcado, que le facilitaran alimento para la nutrición enteral prescrita a un paciente con sonda nasogástrica.

He asistido a varios olvidos o retrasos en la administración de protocolos pautados -aunque fueran unos simples aerosoles-, quiero creer que porque había otras prioridades más urgentes. Observando, he llegado a la conclusión de que la peor hora para necesitar ayuda en la planta de un hospital es el cambio de guardia. Unos están derrotados y los otros no han entrado aún en calor, así que procura no cagarte ni caerte ni convulsionar de dos a tres ni de nueve a diez de la noche.

Me pregunto qué harán los enfermos que están solos porque no tienen familiares o amigos que puedan turnarse para hacerles compañía de día o velar su sueño de noche. Cuánto tendrán que esperar para que una enfermera les retire un gotero que lleva más de media hora vacío. Cuánto tendrán que retener el pis hasta que alguien acuda a su habitación a ponerles la cuña o cuánto tendrán que aguantar con un pañal mojado y sucio hasta que les limpien el culo irritado. Cuántos días pasarán sin ducharse porque a las auxiliares les resulta más cómodo asear en la cama. Quién les ayudará a alimentarse si no lo pueden hacer por sí mismos o a moverse para no perder el tono muscular. Quién tratará de calmarlos cuando, al caer la noche, se muestren alterados por un síndrome confusional posquirúrgico. Seguro que en esos casos no tardan nada atarlos a la cama y administrarles un calmante para que no les amarguen el turno.

Me da la impresión de que el personal que trabaja en las áreas de hospitalización se ha malacostumbrado a que los acompañantes de los pacientes les ahorren trabajo y, al final, su presencia favorece que estén menos alerta.

Por supuesto, generalizar es injusto y en todos los ámbitos, también en el sanitario, hay de todo: gente muy profesional y otra no tanto. Será que hemos coincidido con más de esta segunda categoría. O quizá sencillamente lo que pasa es que el que está preocupado por la salud de un familiar tiende a pensar que todos los cuidados que recibe su ser querido nunca son suficientes.

domingo, 27 de octubre de 2024

Decepción total: Errejón era fake

Lo de Íñigo Errejón me ha dejado descolocada. Yo era una de las que lo tenían idealizado. Le admiraba como orador parlamentario y me creía su discurso de izquierdas, siempre al lado de los que sufren, defensor de causas nobles, impulsor de la jornada laboral de cuatro días, aliado de las mujeres contra el machismo patriarcal y del colectivo LGTBI+ frente a los homófobos. Ver cómo encajaba las bromas que le hacían por su aspecto aniñado me hacían militar en su equipo. He de confesar también que me parecía uno de los políticos más atractivos de hoy en día -el nivel tampoco está muy alto… Semper, Sánchez, Rufián y para de contar- y hasta despertaba en mí cierto morbillo.

Pero el jueves pasado se pinchó la burbuja. El exportavoz de Sumar en el Congreso no era más que un fake. Decepción total. Se me hundió el mito. Y no fue porque le guste esnifar cocaína sobre el culo de una tía ni porque imponga a sus parejas sexuales reglas dignas de ‘Cincuenta sombras de Grey’. Fue porque me demostró no ser tan inteligente como creía. Primero, escribiendo una carta en la que se escudaba en la salud mental y eludía hablar a las claras del motivo de su renuncia. En cambio, se enredaba en expresiones y frases hechas -la subjetividad tóxica, el patriarcado, el modo de vida neoliberal, la persona y el personaje- autoexculpándose de algo que no se atrevía a verbalizar a las claras y que había que descifrar en una lectura entre líneas.


Tampoco demostró mucha inteligencia cuando pensó que todas las mujeres a las que tiraba la caña hasta que picaban y ejercía sobre ellas de macho dominador iban a mantenerse calladas y nunca desvelarían los muy particulares usos y costumbres sexuales de un personaje público tan destacado.

Las fantasías sexuales de cada uno son eso, deseos privados. Ahí no me meto. Que cada uno sueñe y lleve a la práctica en la intimidad lo que le pida el cuerpo sin infringir ninguna ley ni dañar a nadie. Pero cuando esas fantasías van más allá del onanismo y requieren de la participación de otra persona, lo mínimo es que conozca las reglas del juego y las acepte. A tenor de los testimonios que circulan, Íñigo daba por hecho que a sus parejas sexuales les iba su rollo y se saltaba el paso de pedir el consentimiento. Y como, a pesar de la incomodidad del momento, la sombra del personaje pesaba mucho, las supuestas víctimas no salían por patas. Imagino que ellas eran las primeras desconcertadas, incapaces de disociar como él entre la persona y el personaje, contemplando ante ellas al mismo que demonizaba la violencia sexual contra las mujeres con una mano en su pene y la otra manoseándoles por sorpresa las tetas.

De todos modos, me temo que el código penal todavía no castiga el machismo. Y, por lo que hasta ahora se va sabiendo del caso, su comportamiento en la intimidad podía ser inapropiado y moralmente reprobable, pero no ilegal.

De todos modos, si de algo me ha servido el caso Errejón es para confirmar que las mujeres tendemos a romantizarlo todo y, aunque está mal generalizar, idealizamos cualquier encuentro sexual. Mucho más si se trata de un personaje público, a priori inaccesible. Pensaba que ahora ya no era así, que las tías de hoy en día eran más pragmáticas, que iban al grano, que buscaban lo que buscaban sin mayores ataduras y que se acostaban con hombres sin imaginárselos en el altar. Pero, leyendo la declaración de la actriz Elisa Mouliaá, la única que hasta ahora le ha denunciado en una comisaría y no de forma anónima en redes sociales, y la de otras mujeres cuyo testimonio ha trascendido, detecto demasiada inocencia emocional.

También es verdad que los tiempos han cambiado en otro sentido. Antes te rozaba el culo en el Metro un guarro, le mirabas con odio y te movías a otro lado del vagón. Ahora si les ocurre eso, hacen un vídeo y denuncian el sobeteo en las redes sociales.

Antes, terminabas en la cama con un tipo que prácticamente acababas de conocer y si te salía con alguna petición sexual inesperada o que no te convencía, tenías dos posibilidades: pasar por el aro y a ver qué pasaba o reconducir la situación con mano izquierda. Cualquiera de las dos opciones te dejaba el poso justo para comentar la aventura en una sobremesa con amigas y punto. Ahora, la experiencia te genera un trauma que da para un podcast de 12 capítulos.

Antes si no te llamaban después de haberos enrollado o te ponían los cuernos, asumías que te había tocado un gilipollas, estabas un par de días mustia y al tercero te autoconvencías de que te habías librado de una buena. Ahora si ocurre eso, escriben hilos en X hablando de toxicidad y piden una sesión de urgencia con su psicóloga.

No cabe duda que hemos evolucionado, espero que a mejor, aunque entonces y ahora, a unos y a otras, nos haga falta más inteligencia emocional.

lunes, 2 de septiembre de 2024

Así se vacía la España vaciada

Hace más de 35 años, cuando dejé mi pueblo para estudiar en Madrid, disponía al menos de cinco frecuencias de autobús para desplazarme entre Toro y la capital cuando lo necesitaba, que solía ser en fines de semana y vacaciones, para mantener el vínculo con el hogar, la familia y los amigos. Algunos de los servicios eran directos, los llamados exprés. Por un poco más de dinero llegabas antes al evitar las paradas intermedias y viajabas en buses más cómodos, con más espacio entre asientos y una fila con plazas individuales. Por aquel entonces no había ni estación de autobuses en mi pueblo. El punto de salida y llegada era la puerta de un hostal ya desaparecido, el Doña Elvira. Auto Res era la empresa que operaba la línea Zamora-Madrid y en días puntuales, coincidiendo con fechas de alta demanda, llegaba a llenar dos autobuses en algunas de las frecuencias.

Con el paso del tiempo, Auto Res pasó a integrar el Grupo Avanza, yo me establecí de manera permanente en Madrid, entró un vehículo propio en mi vida permitiéndome regresar por mi cuenta cuando quisiera y dejé de ser una clienta asidua de estos buses que siguieron dando un servicio esencial a los vecinos de la zona, con cuatro frecuencias de ida y otras tantas de vuelta, cubriendo todos los horarios, y cambiando la puerta del hostal por una flamante estación de autobuses para descargar y cargar viajeros. Pero llegó la pandemia y parece que también hizo mella en este sistema de transporte público por carretera.

Estación de autobuses de Toro

A mediados de este mes de agosto, Avanza dejó de prestar este servicio y cedió el testigo a Alcalábus y Vigo Barcelona SAU, dos empresas del grupo gallego Monbus. Fueron las únicas interesadas en gestionar la línea regular entre Madrid y Zamora a la que había renunciado Avanza por ser un servicio poco rentable e insostenible. Según esta compañía, el escaso número de pasajeros diarios hacía inviable su continuidad económica. Hace más de un año, diez después de finalizar la concesión oficial, comunicó su decisión a la Dirección General de Transporte Terrestre y ha sido ahora cuando se ha materializado el traspaso tras completar el proceso de licitación del nuevo contrato.

El cambio de operador no ha estado exento de incidencias. Se han dado casos de viajeros que habían comprado billete de ida y vuelta en pleno periodo de migración, que realizaron el primer viaje con Avanza y perdieron su viaje de vuelta porque ya no existía ese autobús al coincidir su regreso con el estreno de Monbus. Por no mencionar que algunos de los viajes inaugurales han sido eternos porque los conductores desconocían los itinerarios que llevaban a los puntos de cada una de las paradas y tenían que dejarse guiar por los propios viajeros. Además, por lo que comentan los usuarios, el servicio no está destacando por su puntualidad, entre otras cosas porque un solo coche cubre la línea y va acumulando retrasos de un trayecto al siguiente. 



Sin embargo, el mayor problema de esta transición radica en las frecuencias. A diario, Toro se queda solo con dos y en horarios poco operativos. Se elimina el autobús más tempranero y que mayor utilidad tenía para estudiantes, trabajadores y enfermos: el de las 6:25 horas. De este modo, el primer coche del día parte ahora a las 10:55 y llega a su destino a la hora de comer, lo que no ayuda a compatibilizar la vida en Toro con los estudios o el trabajo en la capital. Tampoco les sirve a pacientes que están siendo sometidos a tratamientos médicos en hospitales de Madrid y que son citados generalmente a primera hora de la mañana.

No es que hayan eliminado frecuencias, sino que han suprimido la parada en Toro. Es decir, a las 6:00 y a las 17:00 salen desde la ciudad de Zamora buses directos a Madrid, pero que no entran en Toro para recoger viajeros. Igualmente, de vuelta, a las 21:00 horas se puede ir de Madrid a Zamora, pero no apearse en Toro.

El otro servicio diario pasa a las 21:25 y llega a las 00:30 horas a Madrid. Los viernes y domingos se suma a estos dos otro bus que sale a las 21:05. Resulta inevitable preguntarse qué sentido tiene programar dos frecuencias con media hora de diferencia y no a las tres o las cinco de la tarde.

Desde Madrid el primer autobús para llegar a Toro está programado a las 06:30 horas. Teniendo en cuenta que el Metro empieza a funcionar a las seis de la mañana, el margen para llegar a la estación es bastante ajustado. El otro servicio con parada en Toro tiene su horario de salida por la tarde, a la 16:30 horas, el único que mantiene cierta utilidad.

A raíz de la pandemia mucha gente decidió regresar al pueblo aprovechando el teletrabajo. Posteriormente, algunas empresas facilitaron el modelo híbrido, que combina el trabajo presencial una parte de la semana con el trabajo en remoto el resto de días. En estos casos, el autobús de las 6:25 horas resultaba ideal para desplazarse cuando tocaba. Lo mismo les ocurría a los estudiantes universitarios. La eliminación del servicio no deja más remedio que optar por el coche privado, acercarse a otros puntos de la zona con más oferta, aumentando el tiempo y el coste del viaje, o directamente abandonar el pueblo por las malas comunicaciones. Y luego que si la España vaciada.

Las quejas de los usuarios toresanos de momento no han servido de nada. Ahora el Ayuntamiento de Toro y la Diputación de Zamora han anunciado que van a reunirse con Monbus para intentar recuperar las frecuencias perdidas. Todo apunta a que la única solución a este problema está en manos de las administraciones, mediante ayudas, subvenciones o incentivos. No tiene sentido que a los políticos se les llene la boca con la lucha contra la despoblación y luego no se aseguren de que todos los ciudadanos, independientemente del territorio en el que habiten, tengan los mismos derechos y las facilidades para desplazarse a los puntos donde se concentran los servicios y la actividad.

Por acabar con buen sabor de boca y destacar algo positivo del cambio de operador de la línea, el precio del billete ha bajado casi 5 euros. Además, se ha incluido una parada en el Intercambiador de Moncloa, lo que evita ir hasta la Estación Sur de autobuses en Méndez Álvaro, hasta ahora punto de partida y destino. Pero eso es poco consuelo.

martes, 20 de agosto de 2024

Decepcionada con la visita gratuita al Monasterio de las Descalzas Reales

Llevaba tiempo sintiendo curiosidad por conocer el interior del Monasterio de las Descalzas Reales, un palacete enorme ubicado en pleno centro de Madrid, por donde paso cada día para ir a trabajar. Allí nació en el siglo XVI Juana de Austria, la hija menor del emperador Carlos V, y allí descansa su cuerpo. Pertenecía al tesorero de su padre y tras su regreso de Portugal, donde fue princesa, decidió instalarse allí y convertirlo en un monasterio de monjas clarisas. Hoy en día siguen viviendo allí una decena de religiosas que se enclaustran unas horas al día en una zona del monasterio mientras Patrimonio Nacional realiza visitas guiadas por el resto del complejo.

Alguna tarde vi que se formaban colas a la puerta del convento. Coincidía en miércoles o jueves. Luego supe que eran las franjas en las que la visita era gratuita, lo que te permitía ahorrarte los 8 euros de la entrada.

Hace unos días, aprovechando que estaba de vacaciones, allí me presente media hora antes de la hora de apertura confiando en que no hubiera mucha gente y pudiera entrar. Unas 25 personas aguardaban en las pocas sombras que había frente a la puerta. Se habían ido dando la vez unas a otras e hice lo propio. Precisamente ese es uno de los principales inconvenientes de esas visitas gratuitas, que no se puede reservar el tramo horario en el que deseas acudir a través de la página web de Patrimonio Nacional, como ocurre con las entradas de pago. Sería una manera de asegurarte que podrás entrar y ahorrarte una cola de espera que no te garantiza que accedas. El caso es que durante media hora bajo un sol de justicia y con más de 30 grados soporté la espera viendo cómo iba creciendo el número de visitantes que, como yo, aspiraban a conocer el palacio sin que nos costara un euro.

Hasta que no dieron las 4 de la tarde en el campanario del convento no se abrió la puerta. Para entonces ya habíamos abandonado las sombras en las que nos habíamos estado refugiando de una insolación segura y habíamos formado una fila delante de la entrada. Los primeros visitantes empezaron a entrar al recinto mientras crecía el rumor en la fila de quienes esperábamos turno de que cada visita estaba limitada a 20 personas. Y así fue. Cuando casi nos iba a tocar el turno, un amable caballero que luego resultó ser el guía nos informó de que la visita de las 16:00 horas estaba completa y que esa tarde solo habría otra más a las 17:00 horas. Ante la sorpresa y las quejas de los que nos habíamos quedado con la miel en los labios, el tipo alegó que solo estaban disponibles dos guías, solo se permitían las visitas guiadas y que no podían hacer otra cosa. La sola idea de tener que esperar una hora más bajo el sol se me hacía muy dura. Casi estaba a punto de tirar la toalla cuando afortunadamente se nos informó de que a los siguientes de la cola se nos daría una entrada con la que se reservaba nuestro acceso en la siguiente visita. Al menos podíamos irnos a tomar un café o recuperar el ánimo en algún establecimiento con aire acondicionado mientras hacíamos tiempo.

Llegada ya la hora, accedimos al convento donde nos aconsejaron que, mientras se incorporaba todo el grupo, nos sentáramos en una sala para coger fuerza “porque la visita dura una hora y es toda de pie”, nos explicó una mujer que nos daba la bienvenida. En contra de lo que podría pensarse, los muros del convento no aislaban de la temperatura exterior, así que en el interior hacía tanto calor como fuera. Los abanicos echaban humo entre los 18 afortunados que finalmente decidimos quedarnos, incluidos dos pobres niños. “Pueden darles agua para beber, porque hace mucho calor en el monasterio y esta mañana se nos desmayó un pequeño”, añadió la ‘amable’ empleada. Para rematar y hundir en la miseria a quienes iban con ganas de ir al baño, se adelantó a su pregunta y sentenció: “Aquí no hay lavabos, quien lo necesite que vaya a los de El Corte Inglés”. Una de las personas del grupo comentó que precisamente era lo que había hecho ella antes de que comenzara la visita y que le había tocado esperar una cola de 15 minutos. “¿Para mear?”, preguntó tan asombrada como desinhibida la empleada de Patrimonio Nacional.

Por fin apareció la guía que nos había tocado en suerte, una mujer estirada, que se limitó a recitar como un papagayo nombre de pintores y años, que apenas aportó datos o anécdotas que nos ayudaran a conocer la historia del convento y que, en cambio, no hacía más que llamar la atención con tono robótico a los visitantes que se acercaban demasiado a las verjas de pan de oro o que, para no desvanecerse, se sentaban en “bancos históricos”. Llegó a montarle bronca al padre de un niño que llevaba un pequeño ventilador porque pensaba que estaba bebiendo algo que no era agua. Previamente nos dejó bien claro que no quería salir en ninguna de nuestras fotografías y que nos abstuviéramos de disparar cuando ella estaba explicando. Todo esto deambulando tras ella por corredores y salas asfixiantes por la alta temperatura y lo recargado de sus paredes, repletas de cuadros, tapices y arte sacro, mientras un guardia de seguridad nos pisaba los talones para asegurarse de que no tocábamos nada.

La visita resultó larga, pesada, aburrida e incómoda. Salvo la monumental escalera principal del edificio, de estilo renacentista español, decorada con pinturas murales del siglo XVII, el resto me dejó fría (es un decir). Ni siquiera me sentí conmovida con los majestuosos tapices colgados en la sala donde antiguamente se ubicaban las celdas de las monjas. Entre otras cosas por la temperatura. No podía dejar de pensar en las monjas asfixiadas en verano y congeladas en invierno. Dudo que con esas temperaturas se puedan conservar de manera adecuada piezas tan valiosas. Quizá Patrimonio Nacional podía plantearse instalar algún sistema de climatización en esas partes del monasterio.

Ignoro si la visita de pago incluye la iglesia del monasterio, donde reposan los restos de Alfonso, Gonzalo y Francisco de Borbón. Desde luego, la versión ‘gorrona’ no. De hecho, veo que la de 8 euros dura alrededor de una hora y cuarto, mientras que esta no llegó (afortunadamente) a la hora, de modo que imagino que nos escatimaron rincones destacados del edificio. Es igual. No creo que en esas condiciones y con esa guía hubiera soportado más tiempo de visita.

martes, 13 de agosto de 2024

Estrés una vez al año no hace daño

Admitámoslo. Con los años se pierde espíritu aventurero y se gana prudencia. Crecen los temores y se reduce la espontaneidad. Empiezas a ver peligros en los que antes ni reparabas, quizá porque caes en la cuenta de que ya estás jugando la segunda mitad del partido y entiendes que cada vez te queda menos tiempo, así que no te puedes permitir el lujo de andar arriesgándolo. He llegado a esta conclusión en cuanto me he animado a organizar una escapada para conocer algún lugar en el extranjero aprovechando las vacaciones.

Cuando era más joven, la cercanía de un viaje fuera de España me emocionaba. Los preparativos, la maleta, el vuelo… todo me excitaba. Sentía mariposas en el estómago que se iban disipando una vez llegaba a mi destino, donde los nervios se convertían en pura ansia de conocerlo todo. Ahora, viajar no me excita. Me estresa, señal inequívoca de que he envejecido.



Antes, viajar a un país con otra moneda no me suponía ninguna preocupación. Es más, disfrutaba manejando billetes extraños e incluso conservaba de recuerdo la calderilla. Ahora, me he acostumbrado al euro y no puedo evitar pensar en los sablazos a comisiones que me darán los bancos por el cambio de divisa.

Antes no me agobiaban en exceso los gastos. O al menos no lo recuerdo. Imagino que eran otros tiempos en los que trabajaba para mi única subsistencia, así que cuando daba el paso de planear una aventura, lo hacía con todas las consecuencias, segura de que iba a ser la paga extra mejor empleada. Ahora intento autoconvencerme de que me merezco un viaje, que no he hecho nada extraordinario durante todo el año, que la vida son dos días y que, por un exceso puntual, a mis hijos no va a faltarles el sustento. Y casi me lo creo, si no fuera porque algo dentro de mí me recuerda machaconamente lo caro que es todo y que mi nómina va a quedarse corta para pagar la factura por cinco días de excursión a uno de los países más caros del planeta.

Antes, nunca me preocupaba de contratar ningún seguro de viaje específico. Al menos no lo recuerdo. Imagino que no pasaba por mi cabeza que pudiera sufrir un accidente o que, por mala pata, necesitara atención sanitaria e incluso repatriación. Ahora ando loca buscando la mejor cobertura calidad-precio en previsión del sablazo que supondría el copago por cualquier contingencia a pesar de disponer de la tarjeta sanitaria europea.

Antes, no había internet. Así que me informaba sobre el destino a través de las clásicas guías y me orientaba sobre el terreno con planos en papel. En cuanto a horarios, direcciones y lugares de interés, los consultaba con recepcionistas de hoteles, camareros de bares o cualquiera con el que me cruzara. Ahora, estoy tan acostumbrada a navegar con el móvil, incluso en países de la UE gracias al roaming, que me maldigo por no haber averiguado antes si en este destino podría utilizar mi teléfono con normalidad. El caso es que no, de modo que me tocará buscar una eSIM para poder tener datos en el extranjero. Entre otras cosas porque me preocupa también disponer del traductor para descifrar mensajes en idiomas que no hablo, como el francés o el alemán, y hacerme entender, algo que antes, como mi poca vergüenza nunca fue un problema.

Antes, hacer la maleta para un viaje no me llevaba más de cinco minutos. Ahora, me enfrento desquiciada al reto de sacar el máximo partido a una maleta de cabina, sabiendo además que la meteorología puede ser cambiante en este destino y voy a tener que empaquetar mucho ‘porsi’.

Antes, la alimentación en mi destino no era una prioridad. Me adaptaba a las circunstancias, y si había que comer de bocadillo o renunciar a alguna cena, no representaba un problema. Ahora viajo con una persona que sufre una intolerancia alimentaria, lo que reduce las posibilidades y condiciona la oferta culinaria. Además, a estas alturas de la vida, una ya no se come cualquier cosa.

Todo esto sin mencionar el miedo a volar, las dudas sobre la conveniencia o no de movernos en un coche de alquiler, el mal de altura si nos animamos a subir alguna montaña, los usos y costumbre locales… Ya sé lo que estáis pensando. Que me quede en casa y asunto resuelto. Ni de coña. Un poco de estrés no le hace daño a nadie.

lunes, 8 de julio de 2024

Cortar el cordón

Se dice que los hijos deberían venir con un manual de instrucciones bajo el brazo. Suelen emplear esta expresión los padres primerizos desbordados por su nueva condición. Ignoran entonces que esa fase no es la peor y que van a necesitar, en adelante y cada día, altas dosis de paciencia, consuelo y comprensión en su labor de progenitores.

Cuando uno decide tener un hijo adquiere una enorme responsabilidad y un férreo compromiso. Algo le obliga a proteger a esas criaturas, cuidarlas y acompañarlas en su desarrollo y lo hace como buenamente puede, se le ocurre o le aconsejan. Y así el resto de su vida. Aunque sus retoños hayan crecido y ya no le vean como figura de autoridad ni punto de referencia, algo le empuja a seguir diciéndoles machaconamente lo que es bueno o malo para ellos.

Así que un día tu hijo te retará, cuestionará cada una de tus órdenes, se saltará prohibiciones, romperá reglas y menospreciará principios plenamente asentados hasta entonces en el seno familiar. No sabrás si lo hace por el simple placer de llevarte la contraria o por tantear hasta donde puede tensar la cuerda y tus nervios. 

Un verano decidirá exponerse al sol sin protección a pesar de tus recomendaciones y se quemará. Y le dirás que al menos se aplique crema hidratante para aliviar el destrozo y no lo hará precisamente porque se lo has dicho tú.

Le echará mahonesa y ketchup a todas las comidas, a pesar de que le insistes en que debería hacer un uso puntual de esas salsas y no convertirlo en costumbre si no quiere seguir la estela de sus ancestros y que le aflore una diabetes. “Ya soy mayor de edad, si quiero matarme, me mato”, tendrás que oír de su boca.

Llenará un día la nevera con bebidas energéticas sobre las que le has advertido en múltiples ocasiones por su alto contenido de cafeína y azúcar, y cuando le pidas explicaciones, te recordará que tú no te privas de tu vinito y tu caña de vez en cuando.

Le insistirás en que vaya al dentista a su revisión anual, como lleva haciendo cada año desde que le salieron todos los dientes definitivos, para comprobar que todo está en orden y que no ha heredado el bruxismo de su padre, y te dirá que ya irá cuando lo crea conveniente.

Se machacará en el gimnasio para desarrollar sus músculos por encima de lo que a tu entender resulta estético y querrá tomar todo tipo de mierdas para que ese levantamiento de peso obtenga rápidos resultados, por mucho que le aconsejes frenar.

Perderá soberanamente el tiempo mirando chorradas por internet en vez de dedicarlo a su formación para el futuro y cuanto más se lo reproches menos caso te hará.

Y por fin un día, después de muchos desvelos, entenderás que a esas alturas no puedes hacer más de lo que ya has hecho y que no queda otra que cortar el cordón umbilical que os conectaba, confiar en que conserve algún poso de los valores que has ido inculcándole a lo largo de su vida y que eso, en momentos críticos, marque la diferencia y le salve de sí mismo.

sábado, 2 de marzo de 2024

Jodie Foster y las demás "avejentadas y feas"

Carlos Boyero la ha vuelto a armar. A pesar de estar, como quien dice, en retirada, su colaboración semanal en el programa de la Cadena SER ‘La ventana’, opinando sobre películas y series, le permite seguir pontificando sobre algo tan subjetivo como el arte cinematográfico. Sin embargo, el motivo de la polémica esta semana no ha sido tanto su crítica profesional sobre la última temporada de ‘True detective’ como su manera de referirse a su protagonista, Jodie Foster.

“Mira que quiero yo a Jodie Foster desde que era una niña y aquí no me gusta ni verla ni oírla. Está como avejentada... Es que ya es muy mayor, pero digamos que hay gente que envejece de una forma y otra de otra. Y a mí, aquí, yo creo que hay planos que la maquillan para que esté más fea", suelta sin despeinarse un señoro de 70 años, cara de cráter y aspecto de oler como poco a rancio, sobre una mujer de 61 que está interpretando un papel de jefa de Policía en Alaska.

Debo confesar que no he visto la serie, pero sí a la actriz en pantalla interpretando este papel porque el padre de mis hijos se ha tragado cada capítulo y, accidentalmente, me he topado con alguna escena cuando iba a lo mío. Cosas de la convivencia. Al principio me costó reconocerla. Luego me llamó la atención lo natural de su caracterización y terminé viéndome reflejada en su personaje por el triste cabello que compartimos. Ninguna de estas reflexiones las verbalicé.

Creo recordar que mi conviviente sí mencionó algo sobre el aspecto de la Foster, un tipo de comentario que suele hacer sobre mujeres que alguna vez consideró ‘sex-symbols’ y que el cruel paso del tiempo ha privado de esa etiqueta. Suele escocerme escucharle en esos términos porque siento que, si piensa eso de una 'celebrity', a saber qué se está callando sobre la decadencia de quien duerme junto a él. También me fastidia porque no suelo escuchárselos con tanta frecuencia a propósito de hombres que van haciéndose mayores. Debe ser que ellos nunca envejecen mal.

Boyero no es el único que se ‘traumatiza’ cuando descubre que una mujer icónica empieza a reflejar los efectos de la edad, signo inequívoco de que está viva. Son muchos los hombres que, todavía hoy, cultivan la fea costumbre de criticar públicamente el físico de las mujeres maduras, famosas y anónimas, aunque ninguno de ellos, curiosamente, suela destacar por su extraordinaria belleza o perfección estética.

Para Boyero (y los demás), lo ideal sería que Jodie Foster (y las demás) mantuviéramos el aspecto de treintañeras de por vida, con cada cosa en su sitio, sin arrugas en la cara, flacidez en el vientre y celulitis en los muslos que nos afean y delatan todo lo que hemos vivido. En definitiva, que fuéramos eternamente deseables para alegrarles la vista y que el mundo, su mundo, siguiera siendo maravilloso.

domingo, 14 de enero de 2024

Ahora o nunca

Conservo grupos de Whatsapp y canales de Telegram por encima de mis posibilidades. Confieso que sufro una especie de Diógenes en su variante digital. Se me desbordan en el teléfono móvil los vídeos y fotos que he hecho o recibido y no he borrado, casi tanto como los grupos de mensajería instantánea en los que me han metido o he creado y de los que nunca me he salido. Muchos de ellos tienen poca o nula actividad. Como mucho un “feliz año” con efecto dominó cuando manda el calendario o un “hay que quedar” que nunca fructifica.

En la mayoría de los casos ni siquiera recordaría el propósito de los chats si no fuera por su nombre: ‘Reunión’, ‘Cenamos el viernes’, ‘Elecciones 4M’, ‘Atrapa un millón’... En algunos de ellos lamentablemente hay miembros que incluso han fallecido. Hace poco saqué tiempo para eliminar grupos de cumpleaños escolares creados para concretar detalles del regalo y la fiesta en los que ya solo quedaba yo, lógico, una década después de la celebración y con el homenajeado ya en la universidad.



Con este historial a mis espaldas, resultaba de lo más normal que añadiera a mi basura digital un nuevo canal de Telegram en el que me han incluido sin pedirlo. De manera inesperada, semanas atrás, apareció un mensaje de un remitente desconocido. Al abrirlo descubrí que era un canal abierto que ofrecía consejos de bienestar, nutrición y belleza para mujeres cincuentonas. Al ampliar la imagen identifiqué a la mamá de una antigua compañera de colegio de mi hijo y exvecina. Imagino que conservaba mi número de aquella época y debió considerar que mi perfil me convertía en candidata a recibir ese tipo de coaching. No digo yo que no.

Podía haberme salido del canal, pero me he resistido. Desde entonces me han llegado recetas keto, información sobre las propiedades del ácido acético, los beneficios de los adaptógenos, instrucciones sobre cómo hacer bálsamo labial natural casero, la explicación sobre qué es el teff e ideas sobre alimentación antiinflamatoria. Todo muy interesante, la verdad. Aunque lo que me ha resultado más sorprendente, al margen de que alguien me haya incluido en su red sin apenas tener trato durante años, es su evolución profesional. La situaba trabajando como ingeniera en una multinacional de consultoría e ingeniería y de repente reaparecía transformada en coach de nutrición y buenos hábitos. Sospecho que debe compaginar ambas facetas y que quizá la proximidad de los 50 le ha hecho replantearse la vida y dedicarle más tiempo a una actividad que le hace más feliz que el empleo que le da de comer.

Semanas después, una notificación en Linkedin me descubría un caso muy parecido. Según el mensaje, el padre de otro antiguo amigo de la infancia de mi hijo, compañero de su equipo de fútbol, cumplía tres años en una empresa distinta a la que lo asociaba. Hacía tiempo que le había perdido la pista al separarse los caminos de nuestros respectivos retoños. El caso es que le recordaba como CEO y fundador de una consultoría financiera, pero ahora figura en una productora de artes escénicas. Tirando del hilo digital encontré su cuenta profesional en Instagram en la que se presentaba como cantante. Nunca habíamos intimado lo suficiente como para saber si esa afición la traía de serie o un buen día, al llegar a los 50, quiso darle un giro a su vida.

Al ver estas dos transformaciones me ha dado por pensar que los 50 son una especie de ‘ahora o nunca’. Son esa barrera psicológica que centrifuga a quien la alcanza hasta el punto de sentirse empujado a comenzar una nueva vida, la que siempre hubiera querido vivir, pero en la que no se enfocó porque la fecha de caducidad no se veía tan próxima ni tan real. Es como si de repente fueras consciente de que la vida son dos días y no puedes andar desperdiciándolos, así que te planteas sacarte las espinitas clavadas. A unos les da por el coaching emocional. A otros por correr maratones o practicar deportes extremos. Hay quienes prueban suerte con alguna pasión hasta entonces frustrada, por lo general relacionada con el arte. Y buena parte se apuntan a vivir nuevas experiencias, lo que incluye un amplio abanico que va desde lanzarse al enoturismo a volverse a enamorar como un adolescente.


Como en todo, generalizar es un error. Todo lo anterior le suele ocurrir solo a los valientes, a los que no temen que sus actos aceleren el final, a quienes no tienen sentido del ridículo, a los que se imponen a la rutina de la propia vida, a quienes se arriesgan a abandonar la comodidad del trabajo de 8 a 3 y con ello a no cotizar lo necesaria para que les quede una pensión de jubilación decente, a los que asumen que quizá les rompan el corazón y a quienes no les asusta poder equivocarse.

También hay algunos que llegan a los 50 y siguen vegetando, tan felices, como si nada.