Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

jueves, 26 de julio de 2018

Abrir el melón del lenguaje inclusivo

Creo que ya en alguna entrada anterior de este blog he manifestado la pereza que me da la discusión sobre eso que se ha dado en llamar el lenguaje inclusivo. En aquella ocasión venía a cuento por lo pesado que resulta un mitin político cuando el conferenciante se empeña en visibilizar a las mujeres expulsándolas del genérico de toda la vida y forzando su mención específica con el calzador de la forma en femenino: compañeros y compañeras, españoles y españolas, castellanoleoneses y castellanoleonesas… Les reto a que hagan un discurso incorporando en cada párrafo el gentilicio de mi comunidad autónoma desdoblado en masculino y femenino. Se cagan…

El colmo del absurdo en esta guerra fue el término portavoza, que en un principio pareció fruto de un error y que terminó convirtiéndose en un ingenioso invento reivindicado no sin esfuerzo por algunos, dado que al ser tan antinatural, como que cuesta sonar convincente en su defensa. Es imposible feminizar más una palabra femenina –voz- que, por otra parte, cuando se une con el prefijo porta- puede aplicarse indistintamente a hombres y mujeres precediéndola del artículo masculino o femenino según el caso.


La lengua, la semántica y la gramática, términos todos femeninos –qué casualidad-, nos proporcionan ejemplos de dan mucho juego y sirven para ilustrar este asunto peliagudo del género en el lenguaje. El sufijo -nte, en sus variantes -ante, -ente, -iente, -yente, sirve para formar adjetivos a partir de verbos y expresan qué o quién ejecuta la acción. Es decir, no tiene un género concreto, se podría utilizar indistintamente para hombres y mujeres. Ocurre algo parecido en los países anglosajones con las palabras inglesas acabadas en –nt. Lo cierto es que algunos sustantivos con esa terminación han generado en castellano una versión femenina que se ha terminado admitiendo (-nta), pero no una masculina (-nto). ¿Y qué hace que surjan estas variantes? Es más, ¿qué provoca que aparezcan en unos casos y no en otros? Digo yo que no será por capricho.

Pensemos en estudiante o cantante, nunca han necesitado una versión alternativa femenina específica. Ni siquiera delincuente. Por cierto, no es de esta familia de palabras pero estoy recordando el término homicida, acabado en a, lo que podría inducirnos a pensar que se trata de un vocablo femenino, pero que sirve para ambos géneros. No imagino a los hombres reclamando para sí una versión masculina. Probablemente por el significado y las connotaciones negativas. O simplemente porque es ridículo.

El caso de la palabra presidente es curioso. Se refiere a quien preside, independientemente de su género. El diccionario de la RAE contiene también desde 1803 la versión femenina acabada en ‘a’, cuyo uso se había documentado ya desde el siglo XV, eso sí, aplicada a las esposas de los presidentes, no a las mujeres que ostentaban una presidencia, más que nada porque no existían, lo de presidir era cosa de hombres.

Analicemos ahora la palabra asistente. Como el resto de términos con los que comparte sufijo, denomina a la persona que ejecuta la acción, en este caso, que asiste. Inmediatamente habréis pensado en hombre o mujer que ayuda a un alto cargo en su quehacer profesional diario. Pero cuando la feminizamos y utilizamos la variante asistenta, que figura en el diccionario, seguro que la imagen que se os aparece en la mente es la de una chacha.

En cuanto a farsante, tiene oficializada en el diccionario su farsanta, pero ¿cuántos de vosotros utilizáis el femenino para una mujer? Y no será porque no hay mujeres farsantes. O a una figurante, la mujer que hace bulto en una película, ¿cuántos la llamáis figuranta? Pues la palabra existe, pero las mayoría elegimos usar el neutro figurante.

Quiero decir con todo esto que el diccionario de la RAE es más rico y amplio de lo que muchos piensan. Y que es la lengua la que va evolucionando a la vez que los hispanohablantes, de modo que con el uso vamos moldeándola y enriqueciéndola, siempre dentro de unas normas que permiten que los que la empleamos para comunicarnos sigamos entendiéndonos.

Así que cuando la vicepresidenta anunció que el Gobierno pretendía revisar la Constitución para adecuarla a un lenguaje inclusivo y que solicitaría a la RAE su asesoramiento, primero no di crédito. Podría darse la paradoja de que por fin se reformara la Constitución, pero no para desatascar el tema catalán, ni para eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona (art. 57), o suprimir la coletilla del artículo sobre la abolición de la pena de muerte que dice salvo "lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra" (art. 15), o actualizar el artículo en el que, al hablar del secreto de las comunicaciones, se menciona el telégrafo -hoy que ya nadie manda telegramas- (art.18), o fulminar de la Carta Magna la referencia al servicio militar obligatorio (art.30).

Y supongo que ya que quieren hacer un lenguaje inclusivo, no será solo para incluir a la mujer, sino también refinar la manera de denominar a los que llama el texto ‘disminuidos’ (art.49) para que no chirríe tanto en estos tiempos de personas con discapacidad o diversas capacidades. Y ya puestos, para que tenga algún sentido eso de que todos somos iguales ante la ley, podían cargarse la inmunidad de los diputados y senadores (art.71).

Pero no, no ha mencionado nada de eso Carmen Calvo quien, por otra parte, al comprobar lo poco receptivos que están en la RAE con su propuesta, ya ha avisado: la revisión del lenguaje de la Constitución se hará con o sin ellos. Pues que se vayan preparando quienes tengan que pelar esta patata caliente. Por poner un ejemplo de la locura que será, basta elegir el último artículo mencionado, el 71. Este artículo cuenta con cuatro puntos y en cada uno de ellos se menciona a los Diputados y Senadores, imaginad lo que puede ser el desdoble. “Los Diputados y Diputadas y los Senadores y Senadoras gozarán de inviolabilidad… bla bla bla”. No digo más.

En definitiva, creo que la lengua está viva y que va evolucionando a medida que cambia y se desarrolla la sociedad que la emplea para comunicarse. Claro que los textos legales deben emplear un lenguaje no sexista que contemple y respete a todos, pero no creo que forzar porque sí la simple incorporación de la versión femenina de las palabras neutras en la Constitución o poblarla de expresiones genéricas del tipo ‘personas’, ‘ciudadanía’ o ‘población’ vaya a significar un cambio sustancial en nuestra sociedad. Prefiero que llamemos a los cambios entre todos. Que por ejemplo, un día, dejemos de asociar asistenta con chacha, porque en el sector del servicio doméstico haya igualmente hombres y mujeres, y que la que colabora estrechamente con un alto cargo pueda hacerse llamar asistenta sin correr el riesgo de que la confundan.  O que cuanto antes dejen de tener connotaciones negativas los femeninos de palabras como perro, zorro, cerdo...

Esto por no mencionar que, hasta el momento, el Gobierno solo ha manifestado su interés por visibilizar a las mujeres. Pero, ¿qué pasa con las personas transgénero, género no binario o las que simplemente no se ven reflejadas en ninguna de las definiciones -masculina y femenina-?  Estas personas suelen reivindicar para ellas otro género neutro, el que simbólicamente aparece marcado por una ‘e’ al final de artículos, sustantivos y adjetivos. Sí, esto también era nuevo para mí, pero como tengo una hija a la que le fascina este tema tanto como para soltarte a bocajarro en una conversación  expresiones como cisheteropatriarcado o heteronormativo, te das cuenta de que hoy las cosas ya no se resumen en blanco y negro, masculino y femenino. Así que todo puede ser todavía más complejo. Quizá Carmen Calvo debía plantearse antes de nada si quiere abrir este melón.

sábado, 21 de julio de 2018

La leche que os han dado

Cuando era una cría y vivía en mi pueblo, cada día temprano pasaba por casa Antonio, el lechero. Trabajaba como empleado de una vaquería que suministraba leche cruda a granel a los vecinos. En cuanto tocaba el llamador, mi abuela cogía una cazuela y bajaba a abrirle. Antonio entraba en el portal cargando con una enorme lechera metálica. En la mano libre manejaba una taza a modo de medidor con la que calculaba con precisión los cuartos de leche cruda que vertía en el cazo. Luego guardaba las monedas que le daba mi abuela en una cartera de cuero atada al cinturón, se despedía con una broma y reanudaba su ronda por el vecindario. Una vez que Antonio se iba, en la entrada de casa permanecía durante unos minutos el olor a vaca y a leche recién ordeñada. Si no lo habéis olido nunca, es inútil que acerquéis la nariz al orificio del tetrabrik, no se parece en nada. Después mi abuela ponía la cazuela al fuego para hervir la leche, no sin antes introducir en el líquido un artilugio con forma de tubo que asomaba en el centro del cazo.  Servía para evitar que la leche se desbordara al empezar a hervir. No recuerdo haberlo perguntado nunca, pero aprendí que había que hervir la leche para esterilizarla, matar cualquier bicho que pudiera portar, y asegurarnos así de que no era peligrosa para nuestra salud. Concluido el proceso, había que dejar enfriar y reposar la leche. Era entonces cuando se creaba una capa de nata en la superficie que le chiflaba a mi padre y se zampaba a cucharadas y que a mí me daba náuseas. Nunca he soportado la nata en la leche. Benditos coladores.


Me ha venido a la mente esto que ocurría en un pueblo castellanoleonés cualquiera hace así como 40 años, al hilo de la discusión que ha surgido por la moda de consumir leche cruda. Porque sí, amigos, entre las nuevas tendencias de nutrición está la vuelta a todo lo natural y quienes defienden y practican esta filosofía consideran que no hay nada más natural que llevar la leche directamente de la ubre de la vaca a tu boca.  El propio Gobierno de la Generalitat ha aprobado un decreto que levanta la veda a la venta de este producto, que durante años no se ha podido adquirir por seguridad alimentaria, y que pretende fortalecer el sector. No discuto que promover la compra directa de leche a los ganaderos pueda darles un poco de vidilla, pero de ahí a reivindicar que se consuma la leche así, a pelo, como lo ha hecho la consejera de Agricultura, me parece una temeridad. Lo sabía hasta mi abuela, que se encargaba de exterminar posibles bacterias al modo casero para evitar, por ejemplo, una diarrea, que era el más benigno de los riesgos.

Entonces, cuando yo era una cría, no podía elegir, era la única manera de tomar leche. Ahora, 40 años después, cuando puedes escoger entre múltiples variedades, hay gente que retrocede en el tiempo, se salta incluso la precaución del hervido, cuestiona los peligros que entraña su consumo en crudo y defiende que son mucho mayores los beneficios que ofrece para la digestión, argumento completamente opuesto al de la mayoría de expertos. Este hilo en Twitter es muy divulgativo.



A mí particularmente la leche no me vuelve loca y la poca que consumo es UHT semidesnatada en brik. Confío en que la industria alimentaria mantenga unos mínimos estándares de calidad y que las autoridades realicen todos los controles sanitarios necesarios para que así sea. Unas garantías que lamentablemente lo ‘natural’ no siempre reúne cuando se trata del proceso de conservación. Es cierto que cuando vuelvo a mi tierra o visito cualquier otro pueblo, detecto que la fruta y la verdura no saben igual, de hecho tienen sabor, mientras que la que compramos en el súper es más insípida. No se me ocurre mejor campaña que esa, animar a la gente a viajar y probar los productos locales, para fomentar la venta de proximidad y la economía circular. Siempre, eso sí, que los productores hayan tomado para su elaboración todas las precauciones que establecen las autoridades.

Suena bien eso de llevar una vida hippie y slow, subsistir consumiendo productos sin procesar, recuperar la conexión con la tierra y regresar a la vida natural. Yo sé lo que es. He pasado por ahí. Hace 40 años me alimentaban con lo que recolectaban los labradores de la zona y nuestra despensa se animaba coincidiendo con las tradicionales matanzas. Vivíamos en una casa sin calefacción, solo teníamos una estufa de butano, un brasero de carbón y otro eléctrico. Todos estos medios empleados para mantenernos a una temperatura digna los concentrábamos en la zona donde pasábamos más horas. Cuando se acercaba el momento de ir a dormir, preparábamos unas bolsas de agua caliente y echábamos a suertes a quién le tocaba subir a meterlas en cada una de las camas. Era la única manera de ir caldeando las sábanas y no congelarnos mientras tratábamos de conciliar el sueño bajo tres capas de mantas.

Hoy tengo calefacción de  gas natural, la enciendo cuando tengo frío y disfruto de lo que se llama confort. Crecí feliz y sana, sí, pero nunca renunciaría a la vida tal y como ahora la conozco, a la evolución que está experimentando el mundo y a los avances que el ser humano ha ido logrando. Lo siento, pero me cuesta sintonizar con quienes se empeñan en ir para atrás y luchar contra el progreso. Y si lo que está en cuestión es la supervivencia del planeta, estoy convencida de que se puede conciliar el desarrollo con el respeto medioambiental.

A quienes abanderan este movimiento les pregunto si les gusta tener agua al abrir el grifo; que salga caliente cuando les apetece una ducha; llegar en pocas horas a su destino en un avión o un tren de alta velocidad; no pasar frío en invierno ni calor en verano; llevar un reloj que les dé más que la hora; que ante una enfermedad, el hospital no repare en medios tecnológicos para acertar con el diagnóstico y la cura; o disponer de un móvil con conexión a internet en el lugar más recóndito del planeta para poder tuitear -y que lo sepa todo el mundo- que están viviendo en contacto con la naturaleza, como sus ancestros. Y, cómo no, subir a la red una foto para demostrarlo. Todo muy natural. 

sábado, 14 de julio de 2018

Impresiones sobre el Camino de Santiago de una peregrina primeriza

Acabo de hacer el Camino de Santiago con mis hijos y su padre. Han sido 118 kilómetros divididos en cinco etapas, justo el último tramo, la parte más transitada, lo que todo el mundo suele hacer cuando decide lanzarse a esta aventura. En este post voy a compartir con vosotros cómo ha sido la experiencia.

Era nuestra primera vez y no estábamos seguros de ser capaces de superar la prueba. No me refiero solo a la caminata, sino a la convivencia constante en circunstancias tan particulares. En un intento por reducir las posibilidades de terminar tirándonos de los pelos, elegimos el trayecto más cómodo con la distancia mínima exigible para poder presumir de haber hecho el Camino y tener derecho a la Compostela, ese pergamino que acredita en latín que has logrado la gesta. Eso suponía recorrer cada día entre 20 y 25 kilómetros, estableciendo como punto de partida Sarria (Lugo) y parando en Portomarín, Palas de Rei, Arzúa y Pedrouzo hasta llegar a Santiago. 

Además, para no arriesgarnos a quedarnos sin sitio donde dormir, decidimos buscar los alojamientos con anterioridad y reservar habitaciones en apartamentos, pensiones y hoteles de nuestro itinerario. En Booking lo tienen muy automatizado y directamente casi se adelantan a tus deseos. Para terminar de redondear el chollo, en vez de ir cargando con el equipaje a la espalda en forma de pesado fardo, hicimos uso de ese gran invento de Correos que se llama Pack Mochila. Hay otras empresas locales que también ofrecen este mismo servicio. Te llevan el equipaje de un punto a otro de tu recorrido por un módico precio. En este caso, 4€ maleta/día. Así que cuando llegas agotado al final de cada etapa, tu maleta o mochila te espera con los brazos abiertos en el hotel.

Como veis, se puede decir que preferimos no dejar nada a la improvisación para que la única aventura fuera vivir el Camino. Aviso que esta modalidad tan poco hippie al final te sale casi más cara que irte a la playa en temporada alta. Lo suyo sería ir cargando con lo justo, tratar de dormir en albergues gratuitos, o donde encuentres refugio, y alimentarte a base de ofertas de los supermercados locales por los que vas pasando. Eso es fácil cuando tienes 20 años, pero a mi edad la pereza y la comodidad te anulan la voluntad. No descarto, de todos modos, probarlo algún día, pero sin críos.

Hablando de ellos, temíamos que los niños no aguantaran el ritmo, que se cansaran y tuviéramos que ir tirando de ellos, que dijeran “hasta aquí” y hubiera que abortar el plan, que cinco horas desconectados de internet les provocaran una especie de mono tecnológico… Pues nada de nada. Fue una de las más agradables sorpresas de este viaje. Sí, se cansaron, como todos, pero nunca hicieron peligrar lo planificado. Al contrario, fuimos los adultos quienes acusamos más los kilómetros y el esfuerzo. Tanto que llegamos a la recta final hechos cisco y de milagro, con unas ampollas en las plantas de los pies de su padre y una inoportuna tendinitis en la zona de mi tibia derecha.

Al margen de la actividad física y de los citados contratiempos, hacer el Camino de Santiago es una experiencia única: levantarte al amanecer, cargar las pilas con un buen desayuno, ponerte en marcha a través de bosques de eucaliptos y que tus pisadas despierten a los pájaros, provoca una sensación difícilmente comparable. Probablemente cuando te adentras en el Camino estás predispuesto a asimilar muy positivamente todo este tipo de estímulos, hasta el punto de que generas endorfinas con el simple hecho de cruzarte con un puñado de vacas, seguir las flechas amarillas, calcular con los mojones la distancia recorrida o familiarizarte con las caras de los peregrinos que al adelantarte te saludan con la frase que más se escucha por la ruta: “¡Buen Camino!”.

Por ponerle una pega a este idílico paisaje que os pinto, destacaría algo que no sería culpa del Camino sino de los peregrinos que lo recorren: la cantidad de pintadas que decoran todo el itinerario. No solo en los mojones y letreros que marcan la dirección, sino en fachadas y muros de aldeas e incluso en árboles. Hemos visto declaraciones de amor, dedicatorias, promesas, ánimos a los caminantes, frases motivadoras en todos los idiomas... Pero, ¿quién narices se va a hacer el Camino de Santiago con rotuladores de colores o un aerosol para hacer grafiti en el equipaje?

Por no mencionar esos pequeños recodos en las sendas que reconoces al instante como váteres improvisados por la cantidad de pañuelos de papel que los marcan o directamente por la mierda humana que alguien plantó tras un inesperado apretón. Y no lo entiendo. Esa era una de mis preocupaciones, cómo nos las apañaríamos con esas ‘necesidades’. Pero una vez allí las dudas se disipan al darte cuenta de que, al menos en esa parte de la ruta, abundan los bares y restaurantes a cada paso. Vale, sí, especifican en sus aseos que son de uso exclusivo para los clientes, pero siempre puedes usarlos después de tomarte un café o directamente colarte con discreción. Y si no, en último extremo, si la vejiga decide no colaborar y te encuentras lejos de cualquier baño público, los bosques son tan extensos y poblados que es fácil encontrar un lugar discreto a salvo de miradas. Siempre, eso sí, procurando no dejar restos que tardan demasiado en degradarse.

Creo que ha quedado claro que la experiencia ha sido tan buena o incluso mejor de cómo la pintan, que ha superado con creces todas mis expectativas y que recomiendo que todo el mundo la viva al menos una vez en la vida. Por si tenéis intención de seguir mi consejo a corto plazo, voy a terminar repasando 10 cosas que he aprendido del Camino de Santiago y que podrían servirle al peregrino primerizo:

1-La elección sobre cómo te trasladas hasta el punto de partida es importante. Nosotros decidimos ir en coche y dejarlo en el parking del aeropuerto de Santiago para, desde allí, llegar en transporte público hasta nuestra ciudad de salida. Y no es sencillo. En el mejor de los casos pierdes toda una jornada en el proceso para encajar horarios. En nuestro caso optamos por enlazar dos trayectos en autobús, uno de Santiago a Lugo y después otro de allí hasta Sarria. Hay quien prefiere hacerlo a la inversa, es decir, acabar el camino y regresar inmediatamente a por el coche al inicio del itinerario. Sospecho que cada vez más se están imponiendo los viajes organizados que además de incluir el transporte de maletas y la reserva de hospedaje, también te llevan de un punto a otro una vez concluyes el recorrido.

2-No fuerces la máquina. No hay obligación de batir records de velocidad, mucho menos si llevas el alojamiento reservado. Por experiencia propia, visto lo visto, lo mejor es tomárselo como un paseo ligero, parar las veces que haga falta y sacarle todo el partido a tus sentidos. Procura que te dé tiempo a contemplar cada detalle que te sale al paso, escuchar los sonidos que te envuelven y percibir todos los aromas, no solo el hechizante olor a eucalipto, sino también la peste a mierda de vaca y abono. Estás en el campo, ¿qué quieres?


3-Procura ir acompañado de alguien dispuesto a masajearte las piernas con fluido relajante y refrescante cada día. Dedicar una parte de la tarde a remolonear en la cama y a disfrutar de un buen masaje es fundamental para la recuperación de cara a la siguiente jornada. Si vas solo, tendrás que hacerlo tú mismo, pedir favores por ahí o recurrir a cualquiera de los especialistas disponibles en cada pueblo final de etapa. No hay problema para encontrar fisios y podólogos.

4-Olvídate de adelgazar. Es imposible. Lo que pierdes por el ejercicio de caminar cinco horas seguidas lo recuperas con creces en los avituallamientos: que si la empanada, el pincho de tortilla, la Estrella Galicia, el albariño, el pulpo o el menú del peregrino con su vino y su pan gallego... Una ruina. He vuelto con dos kilos de más.

5-Si renuncias al albergue porque lo de aguantar los ronquidos y pedos de desconocidos o compartir el baño no te convence y prefieres pasar de pantalla al nivel ‘pensión’, te recuerdo que el concepto ‘pensión’ es muy amplio. Un día estás en lo que parece un antiguo piso con los muebles heredados de la bisabuela y los raíles de la mampara de la ducha oxidados, y al día siguiente te dan ganas de quedarte a vivir en la habitación y tienen que sacarte a rastras para conocer el  pueblo. La calidad y el precio de este tipo de alojamientos suele aumentar a medida que te aproximas a Compostela. De todos modos, también os digo que cuando uno está reventado, con tener un colchón en el que tumbarse se da por satisfecho.

6-No sé cómo será la vida de peregrino con lluvia, imagino que más incómoda. Yo no pude estrenar mi chubasquero, porque tuvimos la ‘suerte’ de encontrarnos con buen tiempo. Calor para ser más exactos. Así que en alguna etapa en la que las sendas van en paralelo con la carretera o atraviesan zonas despejadas, la caminata se hace mucho más dura y el Camino pierde toda su gracia. No hay duda de que la belleza de este viaje está en los espesos bosques por los que te adentras y que, en jornadas tan soleadas como las que hemos vivido, te protegen de una insolación.



7-Lo de ir poniendo sellos en la Credencial del Peregrino es un entretenimiento para grandes y pequeños. He visto tanto a adolescentes como a talluditos –entre los que me encuentro- hacer cola para que les estamparan una leyenda en su Credencial. Yo que cuando me saqué el pasaporte hace mil años soñaba con abarrotarlo con marcas de aduanas de todo el mundo -y a lo más que llegué fue a coleccionar 3 míseros sellos-, me he quitado la espinita con este otro pasaporte. Se consigue por 2 euros en cualquiera de las iglesias donde comienzas el viaje, en las Asociaciones de Amigos del Camino y en otros establecimientos implicados en su mantenimiento. Una vez que te pones en marcha, debes ir adornándolo con los sellos que encuentras en ermitas, bares, tiendas y hasta en puestos ambulantes espontáneos de gente que se busca la vida al abrigo de la ruta. Todas esas marcas con su fecha acreditan que has ido pasando por cada lugar y cubriendo la ruta. Recomiendan que, como mínimo, haya dos por etapa, al menos uno religioso, para que en Santiago lo consideren válido y te otorguen la Compostela. Eso dicen, no estoy segura de que en mi caso miraran al detalle todo lo que aparecía. Por cierto, poned atención porque la Compostela es gratuita, pero existe la opción de solicitar además otro pergamino donde se refleja de manera personalizada el trayecto y los kilómetros recorridos y que vale 3 euros. Si no os lo ofrecen y os hace ilusión tenerlo, pedidlo.

8-La gente que peregrina a Santiago lo hace por múltiples razones. Aunque la motivación religiosa está en el origen de la ruta jacobea, la mayor parte de los peregrinos que nos hemos encontrado parecían darle un enfoque turístico a esta actividad, concebida como una manera lúdica de descubrir Galicia. Saltaba a la vista también que muchos se lo tomaban como una aventura deportiva en contacto con la naturaleza. En nuestro caso convergían ambos objetivos unidos a un tercero, que era la intención de compartir un reto en familia. En cualquier caso, no es difícil detectar otro tipo de peregrinos que caminan en solitario, envueltos en una especie de halo espiritual, que avanzan en silencio y a los que, en algún momento de la ruta, llegas a envidiar. Así que si vas solo, disfruta de esos momentos y si vas acompañado, aprovecha los ratos en los que el cansancio os impide hablar. Saben a gloria.

9-Ábrete a socializar. En el Camino terminas conociendo gente. Nosotros que íbamos en plan familiar, muy de grupo cerrado, nos hemos relacionado poco con los demás peregrinos, lo justo para terminar saludando cortésmente a aquellos con los que más veces coincidimos. Pero hemos sido testigos de cómo se fraguaban amistades en tramos del recorrido, en entradas de albergues o alrededor de una mesa compartida por desconocidos a la hora de comer en un bar. Tengo la sensación de que también hay quien encuentra más aventuras en el Camino que el propio Camino.

10-A la hora de alcanzar la meta, unos lo viven con euforia y otros, como yo, somos presas de un bajonazo. Los cinco kilómetros que van del Monte do Gozo a la Plaza del Obradorio se me hicieron eternos, así que cuando llegué frente a la catedral tenía poquitas ganas de abrazarme a nadie ni hacerme el clásico y obligado selfie. Sentí como si la recompensa no fuera llegar al destino, sino el propio camino recorrido. Ya por la tarde, una vez duchada, comida y descansada, regresé al mismo lugar y sentada en el suelo, apoyada sobre los soportales del Pazo de Raxoi, frente a la catedral, entonces ya sí, fui capaz de admirar y asimilar tranquilamente -y descalza- lo lejos que había llegado en mi Camino.