Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

martes, 25 de septiembre de 2018

Remedios que no tienen remedio

Hace unos años, cuando mis hijos eran pequeños y en invierno nos tocaba ir con cierta frecuencia al centro de salud de urgencia por las dichosas bronquitis y demás itis, en alguna ocasión nos atendió una pediatra con aspecto de amish que parecía recién salida de la película ‘Único testigo’. Tenía tendencia a prescribir terapias alternativas. La llamábamos familiarmente ‘la hierbas’ porque nunca nos recetaba antibióticos ni cualquier otro medicamento, sino remedios caseros. No logro recordar si sus indicaciones tenían éxito. Más bien creo que nos tocaba regresar al día siguiente a la consulta de nuestro pediatra habitual para revisar el estado de los niños y terminábamos tomando el santo Augmentine.


Yo no soy muy dada a drogarme o, más bien, automedicarme. Prefiero evitar un Ibuprofeno y quitarme el dolor de cabeza a base de masaje o cura de sueño. La química no es lo mío.  Tengo la -quizá infantil- impresión de que va a anular mi voluntad o afectar a mis sentidos, impidiéndome ser consciente de la realidad. Y a mí me gusta estar consciente. No me he tomado un Lexatin en mi vida, con eso digo todo. Si es cuestión de relajarme, prefiero una copa de vino, que bien mirado también es química… Entenderéis entonces que nunca haya tenido especial interés tampoco en que a mis pequeños les inflaran de antibióticos para destrozar su flora intestinal, pero tengo perfectamente asumido que el remedio más efectivo para determinadas enfermedades está en la medicina. Una infección no se cura con una cataplasma. El colesterol alto no se corrige con yogures, por mucho que lo ponga en la etiqueta. Ni la hipertensión se controla solo a base de infusiones de valeriana.

De vez en cuando se leen casos terribles de pacientes con cáncer que cometieron el error de pensar que la solución a su dolencia estaba fuera de la medicina. Yo misma tengo ejemplos de personas muy cercanas a las que la homeopatía aceleró su enfermedad y su final. No porque en sí esa terapia de curandero fuera perjudicial, sino porque abandonaron el tratamiento médico convencional, prescrito por su médico, y en su lugar confiaron a ciegas en una pseudociencia a la que habían llegado vía internet. Así que me alegro de que por fin médicos y científicos se haya levantado y reclamen que las autoridades actúen en este campo.

¿Cómo es posible que médicos hechos y derechos pueden confiar en estas terapias sin ninguna base científica y prescribirlas de manera tan irresponsable? ¿En qué cabeza cabe que farmacéuticos colegiados exhiban en sus vitrinas productos homeopáticos e incluso los ofrezcan en lugar de otros que sí han demostrado su efectividad y pasado todos los controles habidos y por haber? Ahí está el problema, creo yo, en la confusión que genera esta situación en el paciente, que por defecto confía en lo que le recomienden su médico y su farmacéutico.

La propia Asociación Nacional de Homeopatía solo se ha defendido de esta acusación señalando que ellos en ningún caso ofrecen sus productos como alternativa o terapia sustitutiva de la medicina, sino como complementaria. Todas estas pseudociencias son como las recetas de la abuela, como la manzanilla con anís para el dolor de tripa por gases, o el poleo para las digestiones pesadas. Simple agua con azúcar. En muchos casos un mero placebo cuya efectividad se basa en la sugestión. Vale, puede que no sean directamente perjudiciales para la salud, pero tampoco consiguen ningún resultado cuando se trata de patologías graves. Más bien desvían del objetivo principal, que es sanar, y hacen perder el tiempo y el dinero. Por eso no digo que haya que prohibir la comercialización de estos productos, pero sí exigirles controles de calidad,  condicionar el contenido de su etiqueta a la realización de ensayos clínicos reales que avalen sus propiedades y restringir su venta a espacios concretos, como por ejemplo los herbolarios, donde el consumidor sea consciente de su verdadera naturaleza. Y así, una vez estemos perfectamente informados, luego que cada uno decida qué tipo de sustancias quiere meterse al cuerpo.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Perder los papeles

Hondarribia celebra cada 8 de septiembre su Alarde, una fiesta en la que los vecinos emulan a un batallón de antiguos soldados y desfilan hasta el santuario de la virgen de Guadalupe para cumplir la promesa que hicieron en 1638. En plena guerra de los 30 años, asediada la ciudad por las tropas francesas, los hombres le rogaron a la virgen que les echara una mano en la contienda. Después de 69 días, por intercesión divina o humana, vaya usted a saber, consiguieron liberarse del sitio galo. Desde entonces cada año peregrinan a ritmo de marcha recreando otros tiempos en una tradición milenaria que, en principio, reservaba los principales papeles a los hombres.  Si las mujeres querían participar tenían que conformarse con interpretar el rol de cantineras. 


Si os fijáis en esta imagen de 1919, tomada por el fotógrafo Ricardo Martín y titulada 'Celebración del alarde de Hondarribia con motivo de la celebración de sus fiestas patronales', podréis distinguir una sola mujer -la cantinera- entre todos los hombres. 

Así era hasta que en 1996 un grupo de mujeres reivindicó su derecho a hacer también de soldados. Entonces se creó una compañía mixta, Jaizkibel, en la que desfilan con su uniforme y su escopeta tanto hombres como mujeres.

Los más puristas están en contra de la participación de las féminas y cada año se lo hacen saber. La crispación es tal que las compañías tradicionales y las igualitarias desfilan por separado. Aunque ya han pasado 22 años desde aquel primer Alarde con chicas en sus filas, se siguen dando protestas. En la última edición los críticos cubrieron el itinerario que debía recorrer la agrupación con plásticos negros, prepararon un pasillo en el que se colocaron exhibiendo carteles con el lema Betiko Alardea (Alarde tradicional, en euskera) y montaron un follón ensordecedor pitando con silbatos para impedir que se escuchara la música que iba interpretando la compañía con sus pífanos y tambores.

Lo más llamativo del caso es que la mayoría de las personas implicadas en el boicot eran mujeres. Mujeres enfadadas porque otras mujeres quieren poder hacer lo que durante años ha estado reservado a hombres, osando poner en peligro una tradición. No lo entiendo. Y que me disculpen los de Hondarribia si me falta algo de terruño para asimilarlo. Digo yo que el Alarde no es más que una escenificación, un gesto, un teatro, una liturgia, una tradición que nace de recrear un hecho histórico. Lo importante es desfilar uniformados, que suenen las marchas militares y que todos los vecinos del pueblo celebren felices que no son franceses gracias a la virgen. Qué más da si en las filas de los soldados hay mujeres con boina, pantalón y fusil. Que alguien me expliquen qué terrible catástrofe puede desatar la presencia de varias mujeres vestidas de hombres recordando también a sus antepasados. Máxime en los tiempos que corren. Es evidente que en 1638 quienes lucharon contra los franceses fueron hombres, pero no va a cambiar la historia porque ahora haya mujeres participando en el Alarde.

Me ocurría lo mismo con las cofradías de Semana Santa que prohibían la participación de mujeres nazarenas. Con mantilla y peineta, lo que quisieran, pero con capirote no. Afortunadamente van entrado en razón. Es una escenificación, un ritual, un teatro, un ceremonial… Cualquiera con ganas y un mínimo de implicación puede formar parte de la celebración, independientemente de su género. Y que me perdonen los piadosos si he cometido involuntariamente un sacrilegio.

Todo esto me recuerda, salvando las distancias, un par de polémicas que ha dado el cine últimamente. En el mes de julio de este año la actriz Scarlett Johannson rechazaba un papel de hombre transgénero en “Rub & Tug” cuando la presión popular se volvió insoportable. Poco después a Paco León también le llovieron las críticas por interpretar a una mujer trans en la serie “La casa de las flores”. En ambos casos la crítica principal procedía de colectivos transexuales que criticaban que no se contara con actores o actrices trans para interpretar esos papeles. Bueno, ni esos ni los otros, porque precisamente su condición les cierra muchas puertas en el cine. Ni encasillarse pueden. Entiendo su postura y lo difícil que lo tienen todavía, pero siento decirles que el cine es ficción, mentira, interpretación. Y el mayor talento de una película y de un intérprete es que nos los creamos tanto que nos hagan olvidar que debajo del personaje hay alguien haciendo un papel. Sea como sea.

La actriz Linda Hunt interpretó a un hombre en “El año que vivimos peligrosamente”, de Peter Weir, y se llevó un Oscar. Si no habéis visto la película, deberíais. Consigue que te olvides de que es una actriz la que da vida a un fotógrafo bajito. John Travolta en “Hairspray” hace de una rechoncha madre sobreprotectora de los años 60 y su caracterización no desentona con la estética de la película. Hasta el punto de que a los diez minutos dejas de fijarte en el Travolta travestido y ya solo ves a Edna. Y qué me decís de Jared Leto… En Dallas Buyers Club era trans y VIH, pero nadie concibe que en el casting para el papel se considerara un plus ser seropositivo. Por rizar un poco más el rizo, Octavi Pujades y Ana Cela son médicos de verdad además de intérpretes. ¿Qué hacemos? ¿Les damos solo a ellos papeles en Anatomía de Grey y echamos a la impostora que hace de Meredith?

domingo, 2 de septiembre de 2018

Trenes que pasan cuando ya no los esperas

A comienzos de septiembre suelen abundar los reportajes y noticias relacionadas con el síndrome posvacacional. Siempre me han parecido rellenos muy ofensivos, sobre todo por su poca sensibilidad hacia aquellos que no pueden permitirse el lujo de disfrutar de unas vacaciones y, por supuesto, el único estrés que les atenaza es no encontrar un empleo. Hace un año yo estaba así y os puedo asegurar que detestaba escuchar hablar de lo duro que se les hacía a algunos volver al trabajo. Afortunadamente ahora las cosas han cambiado para mí, pero sigo pensando que el síndrome posvacacional es un bluf y que los medios deberían evitar ese contenido tan irrelevante.

Este verano no he tenido apenas vacaciones porque he estado laboralmente ocupada. La suerte, el destino, el cielo, un mecenas, un hada, un duende o yo qué sé quién… ha querido devolverme a la radio, de donde, por cierto, nunca debí salir. He regresado a este medio para reafirmarme en que lo amo ciegamente y descubrir que es el lugar donde la frase “trabajar es un placer” cobra sentido. Además, por primera vez me ha sucedido algo que siempre les pasaba a los demas y nunca a mí: estar en el lugar adecuado en el momento preciso. Enrolarme en Onda Madrid para cubrir la baja maternal de una redactora pocas semanas antes de comenzar septiembre y con él una nueva temporada radiofónica, me va a permitir asistir a uno de los momentos más emocionantes en la radio. En este caso, además, la emoción es máxima porque hay muchos cambios, grandes fichajes, destacadas apuestas y nuevas aventuras en cuyos inicios tendré el honor y el gusto de participar. Formaré parte del equipo del programa informativo matinal, “Buenos Días, Madrid”, que conducirá desde el 3 de septiembre un gran profesional, Juan Pablo Colmenarejo, con el que nunca he trabajado y del que seguro aprenderé un montón. Tendré que alterar mis biorritmos para adaptarme a un horario de trabajo de madrugada, que ya he sufrido anteriormente, pero espero que el entusiasmo le gane la partida a los efectos secundarios de la vida nocturna.

Lo de menos es si mi estancia en este paraíso tiene una fecha de caducidad marcada por las 16 semanas reglamentarias del permiso de maternidad que se cumplen a finales de diciembre o si las circunstancias permitirán alargarla. Lo importante es que podré vivir ese subidón del primer programa, la piel de gallina con los primeros acordes de la sintonía de estreno, los nervios en el estómago cuando se enciende la luz roja, la (casi) orgásmica sensación de salir al aire, el vértigo del directo, el chute de adrenalina de la noticia de última hora…


Hay trenes que pasan cuando ya no los esperas y a los que sabes que te tienes que subir porque es difícil que pase ninguno más. A veces la vida te da una última oportunidad para corregir errores o, simplemente, para devolverte a la infancia, cuando soñabas fuerte pensando que así los deseos se hacían realidad.