Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

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domingo, 26 de septiembre de 2021

Feminismo sangrante

Hay nueva polémica en las redes. En realidad, no deja de ser una anécdota si miramos a nuestro alrededor. El centro cultural Medialab-Prado que depende de Madrid Destino, empresa pública del Ayuntamiento de Madrid, tiene un grupo de trabajo denominado ‘Gente que sangra’ cuya función es ser “una red abierta e inclusiva de divulgación y aprendizaje menstrual”. Fue creado para organizar actividades que creen “un espacio de sororidad en torno a la menstruación” y, de paso, mantengan vivo el “activismo contra el heteropatriarcado”. Uno de sus talleres, ofertado con motivo del Día de la Visibilidad Menstrual, instruía sobre la confección de compresas de tela reutilizables.
Aunque han pasado tres meses, ha sido ahora cuando se ha prendido la mecha en Twitter. Algunas asociaciones feministas lo han considerado, por hacer un juego de palabras, ‘sangrante’. Critican la denominación ‘Gente que sangra’ porque consideran que ofende a las mujeres, las invisibiliza y las anula, cuando recuerdan que es precisamente por ser mujeres por lo que tienen el periodo durante una buena parte de su vida, es decir, que solo las mujeres menstrúan. Hoy en día esta afirmación, circunscribir la regla a las féminas, se considera tránsfobo, porque se excluye a los hombres trans.

En esa línea se sitúa el planteamiento inclusivo de los impulsores de estos talleres que invitan a participar a “todas aquellas personas dispuestas a compartir su vulnerabilidad, identidades no binarias, mujeres autoidentificadas mujeres y varones cis con ganas de escuchar", señala literalmente su presentación. 

Una parte del feminismo, el llamado ‘clásico’, defiende que la menstruación es un proceso biológico exclusivo del género femenino y que son muchos años los que las mujeres llevan defendiendo que no se considere sucio ese aspecto de su biología ni se oculte lo específico de su sexualidad, algo a lo que creen que conduce este tipo de términos genéricos. 


Sin ánimo de entrar en esta guerra, yo iría a la raíz de la cuestión. Es decir, el nombre ‘Gente que sangra’. Admitamos que la elección de esa denominación es fallida. En realidad, todos sangramos. Por la nariz, por una herida o por la menstruación. Y de todos ellos, lógicamente, las personas que podrían estar más interesadas en la fabricación de compresas serían las que tienen la regla. De modo que, a mi entender, sería más apropiado ‘Gente que menstrúa” o “Personas menstruantes”, expresiones que ya emplean en estos círculos, aunque una parte del feminismo siga pensando que también deshumanizan e insultan, porque siguen borrando de esa realidad a la mujer. Al final, este nuevo feminismo tan inclusivo parece provocar el efecto contrario. Por incluir a una minoría, excluye a la mayoría y hay quien cree que se convierte en el mejor aliado del machismo. 

Aunque lo que me extraña es que el debate no se haya centrado en el tema del taller, la fabricación casera de compresas reutilizables. Ahí sí que me pinchan y no sangro. Será una práctica todo lo ecofriendly que quieran, pero nos retrotrae a la época de nuestras abuelas, que una vez al mes se pasaban los días lavando a mano paños higiénicos. Tanto tiempo tratando de avanzar para ahora volver a retroceder. Asumo que el uso de compresas y tampones genera un exceso de residuos que no benefician al medio ambiente, pero si es por eso, merece mayor promoción como producto de higiene íntima la copa menstrual, que da libertad a quien la lleva, no condena a hacer constantes coladas y a la larga resulta más económica. 

No quiero terminar sin mencionar a las mujeres menopáusicas que se han sentido agraviadas con este asunto. Algunas se preguntaban:” Y las que ya no sangramos, ¿qué somos?”. Yo les contestaría: Afortunadas.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Por qué nacen pocos niños en España

Según el INE, España registró en 2018 la tasa más baja de natalidad de los últimos 20 años. Para mayor preocupación, el crecimiento vegetativo ha sido negativo, es decir, las defunciones han superado ampliamente a los nacimientos. Cada vez que se difunden datos tan alarmantes se reabre el debate sobre las razones que conducen a los españoles a no procrear. Para ser más exactos, a las españolas.

No me arrepiento de haber tenido dos hijos. Incluso si no hubiera aplazado tanto el momento y mis circunstancias personales hubieran sido distintas, me habría animado a traer al mundo alguno más. Pero me frenó la edad, el panorama laboral y el hecho de que mi fecundidad habría requerido un cambio de casa y de coche, y supuesto menos posibilidades de viajar, cinturones apretados, pocos caprichos, más visitas médicas y muchas renuncias a todos los niveles.

A veces fantaseo con cómo sería mi vida de haber renunciado a ser madre y la comparo con mi momento actual: 

-Imagino mi pasaporte en regla y plagado de sellos. Ahora lo tengo caducado al fondo de un cajón. 

-Durante ese ejercicio de ensoñación me veo también con una excitante vida social repleta de festivales, conciertos, teatro, cine, restaurantes de moda y eventos varios. A cambio, la vida real me recuerda que en la última década he disfrutado de poca música en directo, casi siempre en calidad adulto responsable de menores; que la mayoría de funciones a las que he asistido han sido actuaciones escolares; que me he resignado a consumir más cine por streaming que en pantalla grande; y que de los restaurantes que he frecuentado desde que nacieron mis hijos solo me preocupaba que el menú incluyera algo que no rechazaran sus exigentes paladares. 

-En el terreno afectivo, supongo que la ausencia de prole en mi hogar habría propiciado más momentos de intimidad con mi pareja, al no depender de sus horas de sueño para dar rienda suelta a la pasión, mientras que la chispa que suele encender las discusiones conyugales se limitaría a asuntos de adultos, no a pataletas infantiles. 

-En cuanto al plano laboral, tiendo a pensar que sin niños mi yo imaginario se habría hecho un nombre en la profesión y podría presumir de una brillante trayectoria. No sé si habría acertado más o menos en mis decisiones, lo que sí sé es que habrían respondido a mi propio y exclusivo interés profesional, no a la conciliación familiar. Apeada de la nube, la cruda realidad es que aquí estoy, superados los 50 y sin una nómina.


Desengañémonos, o vives para ti o vives para ellos. Hay que elegir. Y eso cuesta. Algunas nos creemos muy listas y decidimos no renunciar a nada, ambicionarlo todo, corriendo el riesgo de quedarnos a medias en ambas facetas y convertirnos en personas permanentemente insatisfechas y con un acusado sentimiento de culpa. 

Si cobras 800 euros al mes en un empleo temporal que no te da para mantenerte a ti misma sería una responsabilidad tener un hijo. Tampoco tiene mucho sentido traer niños a este mundo cuando gozas de una situación profesional privilegiada pero tus horarios de trabajo te van a impedir cuidarlos y verlos crecer. A no ser que, en un ataque de responsabilidad ciudadana y patriotismo, quieras contribuir a elevar la tasa de natalidad del país y, ya de paso, generar empleo en el sector del cuidado infantil y la ayuda doméstica. Eso si no tienes a mano abuelos a los que robarles la tranquilidad de la jubilación.

Aunque no os lo creáis, hay progenitores que sufren por tener que pasar la mayor parte de su tiempo trabajando, sea por realización personal o por mantener un aceptable nivel de vida. Se les parte el corazón cuando llegan a casa y sus pequeños ya están dormidos. Sufren pensando que se han perdido la salida del cole de sus retoños, el relato de sus anécdotas del día mientras toman la merienda o el baño diario. Cuando los críos crecen y esos padres son conscientes de que no han vivido la infancia de sus angelitos por reuniones hasta las tantas en la oficina, viajes de trabajo o el after work con los compañeros, todos coinciden en lamentar no haber estado ahí. Entonces se olvidan del manido discurso del “tiempo de calidad”.

Las cifras indican que la pirámide demográfica se va al carajo y con ella el estado del bienestar. De modo que no queda otra que hacer algo para incentivar la maternidad. Pero mientras no se tomen medidas efectivas que de verdad hagan que merezca la pena lanzarse a dar a luz sin que tan feliz acontecimiento te provoque un trauma de por vida, entenderé que las mujeres sigan siendo reticentes a embarazarse, en particular las de mayor formación, mujeres altamente preparadas que han colocado su carrera profesional por encima de su deseo de ser madre y retrasan el embarazo conscientes de que un bebé, además de requerir un gasto de tiempo, dinero y salud mental, difícilmente te permite progresar tanto como ellos. Lo más cómico es que en el ámbito laboral se te penaliza si tienes hijos, pero si admites que no quieres tenerlos, despiertas intriga, cuando no rechazo, porque una mujer que no muestra interés por ser madre resulta sospechosa, por su falta de instinto maternal y –lo peor- por su ambición profesional, algo inimaginable en el caso de los hombres.   

Hace sesenta años se tenían hijos (muchos) con solo un sueldo en casa, muchas apreturas y pocos caprichos, un escenario al que las mujeres de hoy no están dispuestas a volver. Tener hijos es hipotecarte de por vida, también metafóricamente. Porque, además de implicar un chorreo continuo de gastos en pañales, ropa que dura menos de una temporada, libros de texto, regalos de Navidad y demás antojos, supone también rediseñar tu agenda para llenarla de citas con el pediatra, tutorías, cumpleaños infantiles o actividades extraescolares. Te obliga a cambiar tu vida social por la suya, condicionar tus tiempos de asueto a sus horarios y colocar su bienestar por encima del tuyo. Y todo cruzando los dedos para seguir manteniendo un empleo que te dé el soporte necesario para costear esa burbuja y evitar que tus hijos contribuyan a incrementar la tasa de pobreza infantil.

No es solo una cuestión de bajos ingresos, trabajo precario, incertidumbre sobre el futuro y alquileres por las nubes. Hoy nacen menos niños porque las mujeres no quieren que nazcan más. Porque la maternidad como les gustaría no existe. Y es imposible tenerlo todo.

jueves, 18 de julio de 2019

La fiebre de jugar a parecer viejo (pero solo un poco)

Vivimos en la era del culto al cuerpo, la belleza, la imagen y la eterna juventud. La industria cosmética mueve millones de euros y es uno de los sectores que experimenta mayor crecimiento cada temporada. España es el país europeo donde más operaciones estéticas se realizan al año y el quinto a nivel mundial. Los gimnasios multiplican sus aperturas, amplían sus horarios y hasta cotizan en Bolsa. Los filtros fotográficos se han convertido en herramientas imprescindibles en estos tiempos del selfie y complementan al editor de imágenes Photoshop en el kit de supervivencia de quienes tienen prisa por marcar el six pack, la tableta de toda la vida, o presumir de tener hueco entre los muslos, el conocido como thigh gap

El interés por mantener un físico atractivo es generalizado. Ya no son solo las mujeres quienes se obsesionan por cuidar su aspecto, por voluntad propia o arrastradas por los estereotipos de belleza. También los hombres hace tiempo que se someten a todo tipo de tratamientos para frenar los efectos del paso de los años. Ellos también se han volcado de lleno con la filosofía de que “para presumir hay que sufrir” y se enfrentan con la misma resignación a luchar contra la alopecia que a depilarse hasta el ojo del culo.

Nadie quiere envejecer. O al menos no quiere que se le note. Ser imperfecto está penalizado. Y las arrugas, las canas, los kilos, la celulitis, la papada, la flacidez, el vello en lugares inoportunos… son elementos incompatibles con la perfección juvenil.

Pero resulta que reaparece FaceApp, una aplicación de móvil que, por un momento, te permite hacerte una idea de cómo serás de mayor, con tus arrugas, tu mirada mate, tus párpados caídos, tus bolsas bajo los ojos, tus pelos emergiendo de la nariz y las orejas… y todo el mundo se vuelve loco por retratarse viejo y mostrar el antes y el después. Bueno, no todo el mundo. Por lo que veo en redes sociales, la mayoría de los que juguetean con esta aplicación, famosos o anónimos, son hombres. Salvo unas pocas que sí se han apuntado voluntariamente al reto, el resto de imágenes de mujeres envejecidas que se están compartiendo es más que evidente que han sufrido la aplicación del filtro sin permiso de sus protagonistas.


Sin entrar en los riesgos para la privacidad que entraña esta aplicación made in Rusia, por las abusivas condiciones del servicio, mi desvarío de hoy tiene que ver con la diferente manera en que asumimos la vejez hombres y mujeres, que explicaría por qué a ellos les hace más gracia verse viejos que a ellas.

Tengo la teoría, no sé si equivocada, de que los hombres son, se sienten y actúan siempre -y sin ningún esfuerzo- como si fueran jóvenes. Salvo cuando quieren parecer más respetables. En ese caso, fingen aparentar más años. En el caso de las féminas, es en la infancia y la adolescencia cuando compiten en una frenética carrera por jugar a ser mayor, a ser las primeras en ponerse un sujetador y hacer equilibrios sobre unos tacones. Pero a partir de cierta edad concentran todos los esfuerzos en lo contrario, en perpetuarse en los 30.

Un hombre a medida que cumple años se convierte en madurito interesante, un efecto inversamente proporcional al que provoca la edad en una mujer, que suele ir asociada a la progresiva pérdida de interés por parte del que la mira o, mejor dicho, del que la deja de ver. El envejecimiento masculino no va ligado a la pérdida de oportunidades, como lamentablemente sí ocurre en el caso femenino. Los consejos de administración de grandes empresas están copados por hombres mayores y los presentadores de telediarios varones superan los 40 años. Por encima de esa edad es raro encontrar mujeres dando noticias en la pantalla o dirigiendo una compañía del IBEX. Quizá por eso ellas no encuentren tan divertido echarse encima treinta años, ni aunque sea por un juego viral.

No es la primera vez que esta aplicación suscita un debate. Hace dos años, cuando se estrenó FaceApp, fue acusada de racista porque al aplicar el filtro de embellecer, convertía a los negros en blancos. En esta edición renovada han pulido ese y otros controvertidos detalles. Por cierto, la app permite también cambiar de sexo. A eso si que me apuntaría yo. Seguro que tenía mas gracia.


miércoles, 1 de mayo de 2019

Gracias, de corazón


La noticia de que Iker Casillas ha sufrido un ataque al corazón me ha recordado que tenía un asunto pendiente que contaros y que, en parte, está relacionado con lo poco que me prodigo por aquí últimamente.

El viernes 12 de abril, Viernes de Dolores, para más señas, mi madre sufrió un infarto de miocardio. Llevaba unos días con molestias que nunca llegó a identificar como síntomas de un fallo cardíaco. Más bien le parecía estar padeciendo alguna patología digestiva. De modo que estuvo soportando con estoicismo casi una semana lo que ella consideraba una serie de episodios de ardor en la boca del estómago, que decidió combatir con manzanilla. Y es que erróneamente tendemos a pensar que el infarto es solo cosa de ellos, cuando, según el Instituto Nacional de Estadística, en realidad mueren más mujeres que hombres a causa de problemas cardiovasculares.

Ese mismo día, cuando mi madre se dirigía a ver la procesión unas horas antes del susto, se sintió algo fatigada y lo achacó al cansancio propio de la caminata.  Pero cuando ya estaba con sus amigos a la puerta de la iglesia de San Julián, en Toro, esperando que sacaran a ‘La Dolorosa’, fue más que consciente de que algo no iba bien. El dolor iba en aumento. Notaba una opresión en el tórax que la atravesaba el cuerpo hasta la espalda. Sentía como si algo la aplastara y le impidiera respirar con profundidad. Pensó que sentándose cesaría esa terrible sensación, pero no. Aquello iba en aumento y al insoportable dolor físico se sumó la vergüenza de estar llamando la atención y quitándole el protagonismo del momento a la virgen. Puede estar tranquila. Los medios de la zona no recogieron el incidente. Por no hablar del miedo, mejor dicho, el pavor que –supongo- la invadió al pensar si aquello sería el final. Afortunadamente hoy, todavía con algo de miedo en el cuerpo, puede contarlo gracias a la intervención de un montón de personas a las que quiero mencionar y agradecer públicamente su ayuda.



GRACIAS…

-Al médico y la enfermera que se encontraban entre el público congregado a las puertas de la iglesia y que, sin que nadie reclamara su presencia, no dudaron en acercarse a ella en cuanto notaron que se sentía mal. Con el simple gesto de tomarle el pulso en la muñeca, detectaron de inmediato la gravedad de su estado.

-A quien llamó a una ambulancia para dar el aviso de la emergencia.

-A la voluntaria de Cruz Roja que ofreció su coche y la trasladó cuando comprobaron que la ambulancia no podía llegar porque los accesos a la zona estaban cerrados a causa de la procesión.

-A los profesionales que estaban en urgencias del centro de salud, que en primer lugar aliviaron su terrible dolor y luego tramitaron rápidamente su traslado al Hospital Clínico Universitario de Valladolid para que le salvaran la vida en su excelente unidad de hemodinámica. Afortunadamente la 'España vaciada' cuenta con servicios sanitarios punteros, aunque estén a 70 kilómetros de distancia y tengas que encomendarte al cielo y a la buena gente para llegar vivo hasta allí.

-A los profesionales que la trasladaron en ambulancia desde Toro hasta Tordesillas.

-A los profesionales que les tomaron el relevo en Tordesillas y la trasladaron en otra ambulancia distinta, mejor equipada, desde allí hasta Valladolid.

-A los profesionales que la estaban esperando en el Hospital Clínico de Valladolid e inmediatamente le practicaron con éxito un cateterismo para implantarle dos stent que dilataran su arteria obstruida.

-A los profesionales de la UVI del centro sanitario que la cuidaron esas primeras horas cruciales posteriores a la intervención.

-A los profesionales de la ambulancia que la trasladaron una vez estabilizada al Hospital Virgen de la Concha de Zamora.

-A los profesionales de la UVI del Hospital de Zamora que la mimaron durante un día más.

-A los profesionales que, pasado el riesgo inicial, la atendieron en la habitación 2320 de la planta de Cardiología otros tres días hasta darle el alta de este centro hospitalario.

-A los que ofrecieron sus casas cerca de ambos hospitales, por si necesitábamos alojamiento. Cuando tienes un familiar ingresado lejos de casa, la logística es complicada.

-A todos los que llamaron por teléfono para interesarse por la salud de mi madre y nos transmitieron su más sincera preocupación.

-A sus amigos que la acompañaron desde el principio, en especial a Vicente y a su hija Carmen, que son como un tío y una hermana para mí, que se comportaron como una familia con ella y que no la abandonaron ni un momento en todo este trasiego, hasta que pudo ir llegando su otra familia a tomarles el relevo.

A todos, de CORAZÓN, muchísimas gracias.



jueves, 13 de septiembre de 2018

Perder los papeles

Hondarribia celebra cada 8 de septiembre su Alarde, una fiesta en la que los vecinos emulan a un batallón de antiguos soldados y desfilan hasta el santuario de la virgen de Guadalupe para cumplir la promesa que hicieron en 1638. En plena guerra de los 30 años, asediada la ciudad por las tropas francesas, los hombres le rogaron a la virgen que les echara una mano en la contienda. Después de 69 días, por intercesión divina o humana, vaya usted a saber, consiguieron liberarse del sitio galo. Desde entonces cada año peregrinan a ritmo de marcha recreando otros tiempos en una tradición milenaria que, en principio, reservaba los principales papeles a los hombres.  Si las mujeres querían participar tenían que conformarse con interpretar el rol de cantineras. 


Si os fijáis en esta imagen de 1919, tomada por el fotógrafo Ricardo Martín y titulada 'Celebración del alarde de Hondarribia con motivo de la celebración de sus fiestas patronales', podréis distinguir una sola mujer -la cantinera- entre todos los hombres. 

Así era hasta que en 1996 un grupo de mujeres reivindicó su derecho a hacer también de soldados. Entonces se creó una compañía mixta, Jaizkibel, en la que desfilan con su uniforme y su escopeta tanto hombres como mujeres.

Los más puristas están en contra de la participación de las féminas y cada año se lo hacen saber. La crispación es tal que las compañías tradicionales y las igualitarias desfilan por separado. Aunque ya han pasado 22 años desde aquel primer Alarde con chicas en sus filas, se siguen dando protestas. En la última edición los críticos cubrieron el itinerario que debía recorrer la agrupación con plásticos negros, prepararon un pasillo en el que se colocaron exhibiendo carteles con el lema Betiko Alardea (Alarde tradicional, en euskera) y montaron un follón ensordecedor pitando con silbatos para impedir que se escuchara la música que iba interpretando la compañía con sus pífanos y tambores.

Lo más llamativo del caso es que la mayoría de las personas implicadas en el boicot eran mujeres. Mujeres enfadadas porque otras mujeres quieren poder hacer lo que durante años ha estado reservado a hombres, osando poner en peligro una tradición. No lo entiendo. Y que me disculpen los de Hondarribia si me falta algo de terruño para asimilarlo. Digo yo que el Alarde no es más que una escenificación, un gesto, un teatro, una liturgia, una tradición que nace de recrear un hecho histórico. Lo importante es desfilar uniformados, que suenen las marchas militares y que todos los vecinos del pueblo celebren felices que no son franceses gracias a la virgen. Qué más da si en las filas de los soldados hay mujeres con boina, pantalón y fusil. Que alguien me expliquen qué terrible catástrofe puede desatar la presencia de varias mujeres vestidas de hombres recordando también a sus antepasados. Máxime en los tiempos que corren. Es evidente que en 1638 quienes lucharon contra los franceses fueron hombres, pero no va a cambiar la historia porque ahora haya mujeres participando en el Alarde.

Me ocurría lo mismo con las cofradías de Semana Santa que prohibían la participación de mujeres nazarenas. Con mantilla y peineta, lo que quisieran, pero con capirote no. Afortunadamente van entrado en razón. Es una escenificación, un ritual, un teatro, un ceremonial… Cualquiera con ganas y un mínimo de implicación puede formar parte de la celebración, independientemente de su género. Y que me perdonen los piadosos si he cometido involuntariamente un sacrilegio.

Todo esto me recuerda, salvando las distancias, un par de polémicas que ha dado el cine últimamente. En el mes de julio de este año la actriz Scarlett Johannson rechazaba un papel de hombre transgénero en “Rub & Tug” cuando la presión popular se volvió insoportable. Poco después a Paco León también le llovieron las críticas por interpretar a una mujer trans en la serie “La casa de las flores”. En ambos casos la crítica principal procedía de colectivos transexuales que criticaban que no se contara con actores o actrices trans para interpretar esos papeles. Bueno, ni esos ni los otros, porque precisamente su condición les cierra muchas puertas en el cine. Ni encasillarse pueden. Entiendo su postura y lo difícil que lo tienen todavía, pero siento decirles que el cine es ficción, mentira, interpretación. Y el mayor talento de una película y de un intérprete es que nos los creamos tanto que nos hagan olvidar que debajo del personaje hay alguien haciendo un papel. Sea como sea.

La actriz Linda Hunt interpretó a un hombre en “El año que vivimos peligrosamente”, de Peter Weir, y se llevó un Oscar. Si no habéis visto la película, deberíais. Consigue que te olvides de que es una actriz la que da vida a un fotógrafo bajito. John Travolta en “Hairspray” hace de una rechoncha madre sobreprotectora de los años 60 y su caracterización no desentona con la estética de la película. Hasta el punto de que a los diez minutos dejas de fijarte en el Travolta travestido y ya solo ves a Edna. Y qué me decís de Jared Leto… En Dallas Buyers Club era trans y VIH, pero nadie concibe que en el casting para el papel se considerara un plus ser seropositivo. Por rizar un poco más el rizo, Octavi Pujades y Ana Cela son médicos de verdad además de intérpretes. ¿Qué hacemos? ¿Les damos solo a ellos papeles en Anatomía de Grey y echamos a la impostora que hace de Meredith?