Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

martes, 17 de agosto de 2021

Mi experiencia en un ‘Todo incluido’

Siempre me pareció una horterada lo del ‘Todo incluido’ de los hoteles. Por mi trayectoria vacacional, lo relacionaba con familias poco aventureras, marcadas por el pecado capital de la gula, que no salían del recinto durante toda su estancia y se pasaban las horas picoteando aperitivos con una cerveza en la mano, mientras sus retoños se ponían ciegos a helados. 

Cuando mis hijos eran pequeños recuerdo cómo miraban con una mezcla de envidia y deseo a aquellos niños que llevaban la pulserita que te señala como el afortunado que no paga nada porque ya lo ha pagado todo. Cuando se los cruzaban por las instalaciones el hotel relamiéndose después de empalmar un helado con otro, mis herederos automáticamente reclamaban sus derechos. Entonces había que emplearse a fondo para quitarles la idea de la cabeza. “Quizá más tarde, mejor otro tipo de helado que no sea industrial, no es bueno comer tanto dulce… “. Todo para terminar admitiendo ante ellos que esos niños que se cruzaban siempre comiendo gusanitos, patatas fritas o un Frigopié, podían pedir lo que quisieran porque sus padres habían contratado una tarifa para eso. Acto seguido, los micos nos abofeteaban con la gran pregunta: por qué nosotros no habíamos elegido lo mismo. Por aquel entonces éramos más jóvenes, conservábamos tanta capacidad dialéctica como paciencia y sabíamos torear con arte sus caprichos. Así que la sangre nunca llegaba al río y terminábamos nuestra estancia en ‘Alojamiento y desayuno’ o ‘Media pensión’ sin mayores contratiempos. 

Con todo, se nos quedó grabado ese brillo en los ojos de nuestros hijos deseando la infancia de los niños del ‘Todo incluido’. Así que, después de un año sin viajes ni excesos por los cierres perimetrales que nos dejó la pandemia, cuando nos pusimos a planificar estas vacaciones, decidimos darnos un homenaje y elegir un hotel a todo trapo al lado del mar. No os equivoquéis, el establecimiento era un cuatro estrellas normalito de la Costa Dorada plagado de franceses maleducados, es decir, lo que nuestra economía familiar se puede permitir. 



El caso es que por fin el chaval podría tomarse un helado o una Coca-Cola cuando le saliera del nardo sin tener que mendigarnos, y la mujercita, merendar lo que le apeteciera o probar la sangría de la casa a la luz de la luna. La idea sobre el papel prometía. Lamentablemente llegaba con al menos seis años de retraso. Mis hijos ahora son adolescentes en transición a la edad adulta y están en otro momento vital. Concretamente en el de llevarnos la contraria. El dichoso ‘Todo incluido’ ya no les hace gracia. Mucho menos con nosotros. De hecho, más bien parece avergonzarles. Así que, en la práctica, nos hemos pasado los seis días azuzándoles, con poco éxito, a consumir a deshoras para amortizarlo. 

Debo decir que su padre y yo misma nos sobramos para justificar el desembolso y dar buena cuenta de las bondades del servicio. Por no mencionar que la diferencia de precio con el régimen de ‘Pensión completa’ se compensa en cuanto no te toca abonar a parte las bebidas de las comidas del bufet. Si a eso le añades el aperitivo al borde de la piscina, el café de las cinco camino de la playa, el antojo del helado y alguna copa después de cenar mientras observas horrorizado la animación del hotel, la cuenta te sale a favor. 

Coincido con mis hijos en que lo peor del ‘Todo incluido’ es tener que ir marcado con la pulserita de marras. A eso le añadiría la sensación, probablemente injustificada, de que el personal te mira y piensa “Ahí viene el zampabollos”. Puede que tenga que ver con el poco civismo que demuestran algunos huéspedes en este régimen de alojamiento, personas que sin pudor acaparan comida como si hubieran anunciado una catástrofe nuclear para terminar abandonándola sobre una mesa con destino a la basura. He sido testigo. 

Quizá sea producto de mi paranoia de mujer de clase media, pero he tenido la impresión de que los camareros tratan distinto a los de la pulsera y han sido aleccionados para que no salgan ganando ellos sino el hotel. Pequeños detalles, como la elección de unas marcas y no otras a la hora de servir la consumición o de un tamaño inferior al de pago te arrastran a ser malpensado. 

No sé cómo será en el resto de hoteles, pero en el que nos alojamos nosotros el bar tenía una zona en la barra con grifos de autoservicio en los que el propio cliente podía servirse cerveza, sangría y todo tipo de refrescos al gusto. Sólo cuando se trataba de combinados o platos de aperitivos necesitabas la asistencia del barman. 

El peligro más evidente de este tipo de régimen de alojamiento es que si eres glotón y no tienes mucha fuerza de voluntad, el bufet de las comidas te incita a comer más de la cuenta. Además, la monotonía culinaria que te invade tras dos o tres días teniendo que elegir entre la misma variada oferta solo se combate cayendo en la tentación de terminar probando un poco de cada cosa. Si además asocias el calor del verano a la cerveza fresquita, el grifo de autoservicio tiene mucho peligro. 

Hay que decir que, aunque lo llamen todo incluido, no todo está incluido. Algunos productos llevan un suplemento. De modo que constantemente, cuando vas a pedir a la barra fuera de las horas de comedor, te miran la muñeca y proceden a informarte de lo que puedes tomar libremente y lo que no, por si no te has aprendido de memoria los cuatro folios con la lista de productos free y semi-free que te proporcionan junto con la tarjeta de la habitación el día de tu entrada en el hotel. 

Otro inconveniente o ventaja, según se mire, es que el ‘Todo incluido’, igual que la ‘Pensión completa’, te priva de frecuentar la hostelería del lugar. Qué sentido tiene contratar este régimen si luego vas a salir a comer, cenar o picotear fuera del hotel. También limita la exploración del entorno a lugares en un radio de acción próximo, que te permita estar de vuelta dentro de las horas establecidas para comer o cenar. Así que imagino que quien no tiene mayor aspiración que dormir, comer, beber, broncearse y lo que surja, todo en el mismo lugar, considerará ideal este plan. 

En resumen. La experiencia está curiosa y solo he vuelto con dos kilos de más gracias al ejercicio mañanero. Aunque creo que ha sido la primera y última vez. Dudo que repita. A no ser, quién sabe, que algún día me inviten a un hotel del Caribe.

viernes, 6 de agosto de 2021

Vacaciones

Hablemos claro. Lo mejor de tener trabajo son las vacaciones. Vale, el sueldo tampoco se desprecia, sobre todo si es digno. Pero la felicidad de poder aparcar temporalmente la faena y seguir cobrando es muy superior. 

Suena muy bien eso de que el trabajo dignifica, aunque convendréis conmigo en que poder hacer lo que te dé la gana, incluso no hacer absolutamente nada, en vez de verte obligado a ceñirte a unas obligaciones y un horario, es un placer incomparable. Aunque con matices. 

Llevo consumidos cinco días de mis vacaciones y ya me empieza a invadir la angustia por si no estaré aprovechando convenientemente mi tiempo de descanso. Te pasas todo el año deseando tener días libres para hacer todo aquello que vas aparcando por falta de tiempo, o porque te ahoga la cotidianidad, y cuando llega ese momento no sabes por dónde empezar. 


Leer como si lo fueran a prohibir. Devorar podcasts. Adormilarte tumbada a la sombra. Remojarte en la piscina hasta que se te arrugue la piel de los dedos. Coleccionar puestas de sol con un tinto de verano en la mano. Follar como si tuvieras 25 años. Viajar para averiguar qué hay fuera de tu burbuja. Recargar la batería unos días junto al mar. Redecorar, pintar u ordenar tu espacio vital al ritmo de una lista de Spotify. Desprenderte de aquello que llevas sin necesitar más de una década. Hacer escapadas gastronómicas. Descubrir azoteas. Visitar exposiciones. Quedar con amigos con los que nunca terminas de quedar… 

Son tantas cosas y tan inabarcables que, a medida que avanza tu tiempo de descanso, vas rebajando expectativas y solo aspiras a desconectar durante unas semanas sin estrés, sin prisas, sin mirar el reloj, sin despertador, sin malos rollos y, sobre todo, sin costumbres asociadas al periodo laboral, en mi caso, escribir. Y aquí me tenéis, rompiendo las primera de las condiciones innegociables.