Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

lunes, 15 de agosto de 2022

El último viaje en familia

Acabo de regresar de un viaje de siete días en coche con mis hijos y su padre por Francia y Bélgica. El objetivo era llegar a un concierto de Coldplay en Bruselas. Así que con esa más que atractiva excusa, trazamos un itinerario desde Madrid que incluía dos ‘escalas’ previas en puntos estratégicos que los adultos deseábamos visitar, tres noches en la capital belga con excursiones a ciudades próximas y regreso con otras dos paradas turísticas camino de casa.

Quienes me siguen en redes sociales, principalmente en Instagram, ya habrán tenido oportunidad de ver a diario imágenes de esta road movie en la que nos hemos embarcado. También apreciarán que en ninguna aparecemos nosotros. Por varias razones. La principal es que siempre encuentro otros motivos más fotografiables que yo misma y mi prole. También ha pesado el hecho de que uno de los viajeros es muy celoso de su intimidad y se niega a aparecer en las redes, al menos en las mías. También evita los selfies y los posados familiares, aunque su destino sea el archivo fotográfico personal. Afortunadamente, de vez en cuando le enternecemos y se digna a concedernos el privilegio de compartir con nosotros alguna instantánea.

Debo confesar que este miembro de la expedición, mi hijo, a cinco meses de su mayoría de edad, ha viajado obligado por contrato después de una dura negociación. Sí, creedme. Lo que a mí a sus 17 años me habría parecido un sueño hecho realidad -ver mundo, aunque fuera con mis padres-, a él le parecía un fastidio. Y aunque firmó que no boicotearía la aventura, la rúbrica no le comprometía a disfrutarla. De modo que no ha apreciado nada de lo que hemos visitado y ha dejado claro que no entendía por qué teníamos que hacer tantos kilómetros si todo lo que estábamos viendo en vivo y en directo estaba disponible en internet.

Nada más pasar la frontera experimentó un ataque de españolidad que le ha llevado a pasarse los siete días menospreciando cada monumento que veíamos, comparándolo con lo que teníamos en España. Solo se ha mostrado algo más motivado para mofarse de nuestra manera de hacernos entender en otro idioma, supervisar como un notario el modo en que nos desenvolvíamos en un país extranjero y transmitirnos permanentemente cómo le hacíamos pasar vergüenza ajena. Aunque su hermana mayor está más centrada y es de más fácil convivencia, sufrió también sus arrebatos, imagino que por efecto contagio o por el caldo de cultivo que iba sembrando su hermano y que terminó arrastrándonos a todos en algún momento.

Playa de Dunkerque

Que no haya compartido imágenes familiares de este viaje no significa que no existan, pero os las ahorro porque no reflejan la realidad. Puede que dentro de muchos años, cuando se hayan ido diluyendo en nuestra memoria los recuerdos que ahora conservamos aún nítidos, quizá lo evoquemos como algo idílico, igual que ahora le parecería a cualquiera que revisara sin contexto los vídeos y fotos que guardamos en el móvil.

Nadie diría que dos minutos antes de posar estábamos discutiendo por cualquier gilipollez, igual que en casa pero a 1.500 kilómetros. O con la irritación que provoca el hambre, porque no encontrábamos un restaurante en el que nos dieran mesa después de las 9 de la noche. O hartos de buscar, y no encontrar, productos sin gluten. O jodidos porque el hotel elegido en aquella parada no tenía ni ascensor ni aire acondicionado ni secador. O sintiéndonos víctimas de xenofobia en aquel restaurante donde el camarero se negó a interactuar en otro idioma que no fuera francés y se divirtió a nuestra costa con otros clientes. O preocupados por si el barrio en el que nos alojábamos no era el más recomendable al caer la noche. O debatiendo acaloradamente sobre los distintos itinerarios para llegar a nuestro destino que nos sugería a cada uno Google Maps. O con un cólico de gases después de atiborrarme a patatas fritas belgas con salsa de queso. O agotados tras una noche sin dormir demasiado porque la única que sigue teniendo el tamaño adecuado para una habitación cuádruple soy yo. O fastidiados ante la posibilidad de perdernos el comienzo del concierto de Coldplay por tener que hacer una cola de media hora para usar un retrete portátil.

De las cuatro personas que hemos compartido esta road movie, dos han manifestado claramente su intención de no repetir juntos una nueva experiencia viajera y las otras dos me temo que asumimos que probablemente este ha sido el último viaje en familia.

El concierto, bien, gracias. De hecho, yo me apunto a seguir haciendo turismo musical. Y que venga quien quiera. 

lunes, 1 de agosto de 2022

Un cúmulo de despropósitos

Confieso que cuando estoy en la playa o en la piscina no puedo evitar observar al resto de bañistas y compararme con ellos. Suelo envidiar los cuerpos antes llamados ‘perfectos’ y ahora denominados ‘normativos’. Sin embargo, me anima comprobar que la mayoría de las anatomías son como la mía, ‘imperfectas’, con grasa, celulitis, estrías, kilos de más concentrados en la línea de flotación, partes fofas, ausencia de abdominales, signos de la edad… y me trato de autoconvencer de que, visto lo visto, no estoy tan mal para lo que se ve por ahí.

Así que cuando me desplazo de la toalla al agua, voy meneando mis imperfecciones muy digna imaginando que el resto de bañistas se harán las mismas pajas mentales que yo. O no. Quizá solo los que lucen cuerpos esculturales. Puede que nadie mire a nadie y yo sea la única que a veces se pregunta por qué los cánones de belleza coinciden solo con las características de una minoría privilegiada de la población.

Sea como sea, desde que el mundo es mundo, las playas están llenas de mujeres y también hombres, gordos, flacos, jóvenes, viejos, altos, bajos, depilados, sin depilar, con y sin discapacidad. Diversidad total. Y sí, puede que alguien te mire, para maravillarse o para consolarse, pero la vida sigue. Nadie impide el paso a nadie y, por lo general, nadie suele hacer nada por incomodar al otro. Y digo por lo general, porque hace poco unos imbéciles descerebrados llamaron gorda a gritos desde un coche a una amiga de mi hija de 18 años que iba andando por la calle. Aún hoy sigo preguntándome qué lleva a alguien a hacer algo tan ruin.

El caso es que estos episodios ocurren porque cafres hay en todas partes y tienen el talento de dejar a algunas personas hechas polvo. Por eso el Instituto de las Mujeres del Ministerio de Igualdad debió pensar que podía ser útil una campaña reivindicativa de la diversidad de cuerpos sin complejos. Así es como nació la fallida ‘El verano también es nuestro’. Pero a veces las buenas intenciones conducen a un fiasco. Sobre todo cuando se carece de experiencia o se quiere ser tan original que se descuida la ejecución.

Estas cosas pueden pasar si te arriesgas a contratar a un creativo poco profesional, nada habituado a que su trabajo sea escrutado al milímetro, que desconoce algo tan básico como que no todos los tipos de letra son de uso gratuito y que piensa que puede utilizar imágenes de personas reales con derechos de autor y ‘dibujarlas’ sin pedir permiso.

Eso es lo que ha ocurrido con esta campaña. El organismo oficial encargó a una marca activista contra la gordofobia un cartel-anuncio para sensibilizar contra los estereotipos de género basados en los cánones de belleza femeninos. La idea era que la campaña transmitiera la idea de que todas las mujeres podemos disfrutar libremente de la playa sin sentirnos incómodas ni ser el centro de las miradas por detalles de nuestro físico. Arte Mapache fue la empresa que se encargó del proyecto por el módico precio de 4.490 euros. Detrás de esta marca se encuentra alguien que se define como "diseñadora audiovisual, artista multidisciplinar, activista antigordofóbica y experta en la autogestión".

Si su objetivo era que la campaña se hiciera viral lo han conseguido, pero por un cúmulo de despropósitos que demuestran principalmente falta de solvencia.


Para empezar, Arte Mapache empleó una tipografía que no es de uso libre pero sin hacer las gestiones pertinentes para su utilización. Y lo que es más grave, en la ilustración que le encargaron no se limitó a crear unos personajes, sino que “se inspiró” -como ella ha admitido- en imágenes de mujeres reales que utilizó sin hacérselo saber a las protagonistas. Para rizar el rizo, a una de ellas, con discapacidad en su vida real, la trasladó a la ilustración sin su prótesis, sino con una pierna corriente, y le pintó vello. Y ha utilizado la cabeza de una doble mastectomizada para colocársela en un cuerpo con solo un pecho. Por redondear el despropósito, la fotógrafa de la imagen con derechos de autor ha montado en cólera por lo que considera un robo.

En un mundo globalizado como este era cuestión de tiempo que las mujeres que habían “inspirado” la creatividad se enteraran de que aparecían en una campaña institucional del Gobierno de España. Más si el anuncio en cuestión ya había sido objeto de debate sobre el sentido y la utilidad de la campaña.

El bochorno que siente cualquiera al leer las reacciones de las agraviadas debe haberse multiplicado en un ‘tierra trágame’ en el caso de la propia creativa, cuya incompetencia ha quedado patente. Ya ha pedido disculpas y explicado que trata de resolver el entuerto con las mujeres que aparecen en el cartel. Pero el daño ya está hecho y este caso la va a marcar y perseguir profesionalmente de por vida.

No se libran del bochorno -ni de los ataques- en el Instituto de las Mujeres y el Ministerio de Igualdad, aunque en su defensa debo decir que en estos casos una supervisión del trabajo previa a la difusión no resulta suficiente. Tampoco hubiera tenido mucho sentido interrogar a la diseñadora sobre los detalles de la ejecución, cuando se da por hecho que se la ha contratado porque es capaz de afrontar un trabajo de estas características sin meter a su contratador en un lío.

En este escenario, la única solución sería cortar por lo sano y retirar la campaña, pero de poco serviría cuando ya ha viajado por la red y ha salido hasta en los telediarios. Así que, como siempre, habrá que dejar que el tiempo traiga el olvido y que, al menos, los responsables institucionales que hicieron el encargo hayan aprendido algo de esta tremenda cagada.