Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

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lunes, 15 de agosto de 2022

El último viaje en familia

Acabo de regresar de un viaje de siete días en coche con mis hijos y su padre por Francia y Bélgica. El objetivo era llegar a un concierto de Coldplay en Bruselas. Así que con esa más que atractiva excusa, trazamos un itinerario desde Madrid que incluía dos ‘escalas’ previas en puntos estratégicos que los adultos deseábamos visitar, tres noches en la capital belga con excursiones a ciudades próximas y regreso con otras dos paradas turísticas camino de casa.

Quienes me siguen en redes sociales, principalmente en Instagram, ya habrán tenido oportunidad de ver a diario imágenes de esta road movie en la que nos hemos embarcado. También apreciarán que en ninguna aparecemos nosotros. Por varias razones. La principal es que siempre encuentro otros motivos más fotografiables que yo misma y mi prole. También ha pesado el hecho de que uno de los viajeros es muy celoso de su intimidad y se niega a aparecer en las redes, al menos en las mías. También evita los selfies y los posados familiares, aunque su destino sea el archivo fotográfico personal. Afortunadamente, de vez en cuando le enternecemos y se digna a concedernos el privilegio de compartir con nosotros alguna instantánea.

Debo confesar que este miembro de la expedición, mi hijo, a cinco meses de su mayoría de edad, ha viajado obligado por contrato después de una dura negociación. Sí, creedme. Lo que a mí a sus 17 años me habría parecido un sueño hecho realidad -ver mundo, aunque fuera con mis padres-, a él le parecía un fastidio. Y aunque firmó que no boicotearía la aventura, la rúbrica no le comprometía a disfrutarla. De modo que no ha apreciado nada de lo que hemos visitado y ha dejado claro que no entendía por qué teníamos que hacer tantos kilómetros si todo lo que estábamos viendo en vivo y en directo estaba disponible en internet.

Nada más pasar la frontera experimentó un ataque de españolidad que le ha llevado a pasarse los siete días menospreciando cada monumento que veíamos, comparándolo con lo que teníamos en España. Solo se ha mostrado algo más motivado para mofarse de nuestra manera de hacernos entender en otro idioma, supervisar como un notario el modo en que nos desenvolvíamos en un país extranjero y transmitirnos permanentemente cómo le hacíamos pasar vergüenza ajena. Aunque su hermana mayor está más centrada y es de más fácil convivencia, sufrió también sus arrebatos, imagino que por efecto contagio o por el caldo de cultivo que iba sembrando su hermano y que terminó arrastrándonos a todos en algún momento.

Playa de Dunkerque

Que no haya compartido imágenes familiares de este viaje no significa que no existan, pero os las ahorro porque no reflejan la realidad. Puede que dentro de muchos años, cuando se hayan ido diluyendo en nuestra memoria los recuerdos que ahora conservamos aún nítidos, quizá lo evoquemos como algo idílico, igual que ahora le parecería a cualquiera que revisara sin contexto los vídeos y fotos que guardamos en el móvil.

Nadie diría que dos minutos antes de posar estábamos discutiendo por cualquier gilipollez, igual que en casa pero a 1.500 kilómetros. O con la irritación que provoca el hambre, porque no encontrábamos un restaurante en el que nos dieran mesa después de las 9 de la noche. O hartos de buscar, y no encontrar, productos sin gluten. O jodidos porque el hotel elegido en aquella parada no tenía ni ascensor ni aire acondicionado ni secador. O sintiéndonos víctimas de xenofobia en aquel restaurante donde el camarero se negó a interactuar en otro idioma que no fuera francés y se divirtió a nuestra costa con otros clientes. O preocupados por si el barrio en el que nos alojábamos no era el más recomendable al caer la noche. O debatiendo acaloradamente sobre los distintos itinerarios para llegar a nuestro destino que nos sugería a cada uno Google Maps. O con un cólico de gases después de atiborrarme a patatas fritas belgas con salsa de queso. O agotados tras una noche sin dormir demasiado porque la única que sigue teniendo el tamaño adecuado para una habitación cuádruple soy yo. O fastidiados ante la posibilidad de perdernos el comienzo del concierto de Coldplay por tener que hacer una cola de media hora para usar un retrete portátil.

De las cuatro personas que hemos compartido esta road movie, dos han manifestado claramente su intención de no repetir juntos una nueva experiencia viajera y las otras dos me temo que asumimos que probablemente este ha sido el último viaje en familia.

El concierto, bien, gracias. De hecho, yo me apunto a seguir haciendo turismo musical. Y que venga quien quiera. 

sábado, 20 de noviembre de 2021

Un extraño en la habitación de mi hijo

De un tiempo a esta parte sospecho que mi hijo no es mi hijo. Juraría que alguien me ha dado el cambiazo. Hay detalles que no me cuadran. No parece el mismo. Y no me refiero solo a su aspecto físico. Doy por hecho que a los 16 años han dado el estirón, derrochan una fuerza que no controlan, les brotan granos en las mejillas, les asoma un bigote de cuatro pelos y parece que tienen siempre el pelo sucio. Así que todo eso no me extraña. Son otros detalles de su comportamiento los que me hacen sospechar.

Por ejemplo, antes dormía con la puerta abierta y ahora la mantiene cerrada todo el santo día. Antes me abrazaba y besaba de manera espontánea sin motivo aparente y ahora me hace la cobra cuando intento aproximarme. Antes colocaba su mano sobre mi hombro cuando caminábamos por la calle y ahora evita ser visto conmigo en público. Incluso disimula para no saludarme si nos cruzamos accidentalmente por la calle y va acompañado de unos amigos que ya no conozco y con los que nunca he hablado. 

Recuerdo que a mi hijo se le daban bien todos los deportes y le encantaba practicarlos. Desde su más tierna infancia fue enlazando natación con tenis, luego karate, después fútbol y más tarde baloncesto. Sin embargo, este que se hace pasar por él solo practica con asiduidad el ejercicio de mover el dedo índice de la mano derecha para manejar el ratón del ordenador. Para ser honestos, últimamente también se machaca en el gimnasio con el propósito de ponerse "mamadísimo”. Como extra, se ha apuntado por sorpresa con sus amigos a un equipo de futbol 7 sin tener siquiera botas de tacos ni interés en comprarlas. Así que juega con las que le van dejando. Por supuesto, este extraño me ha prohibido acercarme a verle jugar, prueba inequívoca de que no es mi hijo. A él nunca se le ocurriría dejarme al margen a mí, que le enseñé a chutar y a entrar a canasta cuando era un renacuajo y que no me he perdido ninguno de sus partidos. Cuando le he pedido explicaciones, este adolescente borde, que es imposible que haya salido de mi útero, me ha venido a confesar que mi sola presencia le avergonzaría delante de sus colegas. Así, con todo su cuajo.

Pero tengo más pruebas e indicios de que ese que duerme en la cama de mi hijo no es mi hijo. El que yo parí recuerdo que me buscaba la víspera de un examen para que le preguntara la lección. En cambio, este que alimento y alojo en casa ni siquiera me cuenta que tiene exámenes. A mi pequeño traté de enseñarle la tabla de multiplicar; la diferencia entre hay, ay, y ahí; el verbo to be, y un montón de competencias educativas más. Pero este ser que convive conmigo prefiere ilustrarse con vídeos de Youtube y directos en Twitch, mientras descuida su ortografía en sus mensajes de Whastapp. Voy más allá. A pesar de ser poco aficionado a estudiar, mi hijo siempre encontraba alguna materia que le fascinara: la ciencia, la tecnología, las matemáticas… Hoy, este que vive en mi casa echa pestes del sistema educativo, despotrica por tener que estudiar cosas que no le van a servir para nada, reniega de la memorización y pone a parir a todos los profesores que le aburren en sus clases.

Sé que este impostor no es mi niño porque, de cada cuatro palabras que emite, una es “puta”. Es su calificativo más frecuente. “Me cago en mi puta raza” es una de sus frases favoritas. Pero también sale de su boca con frecuencia “Cierra la puta puerta” o “Esto es una puta mierda”. Cuando este desconocido se frustra, eleva la voz, da golpes en las mesas y portazos, algo que nunca hacía mi hijo, que no era respondón ni malhablado ni faltaba al respeto. Tampoco cuestionaba mis órdenes ni discutía mis planteamientos, algo que se ha convertido en una costumbre para este intruso que de vez en cuando zanja los debates con un “Ok, boomer”.

Echo de menos cuando jugábamos juntos o cuando vivíamos los viajes como una aventura. Este desalmado que se hace pasar por mi hijo no quiere ni jugar ni viajar ni hacer nada que suponga pasar tiempo conmigo.

Pero quien sea que ha secuestrado a mi hijo y ha dejado a este suplantador aquí, en ocasiones se despista y deja escapar a mi retoño, que reaparece de nuevo en casa en vez del insoportable. Suele coincidir con alguna oferta en una web de ropa de marca. Y como yo le he echado tanto de menos, a veces pico y se la compro. O cuando se acerca el fin de semana. Entonces sé que es él porque se sienta a mi lado, me dedica su mejor sonrisa, suelta un “tenemos que hablar” y despliega todo su atractivo para convencerme de que le dé permiso para llegar tarde a casa o quedarse a dormir con alguno de esos amigos cuyos progenitores están de viaje y no tienen inconveniente en dejar a su prole menor de edad sola en casa como Macaulay Culkin.

Debo admitir que mi adorado hijo también aparece cuando interactúa con otras personas, sus abuelas, sus tíos y otros adultos. Entonces sí reconozco a la persona cariñosa, educada y simpática que ha criado esta boomer. De momento, tendré que conformarme con eso.


lunes, 4 de febrero de 2019

Más que autoestima

Existe una nueva tendencia pedagógica, defendida incluso por la propia ministra de Educación, que sostiene que hay que proteger la autoestima de los chavales por encima de cualquier otra cosa. De hecho la reforma de la Ley educativa en la que trabaja el Gobierno contempla, por ejemplo, dar todas las facilidades posibles a los estudiantes de Bachillerato para que terminen esa etapa, incluso dejarles avanzar al siguiente curso con asignaturas suspensas y ampliando el tiempo en el que pueden completar esta formación. Alega Isabel Celaá que repetir puede rebajar la autoestima y ese es el peor castigo que puede recibir nadie.

En línea con esta era de sobreprotección de los menores, leo en una información que empieza a imponerse, en algunos centros escolares de este nuestro 'primer mundo', la costumbre de no decir las notas en voz alta ante los alumnos ni publicarlas en ningún lugar visible, de manera que no se pueda estigmatizar a los que suspenden ni, por extensión, tampoco felicitar u odiar a los brillantes. No acaba ahí la moda de algodonar a nuestros retoños. Algunas competiciones de deporte base, en particular baloncesto, establecen que a partir de 50 puntos marcados por el equipo ganador, el tanteo queda congelado. De esta manera el equipo perdedor no se desmotiva con una  diferencia de puntuación demasiado abultada. La Federación Andaluza ha ido más allá y se ha inventado la iniciativa ‘Valorcesto’ que, entre otros muy buenos propósitos, elimina directamente el marcador, para que los críos solo disfruten participando, no tratando de ganar al contrincante.  

Resumiendo: A tomar vientos la competitividad, una capacidad inherente al ser humano que desarrollada de manera sana, puede ser muy constructiva. Nadie ha pensado que quizá, en el deporte, lo mejor sería no mezclar en el mismo grupo equipos de distinto nivel, para que todos compitieran en igualdad de condiciones. O, en el caso de las notas ocultas en los colegios, quizá el mejor favor que se les puede hacer a quienes suspenden es dedicarles tiempo y atención.

No sé si al preocuparnos tanto por el ánimo de nuestros niños les estaremos haciendo un flaco favor de cara a su etapa adulta. Sospecho que este exceso de celo les marcará negativamente cuando tengan que enfrentarse al mundo real.


Resulta curioso que lo que antes nos curtía de chavales, ahora está considerado políticamente incorrecto además de anticuado. Lo que antes estimulaba nuestro aprendizaje, ahora no está pedagógicamente aceptado. Ha evolucionado la manera de aprender, de educar, de jugar, de relacionarnos con los niños. Y aquí es donde quería llegar. Ahora la consigna es protegerles. No queremos que sufran, por favor, que no se traumaticen, que nada pueda afectar a su autoestima. 

De este modo, hay padres que les dan lo que les pidan: un móvil de 800 euros, anoraks que cuestan más que el sueldo mínimo interprofesional de Venezuela, entradas de reventa para conciertos o para el fútbol, 20 euros para que se vayan a comer a un restaurante con sus amigos… Lo curioso es que luego esos mismos padres, en su vida cotidiana, no les ahorran sus neuras. Al contrario, les torturan a conciencia con sus miserias laborales. Les hacen espectadores forzosos de sus discusiones de pareja. Desde el asiento de atrás del coche, esos menores asisten sin querer a la terrible visión de su padre transformado en un energúmeno en cuanto coge el volante. Progenitores que emplean palabras malsonantes, jerga soez y lenguaje faltón en presencia de sus adorados vástagos, dándoles un ejemplo poco edificante. Adultos ‘políticamente hiperexcitados’ que adoctrinan a sus hijos durante la cena con mensajes ideológicos que van calando en su cerebro aún en proceso de maduración. Que si Franco, que si Vox, que si el PSOE, que si el PP, que si Ciudadanos, que si la bandera, que si feminazis, que si fascistas, que si podemitas, que si independentistas, que si izquierda, que si derecha, que si pitos, que si flautas… Os aseguro que así les hacemos más daño que borrando notas o marcadores. Porque luego llegan a clase, con gran autoestima, eso sí, y reproducen la misma crispación del mundo exterior pero a escala 'teenager'. Y la política agitada con la revolución hormonal y la creencia de ser el ombligo del mundo sí que es una buena bomba de relojería.  


martes, 26 de septiembre de 2017

El fallo del juez Calatayud

Cuando Emilio Calatayud abre la boca, nunca pasa desapercibido. Habitualmente las declaraciones del juez de menores de Granada tienen trascendencia porque suele conectar con buena parte de la población al verbalizar de manera contundente –sin eufemismos- lo que muchos adultos opinan -y callan- sobre asuntos relacionados con niños y jóvenes. Por lo general cuando se menciona su nombre te vienen a la cabeza las originales sentencias ejemplares para menores descarriados que le han hecho célebre. Pero a partir de ayer toda esa larga y brillante carrera ha quedado empañada por sus últimas declaraciones, más transgresoras de lo normal, y en concreto por una frase poco afortunada que le ha puesto en el punto de mira, principalmente en Twitter, donde merodea mucho ofendido con gatillo rápido.


Calatayud participaba en el programa Las Mañanas de la 1, en RTVE. Tomando como percha la muerte de una célebre influencer, se debatía sobre el uso que hacen los jóvenes de las redes sociales. Preguntado al respecto, el juez dijo textualmente: “Perdón por la expresión. Tomarlo bien ¿eh?, pero las niñas actualmente se hacen fotos como putas”. Los allí presentes, los espectadores tuiteros y en general todo el que escuchó la frase se quedó horrorizado. Algunos pensaron que el juez había perdido la cabeza, si no el juicio. Luego Calatayud ha tratado de matizar su frase y ahondar en la cuestión a través de su blog, incluyendo también como víctimas de la situación a los niños, pero la lluvia de piedras no ha amainado. 

Si algo hay que reprocharle al juez es que en esta ocasión no haya calculado bien los daños colaterales de su provocación. Yo sí entiendo lo que quería decir Emilio Calatayud, aunque lo expresara de una manera muy torpe. Lo veo a diario. Cada vez las niñas tienen más prisa por parecer mayores. Les urge abandonar la niñez cuanto antes. Entre los 10 y los 12 años ya tienen un móvil y cuentas en redes sociales donde publican fotos tratando de emular a artistas o modelos a las que admiran o a las que sueñan parecerse. El baño de su casa suele ser un lugar ideal para retratarse frente al espejo vestidas con un top y un short minúsculo, en una postura que puede ser de todo menos natural, mucho menos infantil. Se encierran en su habitación y graban vídeos en plataformas como Musical.ly haciendo playback de éxitos reguetón mientras se mueven como si fueran las protagonistas de un videoclip, con contoneos y caricias incluidas. El mejor tutorial es la discografía de Maluma, baby

Igual que nos espanta a la mayoría contemplar a niñas disfrazadas de adultas en concursos de belleza infantil americanos, imagino que si algunos padres vieran las imágenes que comparten sus hijas en Instagram se quedarían horrorizados. Pero creo que no las ven y por tanto no pueden protegerlas de sí mismas y de los que sí las ven. No digo que les prohíban jugar a ser mayores -todas y todos nos hemos probado los tacones de mamá antes de tiempo- sino que procuren no olvidar la edad real de esas niñas, oculta bajo el maquillaje, y las traten como tal. Eso incluye, por supuesto, estar al corriente del uso que le están dando sus hijas al móvil y explicarles los riesgos que entraña. Porque esas crías sexualizadas, dentro de la inocencia de sus 11 años, no conciben que ese material vaya a despertar más que admiración entre los amigos que las siguen y aumentar su popularidad en el cole. Y lo mismo ocurre con los chavales, más preocupados en su caso por presumir de una tableta -que ni está ni se la espera- con sus correspondientes oblícuos imaginarios, que fotografían y distribuyen vía Whatsapp para que quede constancia entre sus colegas. Tampoco ellos entienden qué hay de malo en algo tan divertido. Y ahí es dónde quería incidir el juez, un tipo por lo general bastante sensato, en la necesidad de que los padres cumplamos con nuestro deber de padres y protejamos a nuestros hijos empezando por conocerles, saber en qué personas se están convirtiendo, y controlar lo que hacen con ese móvil que algunos les compraron pensando en tenerlos controlados y que ha resultado ser todo un descontrol. 

Y dicho esto, no voy a dictar una sentencia ejemplar contra el juez, porque bastante le ha caído ya. Me voy a limitar simplemente a indicarle dónde erró. El fallo de Calatayud fue la expresión “se hacen fotos como putas”. Porque una mujer poniendo morritos en una foto no es una puta. Una mujer posando en bikini no es una puta. Una mujer exhibiendo públicamente su lado más sexi no es una puta. Una mujer que decide libremente buscar likes despertando la libido o el deseo de quien vea su foto no es una puta. Una mujer que simplemente está orgullosa de su cuerpo y se lanza a mostrarlo en una red social no es una puta. Así que las niñas que juegan a ser mayores e imitan a esas mujeres adultas, libres y dueñas de su vida, señor juez, no se hacen fotos como putas. Hablemos con propiedad y respeto. Si no, se arriesga a tirar por la borda años de trabajo bien hecho.

martes, 30 de mayo de 2017

El difícil reto de sobrevivir a la adolescencia

Imagino que estaréis al tanto del suceso ocurrido en el metro de Madrid. Un niño de 13 años cayó a las vías cuando se entretenía jugando a montarse en los acoples que enganchan un vagón con otro. El tren le seccionó las piernas. En cuanto escuché la noticia pensé en la madre del chaval y luego en mí. Imaginé que cualquiera de mis hijos adolescentes decidiera un día lanzarse a la aventura de hacer el gilipollas por diversión mientras yo permanecía ajena a ello e ignorante del drama que nos venía encima.

En Las Rozas, donde vivo, algunos niños de la edad de los míos se entretienen merodeando por edificios abandonados; van allí con la música de sus teléfonos móviles a todo trapo, hacen pintadas, posan para Instagram, se fuman sus primeros cigarrillos mientras le dan al Red Bull o cualquier otra bebida energética y terminan chutando latas en imaginarios partidos de fútbol, como si la infancia aún se resistiera a abandonarles. A ciertos chavales les gustan particularmente las azoteas de esos edificios cuya construcción quedó paralizada con la crisis y que duermen el sueño de los justos. Por ejemplo, la que iba a ser la Casa del Actor y otros varios complejos de oficinas vacíos en los márgenes de la A6.
 
Todos estos edificios inacabados tienen abiertos los huecos de ascensores y escaleras, así que con poca luz un traspiés puede hacerte caer de una buena altura, la suficiente para romperte una pierna o la cabeza, si es que el aterrizaje es forzoso. Eso sí, desde esas azoteas las vistas son espectaculares y las fotos quedan impresionantes, sobre todo si hay una buena puesta de sol, un elemento importante para conseguir una imagen de mil 'likes' que acompañan con un pie de foto que ni siquiera han escrito ellos mismos, sino que extraen de canciones de raperos españoles o ‘pseudopoetas’ surgidos al abrigo de Youtube. 

Los hay que tienen querencia a los trenes y se introducen en una zona de vías muertas próximas a la factoría de Talgo de Las Matas. Hay que reconocer que la escenografía del lugar se presta a imaginar historias apocalípticas de videojuego y debe darles cierto morbillo. También es recurrente el uso de carros de la compra de los supermercados, que sustraen a las bravas y se los llevan de paseo al punto donde han decidido perder el tiempo ese día. ¿Para qué?, os preguntaréis. Pues para meterse a presión unos cuantos en el interior de la cesta, hacer el cabra y de paso dejar constancia de la gamberrada en vídeo o foto para la posteridad. He llegado a verlos también haciendo una especie de ‘parkour’ en la fuente de la avenida principal del barrio, aprovechando que estaba apagada y no soltaba agua, arriesgándose a resbalar sobre los tubos y meterse uno por el mismísimo culo. 

Son jóvenes, bordean el peligro, pero no tienen miedo, no piensan en los riesgos, no se acuerdan de la muerte ni la enfocan como lo hacemos los adultos. Acaban de nacer, como quien dice, así que les falta mucho para eso. En cambio tienen todo el tiempo del mundo para buscar emociones fuertes. Yo también he hecho el imbécil en mi adolescencia –poco, todo sea dicho-, aunque creo que lo más grave que se me puede achacar es haber llamado a algún timbre y haber echado a correr. En cualquier caso, tendría que contrastarlo con mis amigas de toda la vida, por si se me escapa alguna fechoría. Pero aquí estoy, he sobrevivido a la peligrosa adolescencia, a la inolvidable juventud y ahora convivo con la sensatez de la edad adulta. 

Ya sé que la mala suerte influye, que si es tu día, es tu día, pero siempre he pensado que quien evita la ocasión, evita el peligro. Por eso he sido y soy de esas madres petardas y agoreras que avisan constantemente: “Si te subes ahí te puedes caer”, “No metas los dedos en el enchufe que te puedes electrocutar”, “Ten cuidado con la bici, con el patinete, con los patines…”. Son algunas de las frases más recurrentes de mi guion. Y con esta estrategia no sé si al final he criado unos hijos demasiado miedosos o demasiado prudentes. Cierto es que a veces no me han hecho caso y han probado en sus carnes lo que yo barruntaba más el posterior “te lo dije” que tanto molesta.

A dónde quiero llegar con esta divagación. Pues a la triste conclusión de que nos acechan multitud de peligros en este mundo, algunos asociados particularmente a la adolescencia, una etapa que es en sí todo un verdadero 'challenge': desde las absurdas modas, pasando por esos macabros retos, hasta el acoso por las redes sociales o los arriesgados primeros jugueteos con el sexo, el alcohol y las drogas. Así que esos bebés que protegimos desde su nacimiento y a los que llevamos más de una década enseñando a volar, un día por culpa de la hormona, del amigo, del primer amor, de Internet, de la moda o de la casualidad, van a correr un riesgo evitable y no calculado que les va a hacer sufrir y, con ellos, a quienes les queremos. Y seremos afortunados si todo queda en una anécdota.

Por lo pronto yo seguiré siendo la madre machacona que alerta de los peligros y, que les bombardea con noticias como la del niño del metro, esperando, en el fondo, que mostrarles las terribles consecuencias de estas arriesgadas prácticas les persuada para que no las imiten. Sí, ya sé, a estas edades tienen a hacer lo contrario de lo que les dice su madre, pero que por mí no quede.

martes, 9 de mayo de 2017

13 razones para ver ‘Por 13 razones’ con tus hijos adolescentes

Hace algunas semanas vi completa 13 reasons why o, como la han traducido aquí, Por 13 razones, la serie de moda de Netflix, de la que todo el mundo habla. Polémica para unos, ejemplar para otros, está ambientada en un instituto norteamericano y aborda abiertamente temas delicados como el acoso escolar, la violación y el suicidio adolescente. Para quien no haya oído hablar de ella, que me parecería raro, está basada en la novela homónima de Jay Asher (el Blue Jeans estadounidense), ha sido adaptada por Brian Yorkey para el canal de suscripción y recrea la historia de una adolescente que antes de quitarse la vida graba siete cintas de cassette explicando los motivos que le llevan a tomar esa decisión tan radical. Dos semanas después un compañero del instituto recibe en su casa una caja que contiene esas cintas. Cada cara es un capítulo de la serie y está centrada en una persona que influyó de alguna manera en crear el caldo de cultivo que arrastró al abismo a la chica. 

Debo confesar que fue mi hija de 14 años la que me habló de la serie. Aunque es raro en mí, no me cercioré previamente de si era o no tolerada para su edad. Fue luego, al terminar los 13 capítulos, cuando averigüé que era para mayores de 16 años. Y mis hijos tienen 14 y 12… Me la habían colado. Pero me alegro de haberla visto con ellos. Al margen de la clasificación por edades o los útiles avisos de contenido explícito, resulta de vital importancia acompañarles en esta aventura, compartir el visionado, comentar los momentos críticos, debatir si es necesario. Así que, intentando no hacer spoiler, tirando del tópico y siendo más que previsible, aquí tenéis 13 razones para ver Por 13 razones en compañía de vuestros hijos preadolescentes o ya profundamente sumidos en la edad del pavo:

-CINTA 1-CARA A: Las cintas de cassette. En la era del Smartphone, el Whatsapp y Spotify, lo de grabar un mensaje en cintas y que el protagonista las escuche en un viejo walkman es un guiño nostálgico a los 80 que inspira ternura y que viene bien para enseñarles a las nuevas generaciones de dónde venimos y hacia dónde vamos. 

-CINTA 1-CARA B: Su planteamiento narrativo. El salto del presente al flashback a través de las grabaciones está muy bien afinado y ejecutado con originalidad a lo largo de toda la serie. Ayuda a despertar los sentidos del aborregado público juvenil, les obliga a estar alerta y hacer trabajar su pequeña cabecita.

-CINTA 2-CARA A: Los diálogos de Hannah y Clay. Gracias precisamente a esos flashback asistimos a brillantes diálogos entre la suicida y el amigo que recibe las cintas, sobre todo los que se desarrollan en el cine donde ambos trabajaban juntos. El guión en general está bien hilvanado. Mantiene enganchado al espectador adolescente durante todo el capítulo. Y no es habitual conseguir que estos sacos de hormonas estén callados frente a una pantalla más tiempo del que dura un vídeo chorra de Youtube.

-CINTA 2-CARA B: Su fantástica banda sonora. Mezcla viejo y nuevo, apoya la narración dramática y es casi un personaje más de la historia. Educarás el oído musical de tus hijos y conseguirás que amplíen sus gustos musicales más allá del reguetón.

-CINTA 3-CARA A: Los temas espinosos que enfrenta. Puede que no haya inventado nada, que ya se hayan tocado estos asuntos en otras series, incluso españolas -como Física o Química, Compañeros…- pero el mérito de esta producción es abordarlos todos juntos, enredarlos, situarlos en la ubicación correcta. Y lo más fascinante es ver cómo reciben y asimilan tus hijos esa carga de denuncia.

-CINTA 3-CARA B: Caras nuevas. Se agradece descubrir nuevos actores y actrices jóvenes en televisión que cumplen con su papel. Y si encima todos son guapísimos mucho mejor, porque contribuye a hacerles ver a tus hijos que la belleza también puede generar repulsión.

-CINTA 4-CARA A: Los padres de la serie. Viene bien que nos comparen con los progenitores de los chicos que ven en la pantalla -adultos ausentes, que no se enteran de nada-, y que valoren si son o no más afortunados. En general los adultos no salen muy bien parados en la serie, lo que ya de paso nos conduce a una profunda reflexión.

-CINTA 4-CARA B: Ser popular no es para tanto. Sí, son guapos, juegan al fútbol, van con animadoras, dan fiestas en casa y conducen coches caros, pero al final la historia consigue que tus hijos les vean como losers, perdedores, y se identifiquen más con los pringados, los que van en bici al instituto, tienen un trabajo para costear sus gastos, no van pavoneándose de sus éxitos sexuales y aguantan con inteligencia y dignidad las idioteces de los otros. 

-CINTA 5-CARA A: Hablar de sexo sin que parezca forzado. Ver con tus hijos esta historia propicia conversaciones que no se dan espontáneamente y en las que los adultos podemos hacerles entender que si una chica está borracha y un chico abusa de ella, eso se llama violación con todas las letras. Y que si una chica no quiere practicar sexo con un chico y éste aprovecha su situación de superioridad para forzarla y conseguirlo, también es violación. 

-CINTA 5-CARA B: Hablar de bullying con otro enfoque. Puedes explicarles, por ejemplo, de una manera gráfica que robar una foto comprometida de una chica y distribuirla por redes sociales para dárselas de machito y de paso arruinar su reputación, es sexting, otra modalidad de bullying tan perniciosa como, por ejemplo, obligar a beber alcohol a palo seco a un compañero bajo amenazas.

-CINTA 6-CARA A: Quitarles la manía de decir "me quiero suicidar" con una sola escena. Aprovechar la coyuntura para demostrarles que el suicidio de un adolescente no tiene nada de romántico, que se sufre antes de morir, que se hace sufrir a quienes te quieren y, lo que es peor, no hay vuelta atrás, no es posible rebobinar.

-CINTA 6-CARA B: Sacar el tema del alcohol y las drogas sin parecer que les vas a dar un sermón. El hilo argumental de esta serie ofrece la oportunidad de que sean ellos mismos, los espectadores adolescentes, los que se pregunten cómo chicos de 17 años pueden organizar fiestas y adquirir y consumir alcohol y droga a diario a ese nivel, y perciban los resultados bien evidentes de su ingesta.

-CINTA 7-CARA A: El tabú de la condición sexual. Resulta sintomático comprobar cómo los adolescentes de este país aceptan (al menos los míos) con mayor naturalidad la homosexualidad que los norteamericanos que vemos en pantalla; de hecho los personajes que 'sienten distinto’ lo ocultan por miedo a ser rechazados en la pequeña comunidad en la que se mueven. Será que algo estamos avanzando.

-CINTA 7-CARA B: Una serie sobre adolescentes que interesa por igual a padres que a hijos. Aquí me tenéis, celebrando que vaya a haber una segunda temporada de 13 reasons why. Y qué queréis que os diga. Siempre es de agradecer encontrar una excusa para sentarte a hablar con tus hijos y hallar un punto de conexión, un interés común, algo que te aproxime a la siguiente generación, la de esos niños que hasta hace cuatro días te pedían que los arroparas y les dejaras la luz encendida hasta que se durmieran, por si los monstruos...

domingo, 6 de noviembre de 2016

Incongruencia parental

Me temo que las siguientes palabras no me van a hacer muy popular. Mejor dicho, despertaré más antipatías que simpatías entre los que me lean. Eso si alguien lo llega a leer… o aguanta hasta el final.

Hace poco estuve viendo la exposición de World Press Photo 2016 en el Colegio de Arquitectos de Madrid. Al ser una muestra de fotoperiodismo, abundaban las imágenes de tragedias, supervivientes de catástrofes, víctimas de la guerra, gente en situaciones difíciles, niños con miradas profundas cuyos ojos transmiten una mezcla de sufrimiento, desconcierto y dignidad. Y entonces pensé: aquí, en esta pacífica parte del mundo en la que vivimos, andamos histéricos con la protección de datos y los derechos de imagen, vamos con pies de plomo cuando se trata de que les hagan fotos a nuestros hijos, nos dan a firmar un millar de autorizaciones, nos la cogemos con papel de fumar en cuanto alguien va a filmar a nuestras criaturas y demandamos información exhaustiva sobre el tratamiento que se le va a dar a ese material. Y ahí ves a esa pobre gente en 'puntos calientes' del planeta, que bastante tienen con preocuparse por sobrevivir. No me imagino al corresponsal de turno ni al medio de comunicación en cuestión trasladando una pila de formularios a la zona de conflicto y dándoselos a firmar a los responsables de esos críos para que quede constancia de que están de acuerdo en que se les haga una foto y circule por todo el mundo. Todo lo contrario. Imagino que albergan la esperanza de que esa imagen dé visibilidad a su miseria. Vale. Pero también son niños, como los nuestros, y aparecen en portadas sin pixelar. Y supongo que a los legalistas que defienden aquí el pixelado del rostro de los menores, les da exactamente igual que la cara de los de Siria o Sierra Leona quede al descubierto.

Broken Border-Bulent Kilic
Broken Border-Bulent Kilic (Spot News, third prize stories World Press Photo 2016)

Hace unos días, un padre del colegio de mi hijo criticaba las bases de un concurso de dibujo navideño organizado por el APA del centro porque señalaban que ‘serían rechazadas aquellas obras que no cumplieran con un mínimo de calidad’. Denunciaba que, claro, si el niño era muy pequeño o no dibujaba bien pero quería participar, se frustraría en caso de que le rechazaran. Nunca se ha rechazado ningún dibujo en el citado concurso y, además, se valora el esfuerzo y originalidad en función de la edad y las capacidades. Este mismo padre añadía que se pedía información personal del participante sin mencionar la Ley de Protección de Datos. No sé a los demás, pero a mí me parece obvio que solicitar esa información (nombre, curso y teléfono) es básico para poder saber quién ha ganado y comunicárselo, no para abrir un fichero de datos y vendérselo a cualquier empresa. ¿Que debería figurar una advertencia sobre la ley? Pues probablemente, aunque me parece excesivo tratándose de lo que es. En ocasiones el ser humano bordea el ridículo. Terminaremos presentándonos los unos a otros con el BOE entre los dientes… Eso sí, reivindicamos unas normas y nos pasamos por el forro otras, en función de que nos gusten más o menos. En fin.

Vivimos en una sociedad que protege a sus niños, los padres nos preocupamos mucho por no estresarles, que no se agobien, por favor, reclamamos huelga de deberes, que las tareas escolares en el hogar no les quiten el sueño a nuestros retoños, eso sí, que no les falte formación extraescolar de todo tipo, que sean plurilingües, que toquen varios instrumentos, que metan goles como Ronaldo o que bailen como la Plisetskaya… pero les damos un móvil cuando todavía no se saben las tablas de multiplicar, les permitimos abrirse perfil en todas las redes sociales sin saber leer del todo y, lo que es peor, no tenemos ningún control sobre lo que publican o con quién y cómo interactúan en Internet. 

Los padres de hoy en día nos presentamos ante la tutora de turno hechos una hidra cuando la docente recrimina a nuestros hijos su mal comportamiento e interpretamos que un compañero les hace el vacío por no invitarles a un cumpleaños, pero luego les dejamos salir por ahí de paseo con los amigos sin ninguna supervisión, incluso quedarse solos en unas fiestas patronales con la única indicación de que estén en un punto concreto para recogerles a la hora fijada, bien puede ser la medianoche. Les decimos que el tabaco es malo, pero fumamos en su presencia. Les pedimos que no beban, pero nos han visto tantas veces tomar vino o cerveza que asocian su consumo a un hábito normal en la edad adulta. 

Esta semana conocíamos la terrible historia de una niña de 12 años que fallecía tras no poder superar el coma etílico que le produjo la ingesta de alcohol en un botellón de Halloween. Todo el mundo se echa las manos a la cabeza y apunta hacia el establecimiento que vendió la bebida, al adulto que se la facilitó, a las pocas oportunidades de ocio para adolescentes que proporciona el Ayuntamiento... Pero nadie menciona a sus progenitores. Imagino que la gente piensa que bastante tienen esos pobres padres con el drama de haber perdido a una hija y de esa manera tan absurda. Pero es que esa menor era su responsabilidad, mucho más ahora que sabemos que no era la primera vez que el alcohol le pasaba factura. Soy consciente de que esa edad es complicada, que la rebeldía adolescente es difícil de torear, que los padres tenemos nuestros propios problemas, que los horarios de trabajo nos dejan poco margen para estar encima de nuestros hijos y que, cuando llegan a una determinada edad, ellos mismos rechazan la presencia de una canguro. Pero estamos obligados a abrir los ojos y hacerles saber quién manda en casa, aún a riesgo de provocar una guerra mundial en el entorno del hogar. El problema, me temo, es que los padres ya no sabemos decir que no y, por extensión, nos vemos incapaces de enseñarles a ellos a resistir la presión del grupo. Tampoco tenemos costumbre, ni paciencia, ni ganas, ni tiempo de hablar con los hijos para educarles, conducirles hacia un ocio saludable o hacerles ver qué es lo más adecuado para ellos. Recomiendo que leáis esta entrevista a Eva Millet autora del libro “Hiperpaternidad”. Tiene más razón que un santo. Yo iría más allá: Hemos pasado, sin solución de continuidad, de pelarles la fruta de la merienda a darles un bonobús y 10 euros para que se busquen la vida.

En este tema de cómo ejercer de padre hay mucha contradicción. No entiendo esta doble tabla de medir, ese distinto rasero. Los mismos padres que solucionan las crisis de sus hijos, que les ayudan ante cualquier obstáculo y les consultan antes de confeccionar el menú de la semana, son los que cuando el menor llega a los 10 años e insiste en empezar a volar solo, le cuelgan unas llaves de casa al cuello y se despreocupan. Hace poco he tenido que discutir con mis hijos (de 11 y 13 años) porque no entendían que no les dejara ir solos al recinto ferial instalado con motivo de las fiestas patronales y quedarse merodeando por allí con sus amigos hasta las tantas, “como todo el mundo”. Yo les explicaba que aún no tenían edad, que la ley en España puede sancionar a la familia e incluso retirarle la custodia del niño si los servicios sociales consideran que el menor está en una situación de riesgo, que hay unos deberes inherentes a la autoridad parental que hay que cumplir, entre ellos no abandonar moral ni materialmente al hijo, y que cuando tuvieran 14 años hablábamos. Resumiendo, que si les pasaba algo o se metían en lío y yo no estaba presente, se me podía caer el pelo. Por lo tanto les permitía ir a la feria, pero siendo yo quien les llevara y permaneciendo en el recinto el tiempo estipulado mientras ellos se divertían montando en las atracciones. Bien, pues estoy segura que más de un padre o madre me considera una histérica, y sospecho que en el círculo de amistades de mis hijos ya me han puesto el cartel de tirana.

También podríamos debatir sobre los motivos que han provocado un adelanto en la edad en que comienzan nuestros jóvenes a beber, y a fumar y a practicar sexo. Creo que una de las razones es el propio sistema educativo, sí señor. Eso de adelantar el salto de los niños al instituto y hacerles creer que ya son mayores con 11 o 12 años, ha sido definitivo para todo. Antes, en mi tiempo, el de la EGB, el despertar de los problemas venía a partir de los 14, más maduros, menos aniñados, más curtidos. Ahora se condena a críos que aún duermen con una luz piloto en su habitación a convertirse a pasos agigantados en borregos malhablados que se mueven por las calles en manada. 

He tardado en abordar este asunto porque me veo demasiado reflejada, tanto que a ratos me siento parte de ese colectivo de progenitores incongruentes y otras veces creo situarme en las antípodas de ese tipo de paternidad. Y no he mencionado cómo se altera la relación de pareja cuando los cónyuges defienden puntos de vista opuestos sobre cómo afrontar la autoridad parental. Eso da para otro post.