Me temo que las siguientes palabras no me van a hacer muy popular. Mejor dicho, despertaré más antipatías que simpatías entre los que me lean. Eso si alguien lo llega a leer… o aguanta hasta el final.
Hace poco estuve viendo la exposición de World Press Photo 2016 en el Colegio de Arquitectos de Madrid. Al ser una muestra de fotoperiodismo, abundaban las imágenes de tragedias, supervivientes de catástrofes, víctimas de la guerra, gente en situaciones difíciles, niños con miradas profundas cuyos ojos transmiten una mezcla de sufrimiento, desconcierto y dignidad. Y entonces pensé: aquí, en esta pacífica parte del mundo en la que vivimos, andamos histéricos con la protección de datos y los derechos de imagen, vamos con pies de plomo cuando se trata de que les hagan fotos a nuestros hijos, nos dan a firmar un millar de autorizaciones, nos la cogemos con papel de fumar en cuanto alguien va a filmar a nuestras criaturas y demandamos información exhaustiva sobre el tratamiento que se le va a dar a ese material. Y ahí ves a esa pobre gente en 'puntos calientes' del planeta, que bastante tienen con preocuparse por sobrevivir. No me imagino al corresponsal de turno ni al medio de comunicación en cuestión trasladando una pila de formularios a la zona de conflicto y dándoselos a firmar a los responsables de esos críos para que quede constancia de que están de acuerdo en que se les haga una foto y circule por todo el mundo. Todo lo contrario. Imagino que albergan la esperanza de que esa imagen dé visibilidad a su miseria. Vale. Pero también son niños, como los nuestros, y aparecen en portadas sin pixelar. Y supongo que a los legalistas que defienden aquí el pixelado del rostro de los menores, les da exactamente igual que la cara de los de Siria o Sierra Leona quede al descubierto.
Broken Border-Bulent Kilic (Spot News, third prize stories World Press Photo 2016)
Hace unos días, un padre del colegio de mi hijo criticaba las bases de un concurso de dibujo navideño organizado por el APA del centro porque señalaban que ‘serían rechazadas aquellas obras que no cumplieran con un mínimo de calidad’. Denunciaba que, claro, si el niño era muy pequeño o no dibujaba bien pero quería participar, se frustraría en caso de que le rechazaran. Nunca se ha rechazado ningún dibujo en el citado concurso y, además, se valora el esfuerzo y originalidad en función de la edad y las capacidades. Este mismo padre añadía que se pedía información personal del participante sin mencionar la Ley de Protección de Datos. No sé a los demás, pero a mí me parece obvio que solicitar esa información (nombre, curso y teléfono) es básico para poder saber quién ha ganado y comunicárselo, no para abrir un fichero de datos y vendérselo a cualquier empresa. ¿Que debería figurar una advertencia sobre la ley? Pues probablemente, aunque me parece excesivo tratándose de lo que es. En ocasiones el ser humano bordea el ridículo. Terminaremos presentándonos los unos a otros con el BOE entre los dientes… Eso sí, reivindicamos unas normas y nos pasamos por el forro otras, en función de que nos gusten más o menos. En fin.
Vivimos en una sociedad que protege a sus niños, los padres nos preocupamos mucho por no estresarles, que no se agobien, por favor, reclamamos huelga de deberes, que las tareas escolares en el hogar no les quiten el sueño a nuestros retoños, eso sí, que no les falte formación extraescolar de todo tipo, que sean plurilingües, que toquen varios instrumentos, que metan goles como Ronaldo o que bailen como la Plisetskaya… pero les damos un móvil cuando todavía no se saben las tablas de multiplicar, les permitimos abrirse perfil en todas las redes sociales sin saber leer del todo y, lo que es peor, no tenemos ningún control sobre lo que publican o con quién y cómo interactúan en Internet.
Los padres de hoy en día nos presentamos ante la tutora de turno hechos una hidra cuando la docente recrimina a nuestros hijos su mal comportamiento e interpretamos que un compañero les hace el vacío por no invitarles a un cumpleaños, pero luego les dejamos salir por ahí de paseo con los amigos sin ninguna supervisión, incluso quedarse solos en unas fiestas patronales con la única indicación de que estén en un punto concreto para recogerles a la hora fijada, bien puede ser la medianoche. Les decimos que el tabaco es malo, pero fumamos en su presencia. Les pedimos que no beban, pero nos han visto tantas veces tomar vino o cerveza que asocian su consumo a un hábito normal en la edad adulta.
Esta semana conocíamos la terrible historia de una niña de 12 años que fallecía tras no poder superar el coma etílico que le produjo la ingesta de alcohol en un botellón de Halloween. Todo el mundo se echa las manos a la cabeza y apunta hacia el establecimiento que vendió la bebida, al adulto que se la facilitó, a las pocas oportunidades de ocio para adolescentes que proporciona el Ayuntamiento... Pero nadie menciona a sus progenitores. Imagino que la gente piensa que bastante tienen esos pobres padres con el drama de haber perdido a una hija y de esa manera tan absurda. Pero es que esa menor era su responsabilidad, mucho más ahora que sabemos que no era la primera vez que el alcohol le pasaba factura. Soy consciente de que esa edad es complicada, que la rebeldía adolescente es difícil de torear, que los padres tenemos nuestros propios problemas, que los horarios de trabajo nos dejan poco margen para estar encima de nuestros hijos y que, cuando llegan a una determinada edad, ellos mismos rechazan la presencia de una canguro. Pero estamos obligados a abrir los ojos y hacerles saber quién manda en casa, aún a riesgo de provocar una guerra mundial en el entorno del hogar. El problema, me temo, es que los padres ya no sabemos decir que no y, por extensión, nos vemos incapaces de enseñarles a ellos a resistir la presión del grupo. Tampoco tenemos costumbre, ni paciencia, ni ganas, ni tiempo de hablar con los hijos para educarles, conducirles hacia un ocio saludable o hacerles ver qué es lo más adecuado para ellos. Recomiendo que leáis esta entrevista a Eva Millet autora del libro “Hiperpaternidad”. Tiene más razón que un santo. Yo iría más allá: Hemos pasado, sin solución de continuidad, de pelarles la fruta de la merienda a darles un bonobús y 10 euros para que se busquen la vida.
En este tema de cómo ejercer de padre hay mucha contradicción. No entiendo esta doble tabla de medir, ese distinto rasero. Los mismos padres que solucionan las crisis de sus hijos, que les ayudan ante cualquier obstáculo y les consultan antes de confeccionar el menú de la semana, son los que cuando el menor llega a los 10 años e insiste en empezar a volar solo, le cuelgan unas llaves de casa al cuello y se despreocupan. Hace poco he tenido que discutir con mis hijos (de 11 y 13 años) porque no entendían que no les dejara ir solos al recinto ferial instalado con motivo de las fiestas patronales y quedarse merodeando por allí con sus amigos hasta las tantas, “como todo el mundo”. Yo les explicaba que aún no tenían edad, que la ley en España puede sancionar a la familia e incluso retirarle la custodia del niño si los servicios sociales consideran que el menor está en una situación de riesgo, que hay unos deberes inherentes a la autoridad parental que hay que cumplir, entre ellos no abandonar moral ni materialmente al hijo, y que cuando tuvieran 14 años hablábamos. Resumiendo, que si les pasaba algo o se metían en lío y yo no estaba presente, se me podía caer el pelo. Por lo tanto les permitía ir a la feria, pero siendo yo quien les llevara y permaneciendo en el recinto el tiempo estipulado mientras ellos se divertían montando en las atracciones. Bien, pues estoy segura que más de un padre o madre me considera una histérica, y sospecho que en el círculo de amistades de mis hijos ya me han puesto el cartel de tirana.
También podríamos debatir sobre los motivos que han provocado un adelanto en la edad en que comienzan nuestros jóvenes a beber, y a fumar y a practicar sexo. Creo que una de las razones es el propio sistema educativo, sí señor. Eso de adelantar el salto de los niños al instituto y hacerles creer que ya son mayores con 11 o 12 años, ha sido definitivo para todo. Antes, en mi tiempo, el de la EGB, el despertar de los problemas venía a partir de los 14, más maduros, menos aniñados, más curtidos. Ahora se condena a críos que aún duermen con una luz piloto en su habitación a convertirse a pasos agigantados en borregos malhablados que se mueven por las calles en manada.
He tardado en abordar este asunto porque me veo demasiado reflejada, tanto que a ratos me siento parte de ese colectivo de progenitores incongruentes y otras veces creo situarme en las antípodas de ese tipo de paternidad. Y no he mencionado cómo se altera la relación de pareja cuando los cónyuges defienden puntos de vista opuestos sobre cómo afrontar la autoridad parental. Eso da para otro post.
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