Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

viernes, 27 de diciembre de 2024

Adiós al alma del colegio Los Jarales

Un cáncer fulminante se ha llevado en dos meses a la primera figura de autoridad que conocieron mis hijos, por encima de sus propios progenitores. Se llamaba Roberto Arevalillo y era el conserje del colegio público Los Jarales de Las Rozas. Este buen hombre desempeñó un papel fundamental entre los 3 y los 12 años de vida de mis retoños y de todos los niños y niñas que han pasado por este centro en sus más de tres décadas de existencia.

Al poco tiempo de escolarizarles en Los Jarales, no recuerdo muy bien cuál de los dos chavales llegó a casa hablando del “director del colegio”. A su padre y a mí nos extrañó, porque creíamos que era una mujer la que dirigía el centro. Poco después entendimos que, para ellos, quien mandaba era Roberto. Él era quien les miraba las manos antes de entrar en el comedor para comprobar que estaban limpias y “no había ni virus ni bacterias”. Curiosamente, cuando había más jaleo y poco espacio donde sentarse, Roberto realizaba un examen de manos más concienzudo en la fila de espera y enviaba con mayor frecuencia a los escolares a lavarse mejor.



No he conocido a nadie con tanta capacidad memorística como para aprenderse el nombre y los dos primeros apellidos de todos y cada uno de los alumnos que han jugado en esos patios y bajado al trote esas escaleras.

Con una sonrisa permanente en la boca, Roberto era locuaz, ingenioso y siempre encontraba la palabra precisa en el momento adecuado. Cuando les mandaba hacer algo a los críos, no sonaba a ultimátum, pero la orden iba revestida con tal carga de autoridad, que la acataban sin rechistar.

Antes de que aterrizara el bilingüismo en el colegio, él ya había instaurado el ‘spanglish’ y como DJ no tenía precio. Mítica era su selección musical por megafonía y sus llamadas al “comedore”.

La Asociación de Padres y Madres del Colegio tenía un chollo con él. Nunca dejó de colaborar y echar una mano en cualquier cosa que necesitáramos. Allí estaba, al pie del cañón, a la hora de decorar el colegio para las fiestas de extraescolares e incluso atendiendo la barra de las bebidas. Le recuerdo siempre vestido con un polo de manga corta. Porque no le vi nunca con un abrigo, ni en lo más crudo del invierno. Como mucho, una chaqueta.

Para Roberto, las familias de los Jarales éramos sus familias, los niños eran sus sobrinos y el colegio era su casa. Nunca mejor dicho. Allí seguía viviendo con su mujer Merche, crió a su hija Mirella y malcriaba a su nieta Maia, mientras se acercaba el momento de la jubilación que no ha llegado a disfrutar. Nos ha dejado a los 61 años sin poder ir a darle un abrazo de despedida. Sé que hay intención de rendirle tributo en el recinto escolar donde pasó toda su vida. Algo así como un homenaje alegre a una persona alegre. Es lo mínimo que se merecía alguien que ha dejado tanta huella en tantas personas. Cuando llegó la noticia a nuestros móviles por WhatsApp, mi hijo solo fue capaz de preguntar “¿Pero es verdad?”. Lamentablemente, sí.

martes, 17 de diciembre de 2024

El acompañante del enfermo en un hospital, ¿ventaja o molestia?

He frecuentado pocos hospitales, por suerte. Como usuaria, solo dos veces y por motivos felices, dar a luz. Como acompañante, sobre todo ha sido por ingresos de mis padres. La última vez que he pisado uno ha sido por la convalecencia de mi suegra tras una intervención. El tiempo que me ha tocado pasar con ella ha sido muy inferior al que le han dedicado sus hijos, pero me ha bastado para plantearme qué pasaría si familiares o amigos no pudieran permanecer al lado de los pacientes durante el tiempo que están ingresados.

Siempre había pensado que el que hace el favor de acompañar a un enfermo molesta a los sanitarios que se encargan de tratarle. Sin embargo, después de esta experiencia y de los episodios que he presenciado yo misma o que me han relatado quienes los han vivido en primera persona, me he convencido de que es al contrario. Un paciente acompañado es un premio gordo.

Tanto es así que uno accede a un hospital como simple acompañante de un paciente y sale preparado para que le convaliden un módulo sociosanitario, con la cantidad de labores que termina aprendiendo a realizar, bien porque dan por hecho que las va a querer hacer o bien porque, si espera que las haga alguien del personal justo cuando lo necesita, puede esperar sentado.

En estos días de estancia hospitalaria, no han sido ni una ni dos las llamadas al control de planta para trasladar una necesidad del paciente que obtenían como respuesta un “ahora vamos” seguido de una espera prolongada. Si después de un tiempo prudencial sin respuesta acudías al mostrador de enfermería, te encontrabas caras de fastidio detrás de un cartel que señalaba expresamente que no pintabas nada allí y que si querías algo, llamaras desde la habitación. Me han contado que alguna ‘profesional’ ha soltado un “que se espere” desde la sala de descanso de enfermeras cuando algún familiar solicitaba, por enésima vez y con media hora de retraso sobre el horario marcado, que le facilitaran alimento para la nutrición enteral prescrita a un paciente con sonda nasogástrica.

He asistido a varios olvidos o retrasos en la administración de protocolos pautados -aunque fueran unos simples aerosoles-, quiero creer que porque había otras prioridades más urgentes. Observando, he llegado a la conclusión de que la peor hora para necesitar ayuda en la planta de un hospital es el cambio de guardia. Unos están derrotados y los otros no han entrado aún en calor, así que procura no cagarte ni caerte ni convulsionar de dos a tres ni de nueve a diez de la noche.

Me pregunto qué harán los enfermos que están solos porque no tienen familiares o amigos que puedan turnarse para hacerles compañía de día o velar su sueño de noche. Cuánto tendrán que esperar para que una enfermera les retire un gotero que lleva más de media hora vacío. Cuánto tendrán que retener el pis hasta que alguien acuda a su habitación a ponerles la cuña o cuánto tendrán que aguantar con un pañal mojado y sucio hasta que les limpien el culo irritado. Cuántos días pasarán sin ducharse porque a las auxiliares les resulta más cómodo asear en la cama. Quién les ayudará a alimentarse si no lo pueden hacer por sí mismos o a moverse para no perder el tono muscular. Quién tratará de calmarlos cuando, al caer la noche, se muestren alterados por un síndrome confusional posquirúrgico. Seguro que en esos casos no tardan nada atarlos a la cama y administrarles un calmante para que no les amarguen el turno.

Me da la impresión de que el personal que trabaja en las áreas de hospitalización se ha malacostumbrado a que los acompañantes de los pacientes les ahorren trabajo y, al final, su presencia favorece que estén menos alerta.

Por supuesto, generalizar es injusto y en todos los ámbitos, también en el sanitario, hay de todo: gente muy profesional y otra no tanto. Será que hemos coincidido con más de esta segunda categoría. O quizá sencillamente lo que pasa es que el que está preocupado por la salud de un familiar tiende a pensar que todos los cuidados que recibe su ser querido nunca son suficientes.

domingo, 27 de octubre de 2024

Decepción total: Errejón era fake

Lo de Íñigo Errejón me ha dejado descolocada. Yo era una de las que lo tenían idealizado. Le admiraba como orador parlamentario y me creía su discurso de izquierdas, siempre al lado de los que sufren, defensor de causas nobles, impulsor de la jornada laboral de cuatro días, aliado de las mujeres contra el machismo patriarcal y del colectivo LGTBI+ frente a los homófobos. Ver cómo encajaba las bromas que le hacían por su aspecto aniñado me hacían militar en su equipo. He de confesar también que me parecía uno de los políticos más atractivos de hoy en día -el nivel tampoco está muy alto… Semper, Sánchez, Rufián y para de contar- y hasta despertaba en mí cierto morbillo.

Pero el jueves pasado se pinchó la burbuja. El exportavoz de Sumar en el Congreso no era más que un fake. Decepción total. Se me hundió el mito. Y no fue porque le guste esnifar cocaína sobre el culo de una tía ni porque imponga a sus parejas sexuales reglas dignas de ‘Cincuenta sombras de Grey’. Fue porque me demostró no ser tan inteligente como creía. Primero, escribiendo una carta en la que se escudaba en la salud mental y eludía hablar a las claras del motivo de su renuncia. En cambio, se enredaba en expresiones y frases hechas -la subjetividad tóxica, el patriarcado, el modo de vida neoliberal, la persona y el personaje- autoexculpándose de algo que no se atrevía a verbalizar a las claras y que había que descifrar en una lectura entre líneas.


Tampoco demostró mucha inteligencia cuando pensó que todas las mujeres a las que tiraba la caña hasta que picaban y ejercía sobre ellas de macho dominador iban a mantenerse calladas y nunca desvelarían los muy particulares usos y costumbres sexuales de un personaje público tan destacado.

Las fantasías sexuales de cada uno son eso, deseos privados. Ahí no me meto. Que cada uno sueñe y lleve a la práctica en la intimidad lo que le pida el cuerpo sin infringir ninguna ley ni dañar a nadie. Pero cuando esas fantasías van más allá del onanismo y requieren de la participación de otra persona, lo mínimo es que conozca las reglas del juego y las acepte. A tenor de los testimonios que circulan, Íñigo daba por hecho que a sus parejas sexuales les iba su rollo y se saltaba el paso de pedir el consentimiento. Y como, a pesar de la incomodidad del momento, la sombra del personaje pesaba mucho, las supuestas víctimas no salían por patas. Imagino que ellas eran las primeras desconcertadas, incapaces de disociar como él entre la persona y el personaje, contemplando ante ellas al mismo que demonizaba la violencia sexual contra las mujeres con una mano en su pene y la otra manoseándoles por sorpresa las tetas.

De todos modos, me temo que el código penal todavía no castiga el machismo. Y, por lo que hasta ahora se va sabiendo del caso, su comportamiento en la intimidad podía ser inapropiado y moralmente reprobable, pero no ilegal.

De todos modos, si de algo me ha servido el caso Errejón es para confirmar que las mujeres tendemos a romantizarlo todo y, aunque está mal generalizar, idealizamos cualquier encuentro sexual. Mucho más si se trata de un personaje público, a priori inaccesible. Pensaba que ahora ya no era así, que las tías de hoy en día eran más pragmáticas, que iban al grano, que buscaban lo que buscaban sin mayores ataduras y que se acostaban con hombres sin imaginárselos en el altar. Pero, leyendo la declaración de la actriz Elisa Mouliaá, la única que hasta ahora le ha denunciado en una comisaría y no de forma anónima en redes sociales, y la de otras mujeres cuyo testimonio ha trascendido, detecto demasiada inocencia emocional.

También es verdad que los tiempos han cambiado en otro sentido. Antes te rozaba el culo en el Metro un guarro, le mirabas con odio y te movías a otro lado del vagón. Ahora si les ocurre eso, hacen un vídeo y denuncian el sobeteo en las redes sociales.

Antes, terminabas en la cama con un tipo que prácticamente acababas de conocer y si te salía con alguna petición sexual inesperada o que no te convencía, tenías dos posibilidades: pasar por el aro y a ver qué pasaba o reconducir la situación con mano izquierda. Cualquiera de las dos opciones te dejaba el poso justo para comentar la aventura en una sobremesa con amigas y punto. Ahora, la experiencia te genera un trauma que da para un podcast de 12 capítulos.

Antes si no te llamaban después de haberos enrollado o te ponían los cuernos, asumías que te había tocado un gilipollas, estabas un par de días mustia y al tercero te autoconvencías de que te habías librado de una buena. Ahora si ocurre eso, escriben hilos en X hablando de toxicidad y piden una sesión de urgencia con su psicóloga.

No cabe duda que hemos evolucionado, espero que a mejor, aunque entonces y ahora, a unos y a otras, nos haga falta más inteligencia emocional.

lunes, 2 de septiembre de 2024

Así se vacía la España vaciada

Hace más de 35 años, cuando dejé mi pueblo para estudiar en Madrid, disponía al menos de cinco frecuencias de autobús para desplazarme entre Toro y la capital cuando lo necesitaba, que solía ser en fines de semana y vacaciones, para mantener el vínculo con el hogar, la familia y los amigos. Algunos de los servicios eran directos, los llamados exprés. Por un poco más de dinero llegabas antes al evitar las paradas intermedias y viajabas en buses más cómodos, con más espacio entre asientos y una fila con plazas individuales. Por aquel entonces no había ni estación de autobuses en mi pueblo. El punto de salida y llegada era la puerta de un hostal ya desaparecido, el Doña Elvira. Auto Res era la empresa que operaba la línea Zamora-Madrid y en días puntuales, coincidiendo con fechas de alta demanda, llegaba a llenar dos autobuses en algunas de las frecuencias.

Con el paso del tiempo, Auto Res pasó a integrar el Grupo Avanza, yo me establecí de manera permanente en Madrid, entró un vehículo propio en mi vida permitiéndome regresar por mi cuenta cuando quisiera y dejé de ser una clienta asidua de estos buses que siguieron dando un servicio esencial a los vecinos de la zona, con cuatro frecuencias de ida y otras tantas de vuelta, cubriendo todos los horarios, y cambiando la puerta del hostal por una flamante estación de autobuses para descargar y cargar viajeros. Pero llegó la pandemia y parece que también hizo mella en este sistema de transporte público por carretera.

Estación de autobuses de Toro

A mediados de este mes de agosto, Avanza dejó de prestar este servicio y cedió el testigo a Alcalábus y Vigo Barcelona SAU, dos empresas del grupo gallego Monbus. Fueron las únicas interesadas en gestionar la línea regular entre Madrid y Zamora a la que había renunciado Avanza por ser un servicio poco rentable e insostenible. Según esta compañía, el escaso número de pasajeros diarios hacía inviable su continuidad económica. Hace más de un año, diez después de finalizar la concesión oficial, comunicó su decisión a la Dirección General de Transporte Terrestre y ha sido ahora cuando se ha materializado el traspaso tras completar el proceso de licitación del nuevo contrato.

El cambio de operador no ha estado exento de incidencias. Se han dado casos de viajeros que habían comprado billete de ida y vuelta en pleno periodo de migración, que realizaron el primer viaje con Avanza y perdieron su viaje de vuelta porque ya no existía ese autobús al coincidir su regreso con el estreno de Monbus. Por no mencionar que algunos de los viajes inaugurales han sido eternos porque los conductores desconocían los itinerarios que llevaban a los puntos de cada una de las paradas y tenían que dejarse guiar por los propios viajeros. Además, por lo que comentan los usuarios, el servicio no está destacando por su puntualidad, entre otras cosas porque un solo coche cubre la línea y va acumulando retrasos de un trayecto al siguiente. 



Sin embargo, el mayor problema de esta transición radica en las frecuencias. A diario, Toro se queda solo con dos y en horarios poco operativos. Se elimina el autobús más tempranero y que mayor utilidad tenía para estudiantes, trabajadores y enfermos: el de las 6:25 horas. De este modo, el primer coche del día parte ahora a las 10:55 y llega a su destino a la hora de comer, lo que no ayuda a compatibilizar la vida en Toro con los estudios o el trabajo en la capital. Tampoco les sirve a pacientes que están siendo sometidos a tratamientos médicos en hospitales de Madrid y que son citados generalmente a primera hora de la mañana.

No es que hayan eliminado frecuencias, sino que han suprimido la parada en Toro. Es decir, a las 6:00 y a las 17:00 salen desde la ciudad de Zamora buses directos a Madrid, pero que no entran en Toro para recoger viajeros. Igualmente, de vuelta, a las 21:00 horas se puede ir de Madrid a Zamora, pero no apearse en Toro.

El otro servicio diario pasa a las 21:25 y llega a las 00:30 horas a Madrid. Los viernes y domingos se suma a estos dos otro bus que sale a las 21:05. Resulta inevitable preguntarse qué sentido tiene programar dos frecuencias con media hora de diferencia y no a las tres o las cinco de la tarde.

Desde Madrid el primer autobús para llegar a Toro está programado a las 06:30 horas. Teniendo en cuenta que el Metro empieza a funcionar a las seis de la mañana, el margen para llegar a la estación es bastante ajustado. El otro servicio con parada en Toro tiene su horario de salida por la tarde, a la 16:30 horas, el único que mantiene cierta utilidad.

A raíz de la pandemia mucha gente decidió regresar al pueblo aprovechando el teletrabajo. Posteriormente, algunas empresas facilitaron el modelo híbrido, que combina el trabajo presencial una parte de la semana con el trabajo en remoto el resto de días. En estos casos, el autobús de las 6:25 horas resultaba ideal para desplazarse cuando tocaba. Lo mismo les ocurría a los estudiantes universitarios. La eliminación del servicio no deja más remedio que optar por el coche privado, acercarse a otros puntos de la zona con más oferta, aumentando el tiempo y el coste del viaje, o directamente abandonar el pueblo por las malas comunicaciones. Y luego que si la España vaciada.

Las quejas de los usuarios toresanos de momento no han servido de nada. Ahora el Ayuntamiento de Toro y la Diputación de Zamora han anunciado que van a reunirse con Monbus para intentar recuperar las frecuencias perdidas. Todo apunta a que la única solución a este problema está en manos de las administraciones, mediante ayudas, subvenciones o incentivos. No tiene sentido que a los políticos se les llene la boca con la lucha contra la despoblación y luego no se aseguren de que todos los ciudadanos, independientemente del territorio en el que habiten, tengan los mismos derechos y las facilidades para desplazarse a los puntos donde se concentran los servicios y la actividad.

Por acabar con buen sabor de boca y destacar algo positivo del cambio de operador de la línea, el precio del billete ha bajado casi 5 euros. Además, se ha incluido una parada en el Intercambiador de Moncloa, lo que evita ir hasta la Estación Sur de autobuses en Méndez Álvaro, hasta ahora punto de partida y destino. Pero eso es poco consuelo.

martes, 20 de agosto de 2024

Decepcionada con la visita gratuita al Monasterio de las Descalzas Reales

Llevaba tiempo sintiendo curiosidad por conocer el interior del Monasterio de las Descalzas Reales, un palacete enorme ubicado en pleno centro de Madrid, por donde paso cada día para ir a trabajar. Allí nació en el siglo XVI Juana de Austria, la hija menor del emperador Carlos V, y allí descansa su cuerpo. Pertenecía al tesorero de su padre y tras su regreso de Portugal, donde fue princesa, decidió instalarse allí y convertirlo en un monasterio de monjas clarisas. Hoy en día siguen viviendo allí una decena de religiosas que se enclaustran unas horas al día en una zona del monasterio mientras Patrimonio Nacional realiza visitas guiadas por el resto del complejo.

Alguna tarde vi que se formaban colas a la puerta del convento. Coincidía en miércoles o jueves. Luego supe que eran las franjas en las que la visita era gratuita, lo que te permitía ahorrarte los 8 euros de la entrada.

Hace unos días, aprovechando que estaba de vacaciones, allí me presente media hora antes de la hora de apertura confiando en que no hubiera mucha gente y pudiera entrar. Unas 25 personas aguardaban en las pocas sombras que había frente a la puerta. Se habían ido dando la vez unas a otras e hice lo propio. Precisamente ese es uno de los principales inconvenientes de esas visitas gratuitas, que no se puede reservar el tramo horario en el que deseas acudir a través de la página web de Patrimonio Nacional, como ocurre con las entradas de pago. Sería una manera de asegurarte que podrás entrar y ahorrarte una cola de espera que no te garantiza que accedas. El caso es que durante media hora bajo un sol de justicia y con más de 30 grados soporté la espera viendo cómo iba creciendo el número de visitantes que, como yo, aspiraban a conocer el palacio sin que nos costara un euro.

Hasta que no dieron las 4 de la tarde en el campanario del convento no se abrió la puerta. Para entonces ya habíamos abandonado las sombras en las que nos habíamos estado refugiando de una insolación segura y habíamos formado una fila delante de la entrada. Los primeros visitantes empezaron a entrar al recinto mientras crecía el rumor en la fila de quienes esperábamos turno de que cada visita estaba limitada a 20 personas. Y así fue. Cuando casi nos iba a tocar el turno, un amable caballero que luego resultó ser el guía nos informó de que la visita de las 16:00 horas estaba completa y que esa tarde solo habría otra más a las 17:00 horas. Ante la sorpresa y las quejas de los que nos habíamos quedado con la miel en los labios, el tipo alegó que solo estaban disponibles dos guías, solo se permitían las visitas guiadas y que no podían hacer otra cosa. La sola idea de tener que esperar una hora más bajo el sol se me hacía muy dura. Casi estaba a punto de tirar la toalla cuando afortunadamente se nos informó de que a los siguientes de la cola se nos daría una entrada con la que se reservaba nuestro acceso en la siguiente visita. Al menos podíamos irnos a tomar un café o recuperar el ánimo en algún establecimiento con aire acondicionado mientras hacíamos tiempo.

Llegada ya la hora, accedimos al convento donde nos aconsejaron que, mientras se incorporaba todo el grupo, nos sentáramos en una sala para coger fuerza “porque la visita dura una hora y es toda de pie”, nos explicó una mujer que nos daba la bienvenida. En contra de lo que podría pensarse, los muros del convento no aislaban de la temperatura exterior, así que en el interior hacía tanto calor como fuera. Los abanicos echaban humo entre los 18 afortunados que finalmente decidimos quedarnos, incluidos dos pobres niños. “Pueden darles agua para beber, porque hace mucho calor en el monasterio y esta mañana se nos desmayó un pequeño”, añadió la ‘amable’ empleada. Para rematar y hundir en la miseria a quienes iban con ganas de ir al baño, se adelantó a su pregunta y sentenció: “Aquí no hay lavabos, quien lo necesite que vaya a los de El Corte Inglés”. Una de las personas del grupo comentó que precisamente era lo que había hecho ella antes de que comenzara la visita y que le había tocado esperar una cola de 15 minutos. “¿Para mear?”, preguntó tan asombrada como desinhibida la empleada de Patrimonio Nacional.

Por fin apareció la guía que nos había tocado en suerte, una mujer estirada, que se limitó a recitar como un papagayo nombre de pintores y años, que apenas aportó datos o anécdotas que nos ayudaran a conocer la historia del convento y que, en cambio, no hacía más que llamar la atención con tono robótico a los visitantes que se acercaban demasiado a las verjas de pan de oro o que, para no desvanecerse, se sentaban en “bancos históricos”. Llegó a montarle bronca al padre de un niño que llevaba un pequeño ventilador porque pensaba que estaba bebiendo algo que no era agua. Previamente nos dejó bien claro que no quería salir en ninguna de nuestras fotografías y que nos abstuviéramos de disparar cuando ella estaba explicando. Todo esto deambulando tras ella por corredores y salas asfixiantes por la alta temperatura y lo recargado de sus paredes, repletas de cuadros, tapices y arte sacro, mientras un guardia de seguridad nos pisaba los talones para asegurarse de que no tocábamos nada.

La visita resultó larga, pesada, aburrida e incómoda. Salvo la monumental escalera principal del edificio, de estilo renacentista español, decorada con pinturas murales del siglo XVII, el resto me dejó fría (es un decir). Ni siquiera me sentí conmovida con los majestuosos tapices colgados en la sala donde antiguamente se ubicaban las celdas de las monjas. Entre otras cosas por la temperatura. No podía dejar de pensar en las monjas asfixiadas en verano y congeladas en invierno. Dudo que con esas temperaturas se puedan conservar de manera adecuada piezas tan valiosas. Quizá Patrimonio Nacional podía plantearse instalar algún sistema de climatización en esas partes del monasterio.

Ignoro si la visita de pago incluye la iglesia del monasterio, donde reposan los restos de Alfonso, Gonzalo y Francisco de Borbón. Desde luego, la versión ‘gorrona’ no. De hecho, veo que la de 8 euros dura alrededor de una hora y cuarto, mientras que esta no llegó (afortunadamente) a la hora, de modo que imagino que nos escatimaron rincones destacados del edificio. Es igual. No creo que en esas condiciones y con esa guía hubiera soportado más tiempo de visita.