Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Cuatro días en Berlín

Después de mucho tiempo asistiendo a las celebraciones convencionales de Nochevieja, hace un año decidimos tomarnos las uvas fuera de España. Elegimos Berlín para pasar cuatro días, dos del año viejo y dos del nuevo. Nos parecía un destino atractivo y estaba a buen precio. Encontramos billetes de avión que salían más baratos que cualquier AVE y la oferta de alojamientos económicos era amplia, de modo que nos lanzamos a la aventura. En este post, que publico con un año de retraso, voy a contaros nuestra experiencia, por si os resulta de utilidad en caso de que planeéis viajar a la capital alemana.


Día 1.-La mañana del primer día la dedicamos a un ‘free tour’ en castellano. Lo reservamos desde España en Civitatis. Es una visita guiada, a pie, de unas tres horas de duración que te permite una primera toma de contacto con el centro de la ciudad. Comenzamos el itinerario en la puerta de Brandeburgo, vimos el Memorial del Holocausto, nos hicimos fotos en algunos de los restos del viejo muro que aún se conservan, nos situamos en el terreno donde se asentaba el cuartel de la Gestapo, pisamos sobre el bunker donde se suicidó Hitler, paramos en el Check Point Charlie y terminamos en la plaza donde los nazis quemaban los libros de los autores poco afines. Al final de todo este ameno recorrido, se le suele dar una propina al guía. No hay nada establecido, lo que cada cual considere. La verdad es que el itinerario y las explicaciones merecen la pena porque sirven para orientarte durante el resto del viaje.

Previamente habíamos visitado la cúpula del Bundestag, el Parlamento Federal Alemán, otra actividad gratuita e inexcusable. El diseño de Norman Foster es de una belleza que apabulla. En cuanto a las vistas desde allí arriba son fantásticas y te ayudan a ubicar y reconocer los puntos más destacados. Puedes disponer gratis de audioguía en castellano. También hay que reservar con tiempo. Nosotros lo hicimos online antes de viajar.

Para comer elegimos un mercadillo callejero en la plaza de Gendarmenmarkt, una zona pintoresca donde pudimos probar las tradicionales salchichas y su cerveza. Alli lo más popular son las currywurst, trozos de salchicha bañados en salsa de curri. Hay puestos por la calle donde te las sirven en un cartoncito y te las llevas puestas. También se lleva lo de beber vino caliente con canela. No está mal en invierno, te hace entrar en calor.

Con el estómago lleno y algo cansados, seguimos inspeccionando la zona a bordo de un autobús: el 100, que recorre la arteria principal y los puntos de interés. En él pasamos por la isla de los museos hasta llegar a la Alexanderplatz, otra plaza muy icónica de la antigua RDA que no tiene mayor atracción que la Torre de la Televisión de Berlín, el edificio más alto de Alemania a cuyo mirador se puede subir previo pago de unos 12 euros. No subimos porque nos pareció demasiado por contemplar una vista panorámica de la ciudad. En la plaza, además, hay un reloj giratorio que da la horas de todo el mundo y un montón de tiendas y restaurantes.

Luego regresamos al hotel, para reponer fuerzas y amortizar la tarjeta de transporte. A la hora de la cena, nos trasladamos a conocer la Potsdamerplatz, una moderna zona comercial y de ocio.


Día 2.-Nuestro objetivo era conocer la East Side Gallery, un kilómetro del muro de Berlín original al lado del río Spree que se ha convertido en un gran mural de arte urbano. Es una visita obligada si uno quiere hacerse la tradicional foto delante del mural del beso entre Brezhnev y Honecker. Como todo el mundo quiere hacer lo mismo, dad por hecho que encontraréis gente delante y os tocará esperar vuestro momento.

De regreso al centro, decidimos inspeccionar la isla de los museos. No entramos en ninguno, no teníamos tiempo (ni ganas). Así que paseamos por la zona para ver de cerca y por fuera la Catedral, el Ayuntamiento rojo y el parque donde están las estatuas de Marx y Engels.  Después nos acercamos al barrio judío para admirar los famosos patios de los que habíamos oído hablar mucho, pero que nos costó encontrar y tampoco nos entusiasmaron demasiado.

La noche de Fin de Año, tratando de localizar inútilmente algún restaurante donde cenar, descubrimos el barrio medieval de San Nicolás, el más antiguo de la ciudad. Está detrás del Ayuntamiento rojo. Si iluminado por las luces de Navidad te sentías transportado a un cuento de hadas, imagino que por el día será todavía más bonito. Me quedé con las ganas de comprobarlo. Ya que he mencionado el espinoso tema de la cena de Nochevieja, si tenéis previsto estar allí en esta fecha y os pasa como a nosotros por confiarnos, tranquilos, siempre podréis cenar en el McDonalds que hay muy cerca de Alexanderplatz y hasta pediros unas gambas con gabardina. Eso sí, acompañadas de un refresco, porque esta cadena no vende ni una mísera cerveza con alcohol. Tendréis que esperar a salir a la calle y adquirirla en alguna de las tiendas que encontraréis abiertas.


Día 3.-El primer día del año madrugamos para ir temprano al centro de información del Monumento del Holocausto. Está bajo esta instalación y es gratuito. No quiero sonar irreverente, pero particularmente se me hizo un poco pesado. El drama del holocausto está profusa y detalladamente explicado, así que es una sucesión de paneles con texto que hay que ir leyendo -o escuchando si utilizas una audioguía-.

Continuamos caminando hasta ver más de cerca el Check Point Charlie, una recreación del puesto fronterizo entre el territorio administrado por los estadounidenses y el de la RDA, bajo el control soviético. Es otro de los puntos preferidos por los turistas para sacarse una foto, que es de pago si eliges posar con alguno de los caballeros disfrazados de militares que hacen allí el paripé.

La zona del Zoologische Garten fue nuestro siguiente destino. El zoo tiene dos entradas muy fotografiables. Muy cerca había un mercado navideño junto con la Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm, un templo bombardeado en la Segunda Guerra Mundial que se ha conservado en ruinas en recuerdo. Es una zona idónea para hacer las típicas compras o tomar un tentempié, ya sea en cualquiera de los puestos del mercadillo navideño, si vais en esta época, o en los muchos comercios y restaurantes que lo rodean.

Día 4.-Solo nos quedaba medio día en Berlín antes de que saliera nuestro vuelo por la tarde, así que lo invertimos en visitar Topografía del terror, un museo que se levanta en el lugar donde se encontraba el cuartel general de la Gestapo y en el que se relatan las barbaridades que hicieron los nazis. Es gratuito, igual que la audioguía en español. También se me hizo un poco largo.

Nos faltaba por tachar de nuestra lista de puntos de interés un lugar mítico: el Tiergarten, que es una especie de Parque del Retiro. Como teníamos poco tiempo, cogimos de nuevo la línea 100 de autobús, nos sentamos en la primera fila del piso superior y lo atravesamos sobre ruedas. La columna de la victoria, en el centro de la zona verde es visitable y se puede subir si tienes ganas de chuparte 285 escalones en caracol para acceder a un mirador desde donde –dicen- se puede apreciar una increíble vista panorámica de la ciudad. Eso nos quedó pendiente.

Una vez repasada a grandes rasgos nuestra agenda durante estos cuatro días, voy a ramatar con cinco consejos prácticos:

-El transporte es una de las grandes bazas de esta ciudad. Tiene autobús, metro, tranvía y tren para moverse por Berlín. Nosotros optamos por una tarjeta de grupo diaria. Con ella pueden viajar hasta cinco personas por 20 euros y montarse en lo que quieran las veces que quieran. Todo el mundo recomienda coger una bicicleta para explorar la ciudad. Yo aconsejo el transporte público. Sale más barato, no te tienes que preocupar de dónde lo aparcas y además en invierno sirve para entrar en calor. Los autobuses 100 y 200 son casi como un autobús turístico porque recorren todo lo que hay que ver en la ciudad, mientras que el TXL conecta el aeropuerto de Tegel con el centro.

-Dicen que la mejor época del año para visitar Berlín es la primavera y probablemente tengan razón. Yo solo lo conozco en invierno y puedo decir que anochece a las 16:30 horas. Hay poco más de ocho horas de luz, lo que te limita mucho las visitas. Y digo luz, no sol. Lo normal es que a lo largo del día veas lluvia, nieve, nubes, algún rayo tímido de sol y de nuevo un cielo encapotado. Habitualmente hay temperaturas bajo cero, pero nosotros tuvimos suerte. Y aunque el viento hacía que la sensación térmica fuera inferior, estoy segura de que en Valladolid pasan más frío. En cualquier caso, con llevar ropa de abrigo se soluciona este inconveniente. Eso sí, ese tipo de prendas ocupan más en el equipaje, así que ojo si solo tenéis previsto viajar con maleta de cabina.

-Berlín como destino turístico europeo presenta ventajas evidentes. Por ejemplo, para viajar hasta allí no necesitas sacarte el pasaporte ni cambiar de moneda. Aunque el idioma alemán es complicado, con el inglés te apañas. E incluso puedes encontrar a alguien que tenga el detalle de intentar hablarte en castellano cuando se percata de tu nacionalidad. Normalmente suelen ser emigrantes.

-Entre los numerosos alojamientos asequibles elegimos el hotel Meininger Berlin Tiergarten, un establecimiento relativamente nuevo con estética urbana y moderna. Está especialmente pensado para familias y mochileros. Cuenta con un montón de rincones muy ‘instagrameables’. Solo le pondría una pega. No sé si se debió a las fechas en las que nos hospedamos, pero la limpieza fue francamente mejorable. Después de las cuatro noches, resultaba bastante evidente que nadie había entrado a barrer el suelo y mucho menos a hacer las camas que, por cierto, solo estaban cubiertas con un simple edredón. A cambio, disponía de una consigna para dejar las maletas después del check out que aprovechamos mientras apurábamos nuestra visita antes de la partida.

-Por último, si vais a pasar allí el Fin de Año o, como ellos lo llaman, Silvester, un aviso: están locos. Son unos pirómanos de cuidado. Las mascletás de Valencia parecen un juego de niños comparadas con lo que montan los alemanes en esta fecha. Además del castillo de fuegos artificiales oficial con que reciben al año nuevo en la Puerta de Brandeburgo, donde se desarrolla la principal fiesta callejera de Año Nuevo, por toda la ciudad los berlineses tiran cohetes y petardazos como si no hubiera un mañana. Les da igual quién se cruce en su camino. Vivimos un ataque en toda regla dentro de un autobús. El conductor, con total naturalidad, manejaba el vehículo haciendo eses, para sortear el impacto de los proyectiles. Y la cosa no dura solo cinco minutos a medianoche. No señor. Comienzan a las cinco de la tarde, cuando ya es noche cerrada, y a las tres de la mañana todavía les queda artillería.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Ni “Puto nazi” ni “Negro de mierda”. Fuera ultras del deporte YA

De la suspensión del partido de Segunda División Rayo-Albacete por los gritos de “Puto nazi” proferidos contra el jugador ucraniano Zozulya por una parte de los hinchas rayistas, conocidos como Bukaneros, lo que más me descoloca es que hasta ahora el emplazamiento natural de los ultras siempre había sido la grada, no el césped.

No voy a profundizar en si realmente el jugador del Albacete Balompié profesa o es simpatizante de una ideología tan dañina para la historia de la humanidad como el nazismo. Entre otras cosas porque todavía no le he escuchado dando su versión sobre la polémica que le rodea (*) y solo tengo para juzgar las declaraciones de su agente negándolo todo y hablando de manipulación. Además, en la trastienda de esta historia se encuentran las complicadas relaciones entre Rusia y Ucrania, que están demasiado maleadas por la desinformación como para que un profano se arriesgue a pontificar sobre nacionalismos y geopolítica.

Prefiero volver a las gradas de los estadios patrios, donde durante años han florecido entre el público futbolero los ultras, unos radicales que viven los partidos como si les fuera la vida en ello, que no controlan en absoluto sus impulsos, ni toleran la frustración, y que vomitan basura a gritos presumiendo de su capacidad para militar en los peores ‘ismos’: fascismo, supremacismo, racismo, machismo, homofobia e intolerancia. Da igual que carguen a la derecha o a la izquierda con su radicalidad. Aunque ahora seamos menos permisivos o esté peor visto, a nadie le sorprende en un campo de fútbol que los más forofos maldigan al árbitro, a los jugadores visitantes y, si se tercia, hasta a los propios. Y nunca pasa nada.


Recordaréis cuando en 2012 a Dani Alves le tiraron un plátano en el momento en que iba a lanzar un córner durante un partido del Barça en Villarreal, una sutil indirecta para llamarle mono. Para sorpresa de todos, lo cogió, se lo comió y luego hizo el saque de esquina. A Neymar, cuando era azulgrana, lo que le cayó en el campo del Español fue la piel de un plátano, amén del chaparrón de cánticos cuya letra digamos que no le elogiaba precisamente. También en su etapa blaugrana el camerunés Samuel Eto’o solía ser el blanco de los insultos racistas de algunos seguidores descerebrados del equipo contrario, hasta el punto de que una vez en Zaragoza casi pierde la paciencia y abandona el campo. Al equipo maño le cayó una multa por no impedir que su afición le llamara “Negro de mierda”. Otro que sabe lo que es que le califiquen de “Mono” con todas las letras o a base de gruñidos imitando a un chimpancé es el jugador brasileño Marcelo, del Real Madrid. A futbolistas, como Cristianto Ronaldo o Guti, les han pretendido insultar en muchos estadios al grito de “Maricón”, mientras que, más recientemente, a Griezmann le desearon la muerte en su regreso al estadio del que fuera su equipo anterior. Rizando el rizo, también se han dado casos en los que, en vez de meterse con el futbolista, insultan a su exnovia, como ocurrió con Rubén Castro, cuando se vio inmerso en un proceso judicial por una denuncia de malos tratos y los ultras béticos se posicionaron a su favor coreando cánticos en los que tildaban de “Puta” a la denunciante.

En ninguno de estos casos los árbitros se atrevieron a suspender los partidos o no vieron la necesidad. Tampoco han llegado a ser interrumpidos los encuentros del Alma de África, de Jerez, un equipo formado por inmigrantes africanos que juega en la segunda regional andaluza y dicen que es el más insultado de toda España. “Muerto de hambre” o “Sin Papeles” son algunas de las perlas que escuchan los fines de semana cuando van a rematar.

Si se siguiera escrupulosamente el protocolo de actuaciones contra la intolerancia en el fútbol del Consejo Superior de Deportes, como hizo el árbitro del Rayo-Albacete, o los actuales reglamentos disciplinarios de la UEFA y la FIFA, endurecidos para frenar las conductas discriminatorias, ningún partido llegaría al minuto 90.

En el encuentro suspendido en Vallecas había un jugador de fútbol ucraniano, marcado por la historia reciente de su país, intentando hacer su trabajo para el equipo español que le ha contratado, mientras un grupo que se autodenomina anarquista, con una trayectoria vital que le da escasas posibilidades de ganar el Premio Nobel de la Paz, le insultaba a voces. Díganme quién les asusta más en esta escena.

(*) Declaraciones de Zozulya días después de que fuera escrito este post. 

viernes, 13 de diciembre de 2019

Por qué nacen pocos niños en España

Según el INE, España registró en 2018 la tasa más baja de natalidad de los últimos 20 años. Para mayor preocupación, el crecimiento vegetativo ha sido negativo, es decir, las defunciones han superado ampliamente a los nacimientos. Cada vez que se difunden datos tan alarmantes se reabre el debate sobre las razones que conducen a los españoles a no procrear. Para ser más exactos, a las españolas.

No me arrepiento de haber tenido dos hijos. Incluso si no hubiera aplazado tanto el momento y mis circunstancias personales hubieran sido distintas, me habría animado a traer al mundo alguno más. Pero me frenó la edad, el panorama laboral y el hecho de que mi fecundidad habría requerido un cambio de casa y de coche, y supuesto menos posibilidades de viajar, cinturones apretados, pocos caprichos, más visitas médicas y muchas renuncias a todos los niveles.

A veces fantaseo con cómo sería mi vida de haber renunciado a ser madre y la comparo con mi momento actual: 

-Imagino mi pasaporte en regla y plagado de sellos. Ahora lo tengo caducado al fondo de un cajón. 

-Durante ese ejercicio de ensoñación me veo también con una excitante vida social repleta de festivales, conciertos, teatro, cine, restaurantes de moda y eventos varios. A cambio, la vida real me recuerda que en la última década he disfrutado de poca música en directo, casi siempre en calidad adulto responsable de menores; que la mayoría de funciones a las que he asistido han sido actuaciones escolares; que me he resignado a consumir más cine por streaming que en pantalla grande; y que de los restaurantes que he frecuentado desde que nacieron mis hijos solo me preocupaba que el menú incluyera algo que no rechazaran sus exigentes paladares. 

-En el terreno afectivo, supongo que la ausencia de prole en mi hogar habría propiciado más momentos de intimidad con mi pareja, al no depender de sus horas de sueño para dar rienda suelta a la pasión, mientras que la chispa que suele encender las discusiones conyugales se limitaría a asuntos de adultos, no a pataletas infantiles. 

-En cuanto al plano laboral, tiendo a pensar que sin niños mi yo imaginario se habría hecho un nombre en la profesión y podría presumir de una brillante trayectoria. No sé si habría acertado más o menos en mis decisiones, lo que sí sé es que habrían respondido a mi propio y exclusivo interés profesional, no a la conciliación familiar. Apeada de la nube, la cruda realidad es que aquí estoy, superados los 50 y sin una nómina.


Desengañémonos, o vives para ti o vives para ellos. Hay que elegir. Y eso cuesta. Algunas nos creemos muy listas y decidimos no renunciar a nada, ambicionarlo todo, corriendo el riesgo de quedarnos a medias en ambas facetas y convertirnos en personas permanentemente insatisfechas y con un acusado sentimiento de culpa. 

Si cobras 800 euros al mes en un empleo temporal que no te da para mantenerte a ti misma sería una responsabilidad tener un hijo. Tampoco tiene mucho sentido traer niños a este mundo cuando gozas de una situación profesional privilegiada pero tus horarios de trabajo te van a impedir cuidarlos y verlos crecer. A no ser que, en un ataque de responsabilidad ciudadana y patriotismo, quieras contribuir a elevar la tasa de natalidad del país y, ya de paso, generar empleo en el sector del cuidado infantil y la ayuda doméstica. Eso si no tienes a mano abuelos a los que robarles la tranquilidad de la jubilación.

Aunque no os lo creáis, hay progenitores que sufren por tener que pasar la mayor parte de su tiempo trabajando, sea por realización personal o por mantener un aceptable nivel de vida. Se les parte el corazón cuando llegan a casa y sus pequeños ya están dormidos. Sufren pensando que se han perdido la salida del cole de sus retoños, el relato de sus anécdotas del día mientras toman la merienda o el baño diario. Cuando los críos crecen y esos padres son conscientes de que no han vivido la infancia de sus angelitos por reuniones hasta las tantas en la oficina, viajes de trabajo o el after work con los compañeros, todos coinciden en lamentar no haber estado ahí. Entonces se olvidan del manido discurso del “tiempo de calidad”.

Las cifras indican que la pirámide demográfica se va al carajo y con ella el estado del bienestar. De modo que no queda otra que hacer algo para incentivar la maternidad. Pero mientras no se tomen medidas efectivas que de verdad hagan que merezca la pena lanzarse a dar a luz sin que tan feliz acontecimiento te provoque un trauma de por vida, entenderé que las mujeres sigan siendo reticentes a embarazarse, en particular las de mayor formación, mujeres altamente preparadas que han colocado su carrera profesional por encima de su deseo de ser madre y retrasan el embarazo conscientes de que un bebé, además de requerir un gasto de tiempo, dinero y salud mental, difícilmente te permite progresar tanto como ellos. Lo más cómico es que en el ámbito laboral se te penaliza si tienes hijos, pero si admites que no quieres tenerlos, despiertas intriga, cuando no rechazo, porque una mujer que no muestra interés por ser madre resulta sospechosa, por su falta de instinto maternal y –lo peor- por su ambición profesional, algo inimaginable en el caso de los hombres.   

Hace sesenta años se tenían hijos (muchos) con solo un sueldo en casa, muchas apreturas y pocos caprichos, un escenario al que las mujeres de hoy no están dispuestas a volver. Tener hijos es hipotecarte de por vida, también metafóricamente. Porque, además de implicar un chorreo continuo de gastos en pañales, ropa que dura menos de una temporada, libros de texto, regalos de Navidad y demás antojos, supone también rediseñar tu agenda para llenarla de citas con el pediatra, tutorías, cumpleaños infantiles o actividades extraescolares. Te obliga a cambiar tu vida social por la suya, condicionar tus tiempos de asueto a sus horarios y colocar su bienestar por encima del tuyo. Y todo cruzando los dedos para seguir manteniendo un empleo que te dé el soporte necesario para costear esa burbuja y evitar que tus hijos contribuyan a incrementar la tasa de pobreza infantil.

No es solo una cuestión de bajos ingresos, trabajo precario, incertidumbre sobre el futuro y alquileres por las nubes. Hoy nacen menos niños porque las mujeres no quieren que nazcan más. Porque la maternidad como les gustaría no existe. Y es imposible tenerlo todo.

martes, 3 de diciembre de 2019

Lo que cuesta ser ecologista

Mi familia y yo estábamos pensando en repetir la experiencia de celebrar el fin de año fuera de España. Dimos la bienvenida al 2019 en Berlín. Esta vez barajábamos elegir Londres, más que nada por hacer la escapada antes del Brexit y aprovechar que todavía podemos viajar allí con el DNI como única documentación. Inspirada por la celebración de la Cumbre del Clima en Madrid, he tratado de comprobar si, emulando a la pequeña activista Greta Thumberg, seríamos capaces de desplazarnos a la capital británica en un medio de transporte alternativo al avión que, aunque es el más rápido, cómodo y barato, también resulta el más contaminante.

Greta ya ha demostrado que el océano no es un obstáculo, tampoco en nuestro caso. De hecho tenemos dos maneras de salvarlo: en tren vía París y en barco desde Bilbao.

En el primer caso, para llegar a la capital francesa he descartado el autobús, porque es diésel y poco eco-friendly. Y eso que el precio no estaba mal. Un viaje de 21 horas entre Madrid y París salía a 90 euros por persona, ida y vuelta. En cualquier caso, la opción más aceptable y sostenible es el tren de alta velocidad en dos tramos: Madrid-Barcelona-París. El tiempo total de ambos trayectos es de entre 10 y 11 horas y cuesta unos 480 euros (i/v). Una vez en la capital francesa, a la mañana siguiente tomaríamos el tren Eurostar, que en dos horas y cuarto nos lleva hasta Londres por debajo del agua del Canal de la Mancha por el módico precio de 250 euros (i/v). Total, llegar a Londres en tren por Francia nos costaría 730 euros por persona y tardaríamos un día.

Veamos ahora en barco. En primer lugar deberíamos trasladarnos hasta Bilbao para embarcar en el ferry que nos llevaría a Portsmouth, al sur del país. Tenemos un tren desde Madrid que en 5 horas llega a Bilbao por 76 euros (i/v). Después pasaríamos casi un día completo de travesía hasta alcanzar el puerto inglés, un trayecto por el que abonaríamos 838 euros (i/v). Para completar la excursión nos quedarían dos horas más en tren a Londres por unos míseros 28 euros (i/v). Sumando todo, sin contar las esperas entre la llegada y salida del siguiente transporte, 31 horas de viaje en las que se esfumarían 942 euros.

Como viajaríamos cuatro personas, la solución en tren nos costaría 2.920 euros y en barco, 3.768 euros, a lo que habría que sumar la estancia y la comida. Cualquiera de las dos opciones se nos va un poquito de precio para cuatro días. El plan es medioambientalmente muy sostenible, pero económicamente insostenible, al menos para nuestra familia. Y más cuando encuentras billetes de avión a Londres por 137 euros (i/v) y sabes que en solo dos horas y media habrías llegado a tu destino. Conclusión: si perteneces a la clase obrera y en fin de año quieres ser tan respetuoso con el medio ambiente como Greta, te tienes que conformar con comer las uvas en casa y renunciar a ver mundo.

Sí, amigos, estar concienciado medioambientalmente cuesta esfuerzo, tiempo y dinero. Para ser un activista, como Greta Thumberg, hay que empezar por pedirse un año sabático o tener una posición que te permita no trabajar, porque la gente normal, el currito de a pie que tiene un empleo, dispone de unos días libres muy limitados. Una escapada no se puede convertir en un periplo interminable. Por no mencionar el importante desembolso que supone tratar de reducir el impacto de tu huella en el planeta si no cuentas con el soporte de mecenas que se sumen a tu causa.

Yendo al caso de la joven activista sueca Greta Thumberg, se la esperaba el miércoles en Madrid después de cruzar el Atlántico y llegar a Lisboa en el catamarán de una pareja de aventureros youtubers australianos que se dedican a recorrer el mundo en su velero, como cantaba Perales. Finalmente no utilizará el coche eléctrico ofrecido por la Junta de Extremadura, una oferta que chocó a muchos dada la escasez de puntos de recarga en el recorrido. Además, las organizaciones medioambientales le habían pedido a Greta que rechazara ese vehículo dado que emplea baterías de litio, elemento que la Junta proyecta producir en una mina en Cáceres cuya puesta en marcha creen que destruirá su pulmón verde. En todo caso, parece que el tren ha sido la opción elegida por Greta, a la que alguien le ha debido asesorar sobre los riesgos que correría pasando por la región con el tren más obsoleto de España. Por eso parece que se habría inclinado por la opción menos mala, el Trenhotel nocturno Lusitania, que sumaría diez horas más de viaje a las casi cuatro semanas que lleva camino de Madrid, pero que bordea Extremadura por el norte, evitando una red ferroviaria más que deficiente. Eso sí, un tramo del itinerario no está electrificado, así que la máquina debe tirar del diesel. Si Greta se entera se llevará un disgusto.


“No soy Greta pero quiero a mi planeta” reza esta pancarta que hay a la entrada del instituto de mis hijos, un lema con el que me identifico plenamente. A mí también me preocupa el cambio climático y creo que estoy bastante concienciada con el cuidado del medio ambiente. Dentro de mis posibilidades, contribuyo a contaminar lo mínimo. En casa reciclamos, aunque ya no nos quede espacio para poner más cubos que nos permitan separar los múltiples residuos, orgánico, envases, vidrio y papel. Así que me molesta que en el supermercado se empeñen en plastificar hasta las acelgas. También me envenena la obsolescencia programada que contribuye a hacernos acumular aparatos electrónicos inútiles que terminan en el punto limpio. Vamos coleccionando pilas gastadas y de vez en cuando las llevamos al depósito. Igual que las botellas que llenamos con el aceite de cocina usado. En el tema de la ropa tengo suerte de no ser una fashion victim; de hecho me dura años, reutilizo la que ya no quiere mi hermana, revendo en Wallapop y echo al contenedor. Viajo en transporte público a Madrid y solo utilizo el coche para moverme por mi zona cuando es estrictamente necesario. Me gustaría conducir un Tesla o cualquier otro coche eléctrico, pero todavía me resultan caros. También procuro ser consumidora consciente, elegir en función de lo que leo en carteles y etiquetas, comprar productos de temporada y reducir la ingesta de aquellos que son menos sostenibles, aunque debo confesar que sigo disfrutando cuando me llevo a la boca dos alimentos con muy mala prensa entre los activistas: la carne de ternera y el aguacate. Cuando me dicen que tengo que renegar de ellos, además de los aviones, es cuando más me cuesta ser ecologista.