Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Redefinamos el sentido de la palabra ocaso

El actor Liberto Rabal, hijo del director de cine Benito Rabal, sobrino de la también actriz y cantante Teresa Rabal y nieto de los grandes intérpretes Paco Rabal y la recientemente fallecida Asunción Balaguer, se ha convertido involuntariamente en noticia hace unos días porque el periódico El Mundo ha considerado de interés para sus lectores divulgar cómo se gana la vida actualmente el pequeño de esta saga artística. El titular mencionaba la palabra ocaso, no sin cierto regodeo, para definir la nueva situación laboral del actor, reconvertido en vendedor en una tienda de una conocida cadena de muebles sueca.  Quien redacta la noticia considera que vender mobiliario escandinavo con nombres imposibles debe ser terrible para quien parecía que se iba a comer el mundo después de ser nominado a los Premios Goya como mejor actor revelación por su interpretación en Tranvía a la Malvarrosa y haber trabajado con Pedro Almodóvar en Carne TrémulaEs chocante el sentido negativo con que solemos emplear metafóricamente el término ocaso y la expresión estrella fugaz, cuando en su acepción más literal se refieren a dos bellísimos espectáculos de la naturaleza.


El texto divaga sobre los motivos que han podido alejar de los focos a Liberto y, por tanto, acercarle a su decadencia, pero sin aportar datos de peso o testimonios contrastados. Digo yo que ya que tiene la desfachatez de convertir en noticia algo así, el autor podía haber tenido el cuajo de atreverse a aproximarse al protagonista de la noticia e interrogarle sobre las verdaderas causas que le han llevado a terminar vendiendo muebles y artículos de decoración en una tienda Ikea. Quizá simplemente es la mejor manera que ha encontrado para sobrevivir.

En un país con una tasa de paro del 14% y un mercado laboral caracterizado por la precariedad y una tasa de temporalidad a la cabeza de Europa, tened presente que encontrar trabajo en el mundo de la interpretación no debe ser tampoco una tarea sencilla. Probablemente haya muchos actores o actrices que envidien la seguridad que le da a este padre de familia su nómina mensual, su horario y su estabilidad, un lujo asiático comparado con la presión de tratar de demostrar en cada casting lo que sabes hacer, la incertidumbre de si te volverán a llamar para otra película o la inquietud por si tu personaje en la serie de moda no llega a la segunda temporada y tampoco tú a fin de mes.

Liberto Rabal no es el primero ni será el último personaje del cine español que baja del pedestal del estrellato. También fuera de España encontramos numerosos ejemplos, conocidos y no tanto, de artistas que cambiaron la cámara por ocupaciones menos glamurosas movidos por distintas razones. 

Y no hay que ceñirse  exclusivamente al cine. Ocurre en cualquier ámbito. Según un estudio realizado hace unos años, el 36% de los trabajadores ejerce una profesión que no tiene nada que ver con su formación. Conozco a periodistas que un día, hartos de horarios infernales, sueldos precarios y oportunidades escasas, se prepararon unas oposiciones y se reciclaron en funcionarios o aceptaron una oferta laboral, que comenzó siendo temporal y se convirtió en definitiva, para pagar sus deudas. Así que no es raro encontrarse profesores, administrativos o dependientes con su título de Ciencias de la Información enrollado en el altillo de un armario.

Lo de perseguir los sueños no siempre tiene un final feliz o, mejor dicho, el final previsto. Es más, siento comunicaros que lo común es que nos pasemos la vida deseando que ocurra algo que nunca ocurre, por mucho que nos enfoquemos en ello con todo nuestro empeño. Para que la frustración sea más llevadera, de vez en cuando conocemos casos que nos animan a seguir intentándolo. Como el del director de cine sevillano Paco Cabezas, que acaba de estrenar su última película Adiós, rodada en su barrio de las Tres Mil Viviendas, uno de sus sueños. Hace unos años sus ingresos procedían de cantar en el metro y trabajar en un videoclub. Entonces se dio un plazo de doce meses para poder trabajar en el cine con la promesa de que si no lo conseguía, abandonaría. Hoy se lo rifan en Hollywood. Su plazo no expiró. Consiguió lo que se proponía. Pero, a cuántos no les sucede lo mismo.

Yo misma me he obcecado en conseguir ‘reinsertarme’ en la radio a pesar de lo complicado de la situación en este medio y mis escasas posibilidades. También me he puesto un plazo. Seis meses. Si en ese tiempo no lo consigo, rebajaré mis pretensiones y abriré el abanico. Quizá termine ganándome la vida como teleoperadora, reponedora en un supermercado o recepcionista, y dedique mi tiempo de ocio a lo que realmente me hace feliz, que es eso de contar historias. ¿Dirán quienes me conocen que ha llegado mi ocaso, mi decadencia? ¿Habré fracasado? Pues según se mire. He visto gente que habiendo triunfado -teóricamente- en lo suyo parece profundamente infeliz. A veces el éxito no da la felicidad.

martes, 12 de noviembre de 2019

Un aparcamiento no es la solución

El Ayuntamiento de Las Rozas ha iniciado los trámites para la construcción de un aparcamiento subterráneo en el bulevar de la calle Camilo José Cela, la arteria principal del Parque Empresarial del municipio. Se trata de un proyecto que figuraba en el programa electoral del partido que gobierna, el PP, como medida destinada a dar servicio a los numerosos trabajadores de las oficinas de esta zona, mejorar la movilidad y favorecer el uso del comercio local de proximidad.

Algunos vecinos del barrio, entre los que me incluyo, no vemos la necesidad de acometer esta obra. Quien no conozca el lugar no entenderá nuestro rechazo si lo que busca esta infraestructura es incrementar considerablemente las plazas de aparcamiento en el área. Por eso voy a tratar de explicar el trasfondo de la polémica haciendo un esfuerzo por no resultar muy pesada.

La zona de Las Rozas conocida como Parque Empresarial formaba parte en sus inicios, a finales de los años 80 del siglo pasado, de un desarrollo urbanístico con el que el Ayuntamiento planeaba atraer sedes de grandes multinacionales a su término municipal. Ubicándolas en esa zona, además, conseguía unir sus dos núcleos principales de población, entonces dispersos: el casco antiguo de Las Rozas y el barrio de Las Matas. Una década después, con el ánimo de ampliar el número de habitantes y viendo que los terrenos para oficinas no se vendían tanto como se esperaba, se recalificó el suelo para levantar viviendas.

Durante años ha existido una convivencia más que pacífica entre trabajadores y residentes. De hecho, los pequeños negocios de proximidad del bulevar central -bares, establecimientos de estética, tiendas de alimentación, bancos, librerías, clínicas dentales, farmacias, etc- tienen mucho que agradecer a los empleados que se desplazan desde Madrid o cualquier otro punto de la región de lunes a viernes. Pasan en Las Rozas casi todo el día, así que allí se alimentan, se depilan, se ponen un empaste, hacen compras de última hora e incluso se toman algo de afterwork.

Su presencia entre semana también se nota en las plazas de aparcamiento de las calles más próximas a las empresas y el eje comercial. A partir de las 7:30 de la mañana empiezan a ocuparse y a las 10 ya resulta complicado encontrar un hueco donde dejar el coche si uno decide visitar alguna de las tiendas de la zona. Eso provoca una constante doble fila, no solo generada por los vecinos de otros barrios que se desplazan en horario comercial a hacer sus recados, sino también por los propios propietarios de esos pequeños negocios que cuando van a abrir no encuentran un lugar donde dejar su vehículo y lo estacionan mal provisionalmente, a la espera de que alguien se vaya. Por no hablar de sus proveedores, que se las ven y se las desean para descargar la mercancía. Pero todo este caos desaparece cuando llega el fin de semana, momento en que el barrio recupera la tranquilidad y las bolsas de aparcamiento se quedan prácticamente vacías.


Por este motivo los críticos con el proyecto cuestionamos la conveniencia de gastar casi 12 millones de euros de dinero municipal –de todos- en una infraestructura que consideramos innecesaria y que, todo hace suponer, estará sin uso sábado y domingo, dado que esos días hay sitio de sobra para aparcar en superficie y gratis. Además, albergamos serias dudas de que los trabajadores de la zona vayan a utilizarlo masivamente entre semana, puesto que la mayoría parece aspirar a ocupar con su coche un hueco lo más cerca posible de su oficina sin que le cueste un céntimo. De hecho, a medida que uno se aleja del radio de acción de las distintas empresas, aumenta considerablemente el número de plazas libres para aparcar. Incluso a menos de un kilómetro de allí se encuentra el parking abierto, vacío y gratuito de un centro de ocio y un poco más allá está el recinto ferial con numeroso espacio para dejar el vehículo. Pero a nadie le apetece darse ese paseo ni antes ni después de trabajar.

Para ser justos, hay que decir también que a muchos empleados no les duelen prendas en pagar 40 euros al mes con tal de tener cerca una plaza de garaje donde dejar el coche mientras trabajan. La prueba está en que hay lista de espera para adquirir abonos mensuales en otro aparcamiento público ya existente en la zona, bajo la biblioteca Leon Tolstoi. Un parking, por cierto, que tiene una de sus dos plantas alquilada casi al completo por una de las empresas próximas.

Es probable que os estéis preguntando si los edificios de estas compañías no tienen su propio estacionamiento. Puede que incluso penséis que no debería darse una licencia de obra a proyectos que no contemplen la inclusión de garajes con plazas suficientes para cubrir las necesidades de sus futuras plantillas. Quizá no se fue demasiado estricto con ese asunto en su momento. El caso es que como he percibido en redes sociales cierta confusión al respecto, me he tomado la molestia de contactar con algunas de las más destacadas multinacionales radicadas en el Parque Empresarial para sondear si disponen o no de aparcamiento en sus instalaciones, si es gratuito o de pago, y si cubre la demanda de sus empleados. No todas han tenido la deferencia de atender mi petición, así que también me he visto obligada a recurrir a conocidos que forman parte de sus plantillas. Gracias a su testimonio ya podemos hacernos una idea más o menos general de los usos y costumbres de movilidad de sus trabajadores.

De momento, para empezar, no he encontrado ninguna empresa en la que cobren a sus empleados por dejar el coche. En cuanto a sus instalaciones, solo tres de las contactadas ofrecen plazas de garaje gratuitas a todos sus empleados. El resto tiene parking pero destinado a sus altos cargos y directivos con responsabilidades. Eso sí, la mayoría dispone de un servicio de autobuses lanzadera que unen la estación de Cercanías con sus sedes para facilitar el acceso a quienes optan por desplazarse en tren. No he podido contrastar con datos si son más los trabajadores que eligen el transporte público o los que optan por el vehículo privado, aunque yo díría que ganan los primeros por cómo llegan a primera hora de la mañana no solo los trenes, sino también las varias líneas de autobús que conectan Madrid con este punto del municipio en una media hora, si el tráfico lo permite.

Por cierto que no solo los trabajadores de la zona se pelean por los espacios para aparcar. También hay un instituto de reciente creación algunos de cuyos alumnos mayores de 16 años, con permiso para conducir coches sin carnet contribuyen con sus pequeños vehículos a sobrecargar la zona entre 8:30 y 14:30. Ellos también quieren aparcar a la puerta del instituto, claro. Imagino que si por ellos fuera, lo harían en el parking del centro, pero es solo para sus profesores. Hablando del instituto, el aparcamiento de la polémica se excavaría al lado mismo de este centro educativo, casi concluido tras una latosa construcción por fases de más de seis años. Es decir, después de haber soportado interminables obras habría que aguantar una más en una calle donde el trasiego de chavales es constante.

En definitiva, construir un aparcamiento subterráneo no es la solución. Creo que antes de afrontar una obra de esta envergadura y con tan alto coste, podrían estudiarse muchas otras medidas encaminadas a mejorar la movilidad. Por ejemplo:

-No sería descabellado recuperar y hacer efectiva la idea del Estacionamiento regulado solo en el bulevar central, en la zona del comercio de proximidad, para que haya mayor rotación en esas plazas y ‘animar’ a quienes las ocupan durante toda la jornada a que aparquen unos metros más lejos, donde no haya parquímetro pero sí sitios.


-Modificar la distribución de los espacios en las bolsas de aparcamiento para optimizar su uso y, por ejemplo, convertir en plazas de estacionamiento en batería lo que ahora son en línea, lo que permitiría ampliar el espacio.

-Existen dos centros comerciales en este radio de acción con amplios parkings ya construidos y gratuitos que podrían dar el mismo servicio que el que planea edificar el Ayuntamiento.


-Dado que muchos vecinos hacen el viaje al contrario, es decir, salen con su coche de su garaje particular a primera hora de la mañana para ir a trabajar a Madrid, quizá podrían estar interesados en contribuir a crear una bolsa de plazas en alquiler durante esas horas para quienes vienen a trabajar a Las Rozas.

-Fomentar una cultura del transporte público resulta primordial, siempre que previamente se mejore el transporte público, claro. Se podría empezar por crear una red interna de autobuses no contaminantes para que resulte más dinámico ir de un punto a otro del municipio y esto invite a los vecinos a dejar el coche en casa.

-Lo de poner multas tiene muy mala prensa, pero en ocasiones es lo único que funciona con determinados individuos. Así que animaría a los agentes municipales a multar sin miedo ni recato a quienes dejan el coche o la moto tirados donde quieren y como quieren con tal de no tener que andar. ¡Ojo! A cualquiera, sea residente o visitante.

-No es cuestión de espantar a las empresas que generan riqueza en el municipio, es cuestión de dialogar con ellas para que procuren la máxima ocupación de sus aparcamientos, fomenten el vehículo compartido y también se busquen conjuntamente fórmulas para premiar con incentivos a los empleados que contaminan menos. ¿Qué tal si se gratifica a quien elige el transporte público con, por ejemplo, un día libre extra mensual, la invitación a un menú semanal, un descuento en su abono transporte o un par de entradas para un espectáculo de la programación cultural del municipio? Sí, aunque suene a locura.

Ojalá el Ayuntamiento recapacite sobre el proyecto. Ahora que nos encaminamos inexorablemente a una crisis, desaceleración, recesión o como quieran llamarlo, más que nunca convendría que las administraciones públicas repensaran en qué invierten el dinero de todos.

viernes, 8 de noviembre de 2019

La muerte del puerta a puerta

Hace algunos días sonó el timbre de mi casa. Justo acabábamos de comer, así que serían las tres y media de la tarde. Al abrir la puerta encontramos a una pareja de jóvenes ataviados con un chaleco de la Cruz Roja. Venían buscando nuevos socios con una estrategia, a mi entender, bastante arriesgada: hacerse los graciosos.  “¿Qué? ¿Llegamos a comer?”, creo recordar que preguntaron muy dicharacheros. Cuando les cortamos el rollo con eso de “no queremos comprar nada”, rápidamente precisaron que no venían a vender sino a ofrecernos la posibilidad de asociarnos a esta organización humanitaria mediante el insignificante donativo de un euro al día. Les dimos las gracias por la oferta, que declinamos, y cerramos la puerta. Por supuesto que la causa solidaria que defendían me parece muy loable, pero ni era la hora para presentarse en ningún domicilio particular ni la mejor manera de captar socios, donantes o voluntarios en pleno siglo XXI.

No es la única visita inesperada, inoportuna e incómoda que hemos recibido en casa a lo largo de estos años. Han llamado a la puerta de mi piso vendedores de luz, gas, cosméticos, congelados…y hasta unos misioneros mormones, aunque cada vez son menos y todos reciben la misma respuesta.

Nunca me ha gustado la venta a puerta fría. Siento que invaden mi territorio, mi intimidad. Me provoca rechazo que un desconocido se presente en mi casa a ofrecerme sus productos sin invitarle. Por eso no entiendo cómo en estos tiempos todavía algunas organizaciones mantienen esa técnica anacrónica de la venta a domicilio. Mejor dicho, entiendo que quienes insisten en explotar esta fórmula lo hacen pensando que no todo el mundo es tan borde como yo. Y también confiando –supongo- en que las personas mayores son más educadas y tienen mayor predisposición a tragar el anzuelo. Todos conocemos casos de abuelos que han sido víctimas de estafas por parte, por ejemplo, de falsos revisores de luz o gas que se aprovecharon de su buena fe. No olvidemos, por cierto, que desde finales de 2018 en España está prohibido comercializar a domicilio sin cita previa este tipo de suministros.

Con esto no quiero decir que todo el que se busca el pan peregrinando vivienda a vivienda sea sospechoso. Imagino que no le queda otra y que también sufre los numerosos inconvenientes de ese trabajo: toparse con gente como yo, tener que poner buena cara a pesar del cansancio, aguantar los portazos, al jefe que le aprieta para hacer cuadrar los números... Lo que me reafirma en mi postura de que este tipo de práctica comercial terminará extinguiéndose más pronto que tarde dado que hoy en día existen otras muchas maneras de llegar al cliente sin necesidad de interrumpir su vida cotidiana ni violentarle.

Hasta esta misma semana en que se ha anunciado su cierre, el Círculo de Lectores seguía funcionando mediante este sistema, el puerta a puerta. Cuando todo el mundo se pone nostálgico recordando al agente vendedor que le hizo socio de ese club de lectura y le llevaba puntualmente la mercancía, a mí lo que me sorprende es que todavía existiera. El Círculo de Lectores tenía sentido en pequeños núcleos de población donde no había biblioteca y la única librería abierta disponía de un catálogo muy básico. En una época, además, en el que no temías que quien llamaba a tu puerta fuera con malas intenciones. Pienso en Toro, el pueblo en el que nací. Allí sí tenía buena clientela. Mi amiga Carmen, sin ir más lejos, era una fiel socia que siempre encontraba en su revista algún libro como obsequio en los cumpleaños. Yo misma conservo algunos de sus regalos en mi estantería. Pero hoy en día, en este mundo digital, con las nuevas tecnologías, hasta en los pequeños pueblos se tiene acceso ya a las novedades literarias de muchas otras maneras y sin necesidad de esperar la llegada de la revista del Círculo. Que en paz descanse. Igual que, en breve, el puerta a puerta.