Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

viernes, 24 de diciembre de 2021

Fallece Santiago Chivite, periodista, escritor, buena persona y gran amigo

Una mala noticia me ha abofeteado al despertarme esta mañana. Ha muerto Santiago Chivite. Para quienes no le conocierais, era periodista, escritor, compañero, excelente persona y gran amigo. En estas fechas he echado de menos sus mensajes de Whatsapp pidiéndome que le ayudara a confeccionar su felicitación navideña digital. Estaba ingresado en la UCI de un hospital de Burgos tratando de recuperarse de los numerosos daños sufridos en un accidente de tráfico, así que permanecía ajeno al móvil.

El último whatsapp que recibí de él me llegó el 5 de noviembre, pocos días antes de que perdiera el control de su vehículo en una carretera de Soria. Me felicitaba porque era el día de Ángela de la Cruz y consideraba que era mi santo, algo que yo ignoraba porque nunca he controlado el santoral como él. Me preguntaba si estaba bien y me anunciaba la próxima presentación de su libro ‘Encuentros con Jesús de Nazareth’. El mismísimo Cardenal Carlos Osoro iba a ser el maestro de ceremonias, “¡Toma ya!”, escribía. Lo leí con prisa, porque estaba trabajando, y le contesté con un escueto “¡Gracias!, Todo bien, espero que vosotros también”. Añadí un emoticono de guiño y beso. Lo que se dice una mierda de mensaje de cortesía.


Cuando pocos días después su hijo Javi me contó lo que había pasado y me trasladó la gravedad de la situación, me sentí fatal. No solo por lo ocurrido, sino por la posibilidad de que muriera sin haberle contestado algo más profundo, sincero o efusivo. Debería haberle llamado para que me contara lo emocionado que estaba con este nuevo libro religioso que iba a terminar encasillándole en la temática mística. Bromearíamos y me contaría su próximo viaje a Cintruénigo con su mujer, Dori, para ver a la familia, y yo le diría que disfrutara de la excursión. Pero no lo hice. No le llamé. 

No sé si durante este mes y medio, en el que parecía que iba recuperándose, alguien le llegó a decir que me acordaba mucho de él y que estaba deseando que le dieran el alta para que volviera a darme la turra con sus felicitaciones navideñas o con el montaje anual de fotos de sus nietos que coleccionaba para ir viendo la evolución de los cinco pequeños y no tan pequeños. 

Parecía que había remontado. Su salida de la UCI, su alta del Hospital de Burgos y su traslado al Gregorio Marañón en Madrid daban a entender que había Chivite para rato. Pero ayer, la víspera de Nochebuena, en plenas navidades, una época del año tan especial para un creyente como él, Santiago Chivite falleció. Lo escribo y todavía no me lo creo. 

Chivite fue mi jefe en el Gabinete de Prensa del Ayuntamiento de Las Rozas; mi maestro en comunicación política, institucional y de crisis; mi compañero de vinos blancos en la terraza de Los Amigos; mi narrador de apasionantes batallitas sobre el diario Ya y sobre el PP de Fraga; mi parapeto para salir indemne del veneno de la política; mi organizador de aperitivos de San Fermín, con su chistorra y su pañuelico, como buen navarro; mi amigo y confidente. Envidiaba su amor por Dori, cómo presumía de hijos y nietos, su villa en Carabaña, su sentido del humor y su profunda fe. 


Para mí fue todo esto durante los dos años años que compartimos despacho y después, cuando nuestros caminos laborales se bifurcaron en 2011 por unas nuevas elecciones municipales en la que Las Rozas cambió de alcalde, pero no de siglas. A un año de su jubilación, le mandó al paro el mismo Partido Popular al que consagró buena parte de su vida profesional. 

Después de esta gran faena, mantuvimos el contacto, las llamadas en cumpleaños, los mensajes con consultas sobre ordenadores -¡Ay, él y la tecnología...!-, los mails con instrucciones para algún 'favorcito', los vinos blancos aprovechando alguna de sus visitas al pueblo y las comidas de Navidad


A estas alturas del año ya nos habríamos reunido junto con otro grupo selecto y variopinto de personajes conectados a través de aquel ayuntamiento. Habríamos compartido menú y lotería. El año pasado suprimimos la quedada navideña por el Covid. Este año tampoco ha podido ser. Ya nunca más podrá ser. 

sábado, 20 de noviembre de 2021

Un extraño en la habitación de mi hijo

De un tiempo a esta parte sospecho que mi hijo no es mi hijo. Juraría que alguien me ha dado el cambiazo. Hay detalles que no me cuadran. No parece el mismo. Y no me refiero solo a su aspecto físico. Doy por hecho que a los 16 años han dado el estirón, derrochan una fuerza que no controlan, les brotan granos en las mejillas, les asoma un bigote de cuatro pelos y parece que tienen siempre el pelo sucio. Así que todo eso no me extraña. Son otros detalles de su comportamiento los que me hacen sospechar.

Por ejemplo, antes dormía con la puerta abierta y ahora la mantiene cerrada todo el santo día. Antes me abrazaba y besaba de manera espontánea sin motivo aparente y ahora me hace la cobra cuando intento aproximarme. Antes colocaba su mano sobre mi hombro cuando caminábamos por la calle y ahora evita ser visto conmigo en público. Incluso disimula para no saludarme si nos cruzamos accidentalmente por la calle y va acompañado de unos amigos que ya no conozco y con los que nunca he hablado. 

Recuerdo que a mi hijo se le daban bien todos los deportes y le encantaba practicarlos. Desde su más tierna infancia fue enlazando natación con tenis, luego karate, después fútbol y más tarde baloncesto. Sin embargo, este que se hace pasar por él solo practica con asiduidad el ejercicio de mover el dedo índice de la mano derecha para manejar el ratón del ordenador. Para ser honestos, últimamente también se machaca en el gimnasio con el propósito de ponerse "mamadísimo”. Como extra, se ha apuntado por sorpresa con sus amigos a un equipo de futbol 7 sin tener siquiera botas de tacos ni interés en comprarlas. Así que juega con las que le van dejando. Por supuesto, este extraño me ha prohibido acercarme a verle jugar, prueba inequívoca de que no es mi hijo. A él nunca se le ocurriría dejarme al margen a mí, que le enseñé a chutar y a entrar a canasta cuando era un renacuajo y que no me he perdido ninguno de sus partidos. Cuando le he pedido explicaciones, este adolescente borde, que es imposible que haya salido de mi útero, me ha venido a confesar que mi sola presencia le avergonzaría delante de sus colegas. Así, con todo su cuajo.

Pero tengo más pruebas e indicios de que ese que duerme en la cama de mi hijo no es mi hijo. El que yo parí recuerdo que me buscaba la víspera de un examen para que le preguntara la lección. En cambio, este que alimento y alojo en casa ni siquiera me cuenta que tiene exámenes. A mi pequeño traté de enseñarle la tabla de multiplicar; la diferencia entre hay, ay, y ahí; el verbo to be, y un montón de competencias educativas más. Pero este ser que convive conmigo prefiere ilustrarse con vídeos de Youtube y directos en Twitch, mientras descuida su ortografía en sus mensajes de Whastapp. Voy más allá. A pesar de ser poco aficionado a estudiar, mi hijo siempre encontraba alguna materia que le fascinara: la ciencia, la tecnología, las matemáticas… Hoy, este que vive en mi casa echa pestes del sistema educativo, despotrica por tener que estudiar cosas que no le van a servir para nada, reniega de la memorización y pone a parir a todos los profesores que le aburren en sus clases.

Sé que este impostor no es mi niño porque, de cada cuatro palabras que emite, una es “puta”. Es su calificativo más frecuente. “Me cago en mi puta raza” es una de sus frases favoritas. Pero también sale de su boca con frecuencia “Cierra la puta puerta” o “Esto es una puta mierda”. Cuando este desconocido se frustra, eleva la voz, da golpes en las mesas y portazos, algo que nunca hacía mi hijo, que no era respondón ni malhablado ni faltaba al respeto. Tampoco cuestionaba mis órdenes ni discutía mis planteamientos, algo que se ha convertido en una costumbre para este intruso que de vez en cuando zanja los debates con un “Ok, boomer”.

Echo de menos cuando jugábamos juntos o cuando vivíamos los viajes como una aventura. Este desalmado que se hace pasar por mi hijo no quiere ni jugar ni viajar ni hacer nada que suponga pasar tiempo conmigo.

Pero quien sea que ha secuestrado a mi hijo y ha dejado a este suplantador aquí, en ocasiones se despista y deja escapar a mi retoño, que reaparece de nuevo en casa en vez del insoportable. Suele coincidir con alguna oferta en una web de ropa de marca. Y como yo le he echado tanto de menos, a veces pico y se la compro. O cuando se acerca el fin de semana. Entonces sé que es él porque se sienta a mi lado, me dedica su mejor sonrisa, suelta un “tenemos que hablar” y despliega todo su atractivo para convencerme de que le dé permiso para llegar tarde a casa o quedarse a dormir con alguno de esos amigos cuyos progenitores están de viaje y no tienen inconveniente en dejar a su prole menor de edad sola en casa como Macaulay Culkin.

Debo admitir que mi adorado hijo también aparece cuando interactúa con otras personas, sus abuelas, sus tíos y otros adultos. Entonces sí reconozco a la persona cariñosa, educada y simpática que ha criado esta boomer. De momento, tendré que conformarme con eso.


sábado, 6 de noviembre de 2021

La jungla a la puerta del colegio

Una de las cosas que más agradecí cuando mis hijos crecieron y pasaron del colegio al instituto fue dejar de tener que llevarlos o recogerlos. Quien no tiene críos en edad escolar ignora que el salvaje oeste era un juego de niños comparado con el entorno de un colegio a la hora de entrar o salir de clase. No imagina la transformación que sufren padres, madres y resto de adultos encargados de la penosa tarea de acercar a la chavalería hasta los centros educativos o recogerla una vez que concluye la jornada escolar. 

Afortunadamente, por incompatibilidad de horarios, yo no llevé mucho a mis hijos al colegio, fue su padre quien se encargó. De lo que no me libré fue de recogerles a la salida. Y puedo asegurar que ese ejercicio cotidiano lo vivía como un martirio. 

La mayoría de las veces, como la proximidad a nuestra casa lo permitía, solía ir andando, aunque lloviera, que para eso están los paraguas. El problema surgía aquellos días que coincidían extraescolares -natación, tenis, gimnasia, música…- y los horarios nos obligaban a salir pitando de un lado a otro. La situación requería entonces llevar el coche al lado del colegio con media hora de antelación para encontrar sitio donde aparcar y esperar. En ese rato era testigo de la locura. Mi propio coche conserva en sus laterales las huellas de los golpes recibidos por las puertas de otros vehículos introducidos casi a presión en un hueco imposible. 


En esos años que no añoro he visto cosas que no creeríais: madres sin ninguna discapacidad aparente aparcando “un minutito” en plazas para personas con discapacidad; padres estacionando en pasos de peatones sin ruborizarse; adultos hechos y derechos tirando el coche en doble fila delante de la puerta del colegio para evitarse andar 50 metros. Incluso recuerdo que una vez una conductora pretendió retirar a algunos padres de la acera para aparcar su coche allí. No lo consiguió, a pesar de echar sapos por la boca. 

El colegio donde han estudiado mis hijos, Los Jarales, colinda con otro, La Encina, cuyo terreno a su vez limita con una escuela infantil, Juan Ramón Jiménez, que tiene en su parte trasera un colegio de educación especial, el Monte Abantos. En total se concentran cuatro centros escolares de Las Rozas en una misma manzana con plazas de aparcamiento limitadas, lo que se traducía entonces en colapsos de tráfico de unos quince minutos cada mañana y tarde. 

Las alternativas para evitar ese estrés al volante eran ir caminando, en autobús o en bicicleta. Caminando íbamos quienes vivíamos cerca y no teníamos nada urgente que hacer después. La opción del autobús solían utilizarla las cuidadoras sin vehículo que acompañaban a los alumnos que vivían a cierta distancia del colegio. En cuanto a ir sobre dos ruedas, era un mínimo porcentaje el que se animaba, pese a poder utilizar el carril bici que llega hasta la puerta y dejar la bici en los aparcamientos específicos de que dispone el colegio. Por cierto, en la época en que mis hijos eran alumnos nunca los vi ocupados. 

Al principio pensaba que la alta concentración de centros escolares públicos en poco espacio, el escaso aparcamiento y la falta de civismo tenían la culpa del caos. Pero resulta que con el tiempo vi esa misma estampa en otros dos colegios de barrios próximos. Casualmente ambos eran concertados. Además, ellos sí que contaban con aparcamientos ‘disuasorios’ en los que dejar el vehículo para recorrer andando el último tramo de unos 100 metros hasta la puerta del colegio. Pero se ve que hay conductores que no están dispuestos a que les digan dónde tienen que estacionar y lo hacen donde les apetece, en doble fila, impidiendo el paso de los demás vehículos, o en la acera, obligando a los peatones a salir a la calzada. Es decir, que lo único que compartían unos y otros colegios es el poco civismo exhibido por los adultos en las entregas y recogidas. 

Tras el atropello en el que perdió la vida esta semana una menor a la salida de un colegio en Madrid y otras dos resultaron heridas, ha vuelto a surgir el debate sobre la conveniencia de restringir el tráfico en los entornos escolares y hacerlos más seguros. Yo no tengo dudas. Aunque ya no me afecte, o porque ya no me afecta, digo sí.

domingo, 26 de septiembre de 2021

Feminismo sangrante

Hay nueva polémica en las redes. En realidad, no deja de ser una anécdota si miramos a nuestro alrededor. El centro cultural Medialab-Prado que depende de Madrid Destino, empresa pública del Ayuntamiento de Madrid, tiene un grupo de trabajo denominado ‘Gente que sangra’ cuya función es ser “una red abierta e inclusiva de divulgación y aprendizaje menstrual”. Fue creado para organizar actividades que creen “un espacio de sororidad en torno a la menstruación” y, de paso, mantengan vivo el “activismo contra el heteropatriarcado”. Uno de sus talleres, ofertado con motivo del Día de la Visibilidad Menstrual, instruía sobre la confección de compresas de tela reutilizables.
Aunque han pasado tres meses, ha sido ahora cuando se ha prendido la mecha en Twitter. Algunas asociaciones feministas lo han considerado, por hacer un juego de palabras, ‘sangrante’. Critican la denominación ‘Gente que sangra’ porque consideran que ofende a las mujeres, las invisibiliza y las anula, cuando recuerdan que es precisamente por ser mujeres por lo que tienen el periodo durante una buena parte de su vida, es decir, que solo las mujeres menstrúan. Hoy en día esta afirmación, circunscribir la regla a las féminas, se considera tránsfobo, porque se excluye a los hombres trans.

En esa línea se sitúa el planteamiento inclusivo de los impulsores de estos talleres que invitan a participar a “todas aquellas personas dispuestas a compartir su vulnerabilidad, identidades no binarias, mujeres autoidentificadas mujeres y varones cis con ganas de escuchar", señala literalmente su presentación. 

Una parte del feminismo, el llamado ‘clásico’, defiende que la menstruación es un proceso biológico exclusivo del género femenino y que son muchos años los que las mujeres llevan defendiendo que no se considere sucio ese aspecto de su biología ni se oculte lo específico de su sexualidad, algo a lo que creen que conduce este tipo de términos genéricos. 


Sin ánimo de entrar en esta guerra, yo iría a la raíz de la cuestión. Es decir, el nombre ‘Gente que sangra’. Admitamos que la elección de esa denominación es fallida. En realidad, todos sangramos. Por la nariz, por una herida o por la menstruación. Y de todos ellos, lógicamente, las personas que podrían estar más interesadas en la fabricación de compresas serían las que tienen la regla. De modo que, a mi entender, sería más apropiado ‘Gente que menstrúa” o “Personas menstruantes”, expresiones que ya emplean en estos círculos, aunque una parte del feminismo siga pensando que también deshumanizan e insultan, porque siguen borrando de esa realidad a la mujer. Al final, este nuevo feminismo tan inclusivo parece provocar el efecto contrario. Por incluir a una minoría, excluye a la mayoría y hay quien cree que se convierte en el mejor aliado del machismo. 

Aunque lo que me extraña es que el debate no se haya centrado en el tema del taller, la fabricación casera de compresas reutilizables. Ahí sí que me pinchan y no sangro. Será una práctica todo lo ecofriendly que quieran, pero nos retrotrae a la época de nuestras abuelas, que una vez al mes se pasaban los días lavando a mano paños higiénicos. Tanto tiempo tratando de avanzar para ahora volver a retroceder. Asumo que el uso de compresas y tampones genera un exceso de residuos que no benefician al medio ambiente, pero si es por eso, merece mayor promoción como producto de higiene íntima la copa menstrual, que da libertad a quien la lleva, no condena a hacer constantes coladas y a la larga resulta más económica. 

No quiero terminar sin mencionar a las mujeres menopáusicas que se han sentido agraviadas con este asunto. Algunas se preguntaban:” Y las que ya no sangramos, ¿qué somos?”. Yo les contestaría: Afortunadas.

sábado, 11 de septiembre de 2021

Heridos de espanto

A pesar de que el relato era de ciencia ficción, nos lo creímos. En principio no parece muy verosímil que ocho encapuchados acorralen a un joven homosexual a la puerta de una vivienda en plena tarde de domingo en el populoso barrio madrileño de Malasaña. Si además agreden a la víctima marcándole con una navaja la palabra maricón en un glúteo, la historia adquiere el grado de rocambolesca. 

Sí, vale. Era increíble. Y aún así, nos tragamos la historia. Yo la primera. Estamos tan curados de espanto -o más bien heridos de espanto-, hemos visto, escuchado y leído tantas barbaridades, que ya no nos sorprende nada, así que damos credibilidad a lo más inverosímil. 

Y es precisamente esa circunstancia la que demuestra que lo de menos es que un chico gay haya mentido para ocultarle a su pareja un escarceo sexual. La denuncia falsa, producto de un embrollo sentimental mal gestionado, no borra que tenemos un problema real, la LGTBIfobia. Ni tampoco resta verdad a un peligroso movimiento que se extiende como el Covid y que basa su filosofía en la creciente moda de atacar al diferente, al que no es como nosotros, sin más motivo que ese o, lo que es peor, por pura diversión. Porque sí, me temo que quienes practican esta violencia hallan en ella puro placer y hasta cierto desahogo. 

La cosa va de odiar al gay, al inmigrante, al rojo, al facha, a la mujer, al hombre, al viejo, al joven, al pobre, al rico, al de Vox, al de Podemos, al del Real Madrid, al del Barça… un amplio catálogo al gusto del consumidor poco tolerante. 

Pensábamos que esta corriente se limitaba a Twitter, ese paraíso de los haters en el que estos odiadores se revuelcan como los cerdos en el barro, donde da igual lo que digas que alguien se molestará y te atizará sin piedad. Pero lo cierto es que ya no se circunscribe solo al mundo virtual y está empezando a contaminar la vida real. 

La puñetera polarización en la que vivimos instalados también alienta esa tendencia. Los discursos incendiarios de unos y otros, el odio que destilan, incluso los representantes políticos, que deberían ser los que templaran gaitas, todo ello se traduce en un lamentable paisaje donde se está volviendo demasiado común eso de confrontar a la mínima y por cualquier cuestión. 

No creo que este hecho puntual vaya a perjudicar a todo el colectivo homosexual, que solo reivindica su derecho a caminar por la calle sin miedo. Ni tampoco pienso que vaya a desembocar en que se ponga en duda cada denuncia de delito de odio que se presente en España. Y son bastantes, 610 solo en el primer semestre de este año, en su mayoría por racismo, ideología y orientación sexual, según datos del Ministerio del Interior, que certifica un aumento del 9,3 por ciento respecto del mismo periodo de 2019. Como tampoco vamos a cuestionar las denuncias de maltrato o negar que exista la violencia machista porque haya un mínimo porcentaje de acusaciones falsas en un país donde desde 2003 han sido asesinadas por sus parejas o exparejas 1.111 mujeres. 

No quiero terminar sin entonar el mea culpa por mi condición de periodista. Los medios deberíamos ser los primeros en tratar con tanta cautela como sensibilidad cualquier denuncia, más cuando se trata de delitos de odio, y ser muy escrupulosos con la información que compartimos. No nos toca a nosotros sumarnos a la corriente del #YoSíTeCreo, sino limitarnos a trasladar con rigor los detalles de la investigación sin olvidar nunca el ‘presunto’.

martes, 17 de agosto de 2021

Mi experiencia en un ‘Todo incluido’

Siempre me pareció una horterada lo del ‘Todo incluido’ de los hoteles. Por mi trayectoria vacacional, lo relacionaba con familias poco aventureras, marcadas por el pecado capital de la gula, que no salían del recinto durante toda su estancia y se pasaban las horas picoteando aperitivos con una cerveza en la mano, mientras sus retoños se ponían ciegos a helados. 

Cuando mis hijos eran pequeños recuerdo cómo miraban con una mezcla de envidia y deseo a aquellos niños que llevaban la pulserita que te señala como el afortunado que no paga nada porque ya lo ha pagado todo. Cuando se los cruzaban por las instalaciones el hotel relamiéndose después de empalmar un helado con otro, mis herederos automáticamente reclamaban sus derechos. Entonces había que emplearse a fondo para quitarles la idea de la cabeza. “Quizá más tarde, mejor otro tipo de helado que no sea industrial, no es bueno comer tanto dulce… “. Todo para terminar admitiendo ante ellos que esos niños que se cruzaban siempre comiendo gusanitos, patatas fritas o un Frigopié, podían pedir lo que quisieran porque sus padres habían contratado una tarifa para eso. Acto seguido, los micos nos abofeteaban con la gran pregunta: por qué nosotros no habíamos elegido lo mismo. Por aquel entonces éramos más jóvenes, conservábamos tanta capacidad dialéctica como paciencia y sabíamos torear con arte sus caprichos. Así que la sangre nunca llegaba al río y terminábamos nuestra estancia en ‘Alojamiento y desayuno’ o ‘Media pensión’ sin mayores contratiempos. 

Con todo, se nos quedó grabado ese brillo en los ojos de nuestros hijos deseando la infancia de los niños del ‘Todo incluido’. Así que, después de un año sin viajes ni excesos por los cierres perimetrales que nos dejó la pandemia, cuando nos pusimos a planificar estas vacaciones, decidimos darnos un homenaje y elegir un hotel a todo trapo al lado del mar. No os equivoquéis, el establecimiento era un cuatro estrellas normalito de la Costa Dorada plagado de franceses maleducados, es decir, lo que nuestra economía familiar se puede permitir. 



El caso es que por fin el chaval podría tomarse un helado o una Coca-Cola cuando le saliera del nardo sin tener que mendigarnos, y la mujercita, merendar lo que le apeteciera o probar la sangría de la casa a la luz de la luna. La idea sobre el papel prometía. Lamentablemente llegaba con al menos seis años de retraso. Mis hijos ahora son adolescentes en transición a la edad adulta y están en otro momento vital. Concretamente en el de llevarnos la contraria. El dichoso ‘Todo incluido’ ya no les hace gracia. Mucho menos con nosotros. De hecho, más bien parece avergonzarles. Así que, en la práctica, nos hemos pasado los seis días azuzándoles, con poco éxito, a consumir a deshoras para amortizarlo. 

Debo decir que su padre y yo misma nos sobramos para justificar el desembolso y dar buena cuenta de las bondades del servicio. Por no mencionar que la diferencia de precio con el régimen de ‘Pensión completa’ se compensa en cuanto no te toca abonar a parte las bebidas de las comidas del bufet. Si a eso le añades el aperitivo al borde de la piscina, el café de las cinco camino de la playa, el antojo del helado y alguna copa después de cenar mientras observas horrorizado la animación del hotel, la cuenta te sale a favor. 

Coincido con mis hijos en que lo peor del ‘Todo incluido’ es tener que ir marcado con la pulserita de marras. A eso le añadiría la sensación, probablemente injustificada, de que el personal te mira y piensa “Ahí viene el zampabollos”. Puede que tenga que ver con el poco civismo que demuestran algunos huéspedes en este régimen de alojamiento, personas que sin pudor acaparan comida como si hubieran anunciado una catástrofe nuclear para terminar abandonándola sobre una mesa con destino a la basura. He sido testigo. 

Quizá sea producto de mi paranoia de mujer de clase media, pero he tenido la impresión de que los camareros tratan distinto a los de la pulsera y han sido aleccionados para que no salgan ganando ellos sino el hotel. Pequeños detalles, como la elección de unas marcas y no otras a la hora de servir la consumición o de un tamaño inferior al de pago te arrastran a ser malpensado. 

No sé cómo será en el resto de hoteles, pero en el que nos alojamos nosotros el bar tenía una zona en la barra con grifos de autoservicio en los que el propio cliente podía servirse cerveza, sangría y todo tipo de refrescos al gusto. Sólo cuando se trataba de combinados o platos de aperitivos necesitabas la asistencia del barman. 

El peligro más evidente de este tipo de régimen de alojamiento es que si eres glotón y no tienes mucha fuerza de voluntad, el bufet de las comidas te incita a comer más de la cuenta. Además, la monotonía culinaria que te invade tras dos o tres días teniendo que elegir entre la misma variada oferta solo se combate cayendo en la tentación de terminar probando un poco de cada cosa. Si además asocias el calor del verano a la cerveza fresquita, el grifo de autoservicio tiene mucho peligro. 

Hay que decir que, aunque lo llamen todo incluido, no todo está incluido. Algunos productos llevan un suplemento. De modo que constantemente, cuando vas a pedir a la barra fuera de las horas de comedor, te miran la muñeca y proceden a informarte de lo que puedes tomar libremente y lo que no, por si no te has aprendido de memoria los cuatro folios con la lista de productos free y semi-free que te proporcionan junto con la tarjeta de la habitación el día de tu entrada en el hotel. 

Otro inconveniente o ventaja, según se mire, es que el ‘Todo incluido’, igual que la ‘Pensión completa’, te priva de frecuentar la hostelería del lugar. Qué sentido tiene contratar este régimen si luego vas a salir a comer, cenar o picotear fuera del hotel. También limita la exploración del entorno a lugares en un radio de acción próximo, que te permita estar de vuelta dentro de las horas establecidas para comer o cenar. Así que imagino que quien no tiene mayor aspiración que dormir, comer, beber, broncearse y lo que surja, todo en el mismo lugar, considerará ideal este plan. 

En resumen. La experiencia está curiosa y solo he vuelto con dos kilos de más gracias al ejercicio mañanero. Aunque creo que ha sido la primera y última vez. Dudo que repita. A no ser, quién sabe, que algún día me inviten a un hotel del Caribe.

viernes, 6 de agosto de 2021

Vacaciones

Hablemos claro. Lo mejor de tener trabajo son las vacaciones. Vale, el sueldo tampoco se desprecia, sobre todo si es digno. Pero la felicidad de poder aparcar temporalmente la faena y seguir cobrando es muy superior. 

Suena muy bien eso de que el trabajo dignifica, aunque convendréis conmigo en que poder hacer lo que te dé la gana, incluso no hacer absolutamente nada, en vez de verte obligado a ceñirte a unas obligaciones y un horario, es un placer incomparable. Aunque con matices. 

Llevo consumidos cinco días de mis vacaciones y ya me empieza a invadir la angustia por si no estaré aprovechando convenientemente mi tiempo de descanso. Te pasas todo el año deseando tener días libres para hacer todo aquello que vas aparcando por falta de tiempo, o porque te ahoga la cotidianidad, y cuando llega ese momento no sabes por dónde empezar. 


Leer como si lo fueran a prohibir. Devorar podcasts. Adormilarte tumbada a la sombra. Remojarte en la piscina hasta que se te arrugue la piel de los dedos. Coleccionar puestas de sol con un tinto de verano en la mano. Follar como si tuvieras 25 años. Viajar para averiguar qué hay fuera de tu burbuja. Recargar la batería unos días junto al mar. Redecorar, pintar u ordenar tu espacio vital al ritmo de una lista de Spotify. Desprenderte de aquello que llevas sin necesitar más de una década. Hacer escapadas gastronómicas. Descubrir azoteas. Visitar exposiciones. Quedar con amigos con los que nunca terminas de quedar… 

Son tantas cosas y tan inabarcables que, a medida que avanza tu tiempo de descanso, vas rebajando expectativas y solo aspiras a desconectar durante unas semanas sin estrés, sin prisas, sin mirar el reloj, sin despertador, sin malos rollos y, sobre todo, sin costumbres asociadas al periodo laboral, en mi caso, escribir. Y aquí me tenéis, rompiendo las primera de las condiciones innegociables.

lunes, 19 de julio de 2021

El sistema no perdona los errores

Como dicen que de los errores se aprende, hoy voy a contaros la historia de un error que veremos si se traduce en aprendizaje.

Cuando solicitas plaza para estudiar una carrera universitaria en el llamado Distrito Único y Abierto de Madrid hay que confeccionar una lista con tus preferencias independientemente de a qué universidad pertenezca la facultad en la que te gustaría estudiar. Se supone que debes aspirar a entrar en grados con una nota de corte inferior a la nota obtenida en la Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU). Pero como la esperanza es lo último que se pierde, pones el grado de tus sueños como primera opción, aunque sea Biotecnología en la Universidad Politécnica de Madrid, con solo 88 plazas y una nota de corte de 13,295, mientras que tu calificación de la EBAU es un 12,811. Sí, 0,4 inferior. 

Todo lo haces muy deprisa, porque el adulto responsable en este salto del Bachillerato a la Universidad es tu profesora de la materia en la que has encontrado tu camino, la Química. Porque has tenido una epifanía y en el futuro te ves dedicada a la investigación en un laboratorio, por ejemplo, de genética. 

Entonces te pones a solicitar la lista de carreras por orden de preferencia pensando que, de esa lista de diez, seguro que te llaman de aquellas para las que te da la nota y puede que, si los aspirantes de las otras son peores que tú, incluso te seleccionen en alguna de las difíciles. Por soñar, que no quede. Así que cometes el error de poner en los tres primeros puestos tres carreras con una nota de corte superior a la tuya y a partir de la cuarta, sin pensar bien el orden, otras que intuyes, sin ahondar en ello, que te asegurarán pasar tiempo en un laboratorio. 

Pero resulta que llega el día en que te tienen que contactar las universidades para decirte que cuentan contigo y te choca que solo te envíen mensaje de una, de la cuarta opción, a pesar de que tienes también nota para entrar en las siguientes. Y de repente te enteras de cómo funciona realmente el sistema. Tan solo te dan admisión a un grado, el primero para el que tengas nota de corte suficiente. Del resto, olvídate. Es decir, el orden de elección era más que importante, pero eso nadie te lo había dicho y tú tampoco te habías detenido a leer bien las instrucciones ni habías investigado lo suficiente sobre cada una de las opciones. Estabas a otras cosas, por ejemplo, a repetir la EBAU para sacar aún mejor nota por recomendación de tu profesora, aunque supusiera arañar solo unas décimas y tener menos vacaciones que tus amigos. 

Entonces se te cae el mundo encima porque el grado en el que has sido admitida es Ingeniería Química, que no sabes ni por qué lo pusiste en cuarto lugar. Podías haber seleccionado por encima Bioquímica o Farmacia, que tenían más que ver con tus intereses. Pero no. Todo lo hiciste demasiado rápido y mal. La has cagado y el sistema no perdona los errores. Te lo dicen bien claro cuando contactas con la Universidad: “El orden de preferencia es para la adjudicación de plazas, en este momento no se puede hacer ningún cambio de opción”. Como solución, te ofrecen matricularte en ese Grado que no quieres y tratar de superar un número de créditos mínimo para solicitar luego un traslado de expediente. Sin embargo, ahora sí, has consultado a fondo en qué consiste esa carrera y te das cuenta de que casi no tiene asignaturas en común con la que tú deseas y que para conseguir créditos que te permitan ese traslado las va a pasar canutas, por no decir putas. 

Así que ves que ya solo quedan tres opciones: estudiar algo que no quieres, rechazarlo y jugártela apuntándote a las listas de espera de las dos únicas titulaciones que te permite el sistema o peregrinar por las universidades privadas donde con suerte a estas alturas encuentres una plaza que vacíe la hucha familiar.


En esta tesitura se encuentra mi hija y en parte me siento responsable. Ahora empiezo a darme cuenta de las consecuencias de haber sido una madre helicóptero o cualquiera de las otras versiones de hipermadre que manejan los expertos. Sí, lo asumo, a lo mejor durante la crianza me he pasado de sobreprotectora. Quizá he tendido a facilitarles demasiado las cosas, allanarles el camino, ayudarles a salvar obstáculos… Puede que, de tanto quererles, haya terminado haciéndoles daño. Porque el resultado es que les he convertido en personas más dependientes que autónomas, inseguras y con baja tolerancia a la frustración. 

Cuando alcanzó los 18 años, entendí que había llegado el momento de soltar un poco las amarras. Es decir, mi función pasaría a ser la de acompañamiento, no la de tutoría. Esperaba que ella fuera espabilando poco a poco, que tuviera iniciativas relacionadas con la mayoría de edad más allá de comprar alcohol en el Mercadona, pedir un tinto de verano en un bar o irse de viaje con los amigos. 

Confiaba en que investigara sobre las posibilidades que se le ofrecían en el plano universitario. Que revisara todas las opciones que tenía. Que pensara en planes B, C o D para afrontar un más que probable fracaso a la hora de conseguir plaza en el muy demandado Grado que deseaba cursar. Que brujuleara alternativas y que incluso curioseara en la oferta de universidades privadas por si, en último extremo, su corazón le decía que la Biotecnología era su camino y tenía que tomarlo, costara lo que costara. 

Daba por hecho que así sería, de modo que me mantuve al margen del proceso. Supuse que tenía toda atado y bien atado. Que había leído bien las instrucciones. Que sabía perfectamente los pasos que debía seguir y cómo operar en este trance tan fundamental para la vida de cualquiera, ese momento en el que uno elige su futuro. 

Pero resulta que no. Y un error de principiante despistada puede traducirse en que una alumna, a mi entender brillante, concienzuda y trabajadora, que se ha pegado un curso de estudio salvaje, que se ha sometido no a una, sino a dos EBAU decidida a mejorar todavía más, pueda quedarse sin nada que estudiar el próximo curso mientras se flagela por su estupidez. 

Quizá el tono de este post me ha quedado demasiado melodramático. No sabemos cómo acabará este episodio. En todo caso, no pasa nada por retrasar un año la entrada en la Universidad. Hay un montón de alumnos que se toman un año sabático al terminar Bachillerato y viajan por el mundo o se apuntan a voluntariado. También los hay que comienzan los estudios con los que habían soñado y luego descubren que cualquier parecido con sus sueños eran pura coincidencia. Hay miles que anulan matrícula antes del segundo semestre. No es poco frecuente tampoco encontrar profesionales dedicados a una actividad que nada tiene que ver con sus estudios. Da tantas vueltas la vida y son tantas las variables que escapan de nuestra voluntad, que no tiene sentido convertir esto en un drama. Sí, lo sé, pero no puedo evitar que me dé mucha rabia que todo el esfuerzo no haya merecido la pena y, sobre todo, que el sistema no te permita corregir un error. 

Voy más allá, porque el caso de mi hija no es único. Lo más lamentable es que animemos a los jóvenes a ir a la universidad para luego cercenar vocaciones y generar frustración en el amplio porcentaje de aquellos que nunca conseguirá plaza en lo que desearía estudiar.

domingo, 11 de julio de 2021

Carne de cañón

Lo que me demuestra el follón que se ha montado con el vídeo de Alberto Garzón y la carne es lo mucho que os afecta lo que diga un ministro. Pueden venir todos los médicos del mundo a explicaros que la ingesta en exceso de carne roja y procesada se relaciona con la propensión a desarrollar ciertas enfermedades. Os da lo mismo. Pueden llegar los más insignes científicos a detallaros los efectos perniciosos de la ganadería industrial sobre el medio ambiente. Directamente os la refanfinfla. Pero aparece de repente el ministro de Consumo en un vídeo diciendo exactamente lo mismo, incluso más suavizado, y os lleváis las manos a la cabeza y el colmillo a su yugular. 
Del vídeo de Garzón se pueden comentar muchas cosas, desde que es un poco largo, repetitivo y falto de ritmo en los tiempos que corren, hasta que resulta cómico escucharle hablar de flatulencias de las vacas o ‘permitirnos’ una barbacoa de vez en cuando si compensamos luego con un tiempo de ensaladas. Pero lamento deciros que el mensaje de fondo es algo incuestionable: el consumo excesivo de carne no es bueno para la salud ni para el medio ambiente. 

Aquellos que os quejáis de que se os diga lo que tenéis que hacer y censuráis lo que denomináis “intervencionismo de la izquierda en los hábitos de consumo de los ciudadanos”, deberíais saber distinguir entre una recomendación y una prohibición. 

No ha dicho que se prohíba la carne. Ha sugerido que no comamos tanta. No ha cargado contra los ganaderos, sino que ha alertado de los perjuicios de la ganadería intensiva. Lo que propone es mejorar la dieta para mejorar nuestra salud y la del planeta, porque “menos carne es más vida”. 

El ministro os puede caer mejor o peor, os puede parecer más o menos merecedor de un Ministerio, pero en este caso no creo que sus palabras sean para provocar ningún cataclismo social. 

Soy carnívora desde pequeña y tengo amigas de toda la vida dedicadas al sector. Adoro comer carne. Entre una hamburguesa jugosa y una menestra no tengo dudas. Ante la disyuntiva carne o pescado, me quedo con lo primero, que no tiene espinas. Una barbacoa es para mí la felicidad y la disfruto cuando toca, que suele ser una o dos veces al año, por lo general en verano. Puede que sea por eso, porque suele resultar algo puntual y extraordinario, que la vivo como una fiesta. Imagino que si fuera mi menú de cada día perdería el interés, incluso llegaría a detestarla. 


El resto del tiempo como carne, sí, no solo roja, y todavía más de la que recomienda la OMS, lo confieso, algo que tengo que corregir. Pero también me alimento de pescado, verduras y frutas de temporada, huevos, legumbres, arroz y pasta. Así que lo que ha dicho el ministro ni me sorprende ni me altera. Al contrario que los que han puesto el grito en el cielo y la foto de la barbacoa a la salud de Garzón en Twitter, tienen más efecto en mí las palabras de los expertos que las de los políticos. Esas son las que me influyen y las que de verdad me motivan a cuidar mis hábitos de consumo por mí y por el planeta. De los políticos espero que legislen buscando el beneficio colectivo y poniendo los intereses de los ciudadanos por delante de los suyos propios. 

No se me olvidará cómo muchos se echaban las manos a la cabeza con la entrada en vigor de la Ley antitabaco en 2006, cuando Zapatero tuvo la ‘osadía’ de prohibir fumar en los bares y en los centros de trabajo. Después de quince años no creo que haya nadie que no le esté agradecido a él y a la entonces ministra de Sanidad, Elena Salgado, por sacar adelante esta medida que, aunque no ha reducido las tasas de fumadores, al menos ha sacado el humo de los espacios públicos cerrados.

Ya sé que no es comparable, pero aquello sí que fue una medida política tomada con todas las de la ley. Esto de la carne se queda en simple sugerencia, una recomendación nacida de la reflexión de un ministro, no de un real decreto ley de un Consejo de Ministros. No llega siquiera al mensaje “Beba con moderación” de las bebidas alcohólicas o el “Fumar mata” del paquete de tabaco. 

En todo caso, ya sois mayorcitos para decidir si queréis convertiros en carne de cañón y jugar a la ruleta rusa de contraer una enfermedad asociada a todos estos malos hábitos. 

Quedáis avisados. Ahora, si queréis, sois libres de rendiros al imbatible chuletón al punto de Pedro Sánchez las veces que os apetezca.

sábado, 26 de junio de 2021

Realidad y ficción

No he necesitado más que un capítulo de la nueva temporada de la serie Élite para notar que resultaría muy oportuno incorporar un aviso al comienzo de cada episodio recordando a los espectadores que lo que van a ver es ficción y que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Los adultos no necesitamos esa aclaración, por supuesto, pero a los chavales que tienen la edad que representan los protagonistas de la historia no les vendría mal. 

Es más, nos harían un favor a los padres de adolescentes que siguen la trama en la pantalla y se dejan llevar por la tentación de pensar que aquello que ocurre en la serie debería estar pasándoles a ellos. Ayudaría a hacerles comprender que, aunque los protagonistas encuentran lío en ‘cero coma’ y se dediquen más al sexo que a las matemáticas, eso no significa que ellos vayan a tener la misma suerte. O que si las chicas salen por ahí vestidas con diseños más apropiados para gogós de discoteca que para alumnas de instituto, eso no convierte su atuendo en el más práctico para moverse por la vida. 


Me sorprende la sexualización extrema a la que se somete a los y las menores en algunas series de ficción y que siempre planea en sus relaciones cuando interactúan. Lo peor es que se transmite a la vida real y cada vez es más común ver a crías de 12 años paseando por ahí su inocencia ‘disfrazadas’ de Julia Roberts en Pretty Woman y a niños de 13 fantaseando con imitar lo que han visto en alguna pantalla. 

No solo la ficción o la industria del entretenimiento es responsable de este sinsentido. El mundo de la moda también contribuye a crear unos estereotipos enfermizos. El último ejemplo ha levantado tal polvareda que hasta una organización de consumidores ha intervenido para pedir su retirada. Me refiero a un bikini para niñas de 5 años con relleno para simular el pecho. 

Insistimos en acelerar la vida, anticipar lo inevitable, para luego, con los años, tratar de retrasar el paso del tiempo y conjurarnos contra la edad. No hay quien nos entienda. 

Hay otra serie que se sitúa en las antípodas de Élite. También es ficción, pero llegas a creértela. Se llama Mare of Easttown y se puede encontrar en HBO. Tanta discusión sobre el aspecto físico de su protagonista, Kate Winslow, me despertó la curiosidad, así que la vi. Lo que llama la atención, y de ahí la polémica, es que la actriz, de 45 años, aparece con barriga, arrugas, despeinada y sin maquillar. Como resumirían algunos, “vieja y gorda”. La caracterización está extraordinariamente conseguida. Sobre todo, porque es muy natural, muy real, muy creíble. Si vas camino de los 50, como Kate, o ya los has pasado, como yo, hay que hacer bastante poco para parecer una mujer madura más preocupada por seguir adelante con su vida que por su aspecto físico. También os digo que mucho mérito no tiene. Basta con ser una misma. No tratar de hacer eso que se asocia siempre a la mujer y suena tan tremendo: “arreglarse”. 

Hace unos días la revista Qué me dices publicaba un tuit con una información sobre otra actriz, Sarah Jessica Parker, de 56 años. En la imagen aparecía como una persona normal en un día normal, el pelo recogido, gafas y mascarilla, algo que la publicación calificó de “vaya pintas”. 
Hace poco también eran la comidilla los envejecidos -sobre todo ellos- protagonistas de Friends, reunidos de nuevo para un episodio especial de una serie que comenzó a emitirse hace más de tres décadas. Como si cumplir años y que se te note fuera algo extraordinario. 

Tengo canas que brotan de mi cabeza tiesas como antenas. El cuello se me empieza a arrugar. Se me olvida hacer pesas, así que comienzan a ser visibles las alas de murciélago en una parte de mis antebrazos. Aunque para dar pistas sobre mi edad no es necesario llegar ahí. Basta con mirar las arrugas en mi frente, las bolsas bajo los ojos, los párpados caídos, el código de barras sobre mi labio superior o las mejillas descolgadas. Mi piel está flácida, a mis músculos les falta tonificación, a pesar de hacer ejercicio periódicamente, y para poder seguir mi ritmo de vida sin que me reviente una vena en el cerebro tomo pastillas que regulan mi tensión. Nada extraordinario. Lo que suele pasar cuando has llegado viva a los 53 años. Pero se ve que alguien olvida que por aquí terminamos pasando todos o, mejor dicho, los afortunados que lo podemos contar. 

Concluyo. Estoy harta de que las canas en un hombre le hagan interesante y en una mujer la conviertan en una ‘dejada’. Me provoca mucho hastío que el monotema sea siempre el aspecto físico. Me deja perpleja que los efectos del paso del tiempo a partir de cierta edad tengan tan mala prensa, pero insistamos en hacer parecer mayores a quienes no lo necesitan. Y, sobre todo, me indigna que sexualicemos tanto y tan pronto a las niñas. Dejad que la naturaleza siga su curso. Y, sobre todo, respetad a los que somos tan reales como la vida misma.

domingo, 23 de mayo de 2021

Hechizo de Luna

Se llama Luna, tiene 20 años, es de Móstoles y se encuentra en Ceuta realizando las prácticas del Grado Superior de Integración Social. Formaba parte del dispositivo de la Cruz Roja desplegado para socorrer a los inmigrantes que llegaban por el mar desde Marruecos. 

Ella es la protagonista de la imagen de la semana, esa en la que aparece fundida en un abrazo con un desconsolado joven subsahariano en la playa del Tarajal. Él parece exhausto después de recorrer a nado las aguas que separan ambos países. Llora porque asume que la travesía hacia Europa termina ahí y porque teme que uno de sus compañeros de aventura no va a poder sobrevivir. Es el que aparece detrás, rodeado de efectivos de emergencias que tratan de reanimarlo. 


Con naturalidad, Luna le da agua, le acaricia y termina abrazándole mientras él parece buscar un hombro en el que desahogar la pena. Luna hace lo que cualquiera con un mínimo de empatía y sensibilidad habría hecho en esas circunstancias. No ve un invasor peligroso, sino un ser humano que necesita ayuda y compasión. 

La imagen de Luna y el inmigrante senegalés, que finalmente fue devuelto al otro lado de la frontera y cuyo nombre no ha trascendido, ha dado la vuelta al mundo y hechizado a todos. También a mí. Como esa luna llena en el cielo de la que no puedes apartar la vista en esas noches en que sobran las farolas. 

Todavía hay esperanza, pensé. El mundo está lleno de gente buena, celebré. Habrá un día que el color, la procedencia, la religión, el aspecto o la posición social no nos importarán nada. Solo seremos seres humanos, me dije a mí misma. Pero el subidón me duró poco. 

Pronto empecé a leer en las redes sociales comentarios vomitivos contra Luna y se desvaneció el hechizo. La realidad se abría paso. Había tuiteros que calificaban su gesto de postureo. Alguno iba más allá e introducía en la escena insinuaciones sexuales con una bajeza insoportable. Percibí el desprecio hacia las organizaciones humanitarias, el odio hacia al diferente, la aversión hacia el pobre, un miedo irracional, acusaciones, amenazas, machismo, violencia, racismo y mucha ignorancia. 


Cuando luego contraatacaron multitud de usuarios de la red con muestras de solidaridad y gratitud hacia ella, el daño ya estaba hecho. Luna tuvo que poner el candado a su cuenta en Twitter y yo seguí observando las imágenes que compartían las televisiones, tratando de recuperar el hechizo. Lo que vi terminó de convencerme de lo que realmente importa. Soldados, guardias civiles, policías y legionarios ayudaban a los menores que habían llegado en avalancha a Ceuta, la mayoría engañados. Algunos, creyendo que iban a ver a Cristiano Ronaldo y la otra mitad, confiados en que al cruzar a España se les acabaría la vida de miseria. 

Miraba salir del mar a esos chavales y veía a mi hijo de 16 años. Le imaginaba escapando de casa para cruzar la frontera y se me encogía el alma. Se lo recomiendo como ejercicio de humanidad a quienes estos días han lanzado tanta bilis porque se sienten amenazados por esos miles de niños que aún esperan en naves del Tarajal a conocer cuál será su destino. Esas criaturas que ellos consideran fuente de problemas, gandules y futuros subvencionados del Estado español. Que piensen que podrían ser sus hijos, sus hermanos, sus nietos o sus sobrinos, a ver si así se les remueve algo dentro. 

Francamente, no concibo cómo alguien que presume de moral estricta, valores tradicionales y profunda religiosidad puede hacer gala de tan poca caridad cristiana. Sospecho que para cambiar eso va a hacer falta más que un hechizo.

domingo, 9 de mayo de 2021

¿Y si ahora no sé vivir sin estado de alarma?

Tengo miedo a no saber vivir sin estado de alarma. Han pasado más de seis meses desde el 25 de octubre. Una barbaridad. Sin contar el anterior periodo en confinamiento. Ya sé que es cuestión de tiempo que vuelva a acostumbrarme a la ‘libertad’. Pero es que había empezado a cogerle el gustillo a la represión. De hecho, solo le veo una ventaja a que por fin se levante: perder de vista los malditos cierres perimetrales que me han impedido viajar a Castilla y León para visitar a mi santa madre o acercarme a una playa para recargar las pilas cuando me saliera del ‘toto’. 

Por lo demás, vivir con toque de queda me ha parecido menos malo de lo que suena. No sé a otros padres, pero a mí me ha facilitado mucho las cosas con uno de mis hijos. Así no era yo quien discutía y amenazaba. Eso de delegar en la Administración es fabuloso. Y mucho más efectivo. El miedo a cruzarse con un policía y que le cayera una multa funcionaba mejor que mis amenazas de no dejarle salir en un mes si no llegaba a casa a la hora establecida. Lo de que aparecer puntualmente a las once cada fin de semana ha sido un milagro. Y esta Nochevieja, la primera que se ponía pesado con que quería salir, no veáis qué delicia y qué tranquilidad verle entrar en casa a la 1:30 sano y salvo. En poco más de una hora casi no da tiempo a meterse en líos. 

Limitar la movilidad de los ciudadanos de madrugada tiene su lado positivo, aunque a los que habéis crecido en democracia no os lo parezca a simple vista. La noche electoral, sin ir más lejos, me tocó deambular por las calles de Madrid a horas intempestivas por razones laborales. No me encontré ni un borracho, ni un pesado molesto, ni un atracador, ni un niñato tocapelotas. Solo operarios de la limpieza y algún patrulla de la Policía. En cambio, anoche, en cuanto dieron las doce, fui testigo desde mi terraza de cómo volvía el trasiego de vehículos y las pandillas de chavales gritones de botellón. 

Con lo que yo he disfrutado del silencio nocturno todo este tiempo. Sin sobresaltos que me arrebataran algún dulce sueño. Sin críos irrespetuosos que decidieran ponerse a cantar en el parque de enfrente. Sin conductores irresponsables que aparcaran su coche debajo de mi ventana con el reguetón sonando a todo trapo a las cinco de la mañana. Porque sí, seguimos con alta incidencia Covid, pero por cómo se han lanzado esta medianoche a la calle algunos para celebrar, parecía que habíamos derrotado definitivamente al ‘bicho’. Y qué afición por emborracharse en grupo en plazas públicas. Como si lo que hubiera decaído es la ‘ley seca’. Pues no lo entiendo. Yo no he dejado de tomarme mis vinos y mis cañas en todo este tiempo, así que anoche no tenía mono que superar ni tiempo perdido que recuperar. 

Maja vestida de Goya (imagen de Tumisu - Pixabay)

Debo confesar que muchas de las medidas restrictivas que hemos ‘sufrido’ estos meses a mí me han descubierto un mundo paralelo fantástico. Eso de mantener las distancias en las terrazas de los bares y no sentir en tu cogote a los de la mesa vecina resulta maravilloso. Lo mismo que las limitaciones de comensales. Ha sido el mejor invento para evitar a los acoplados. 

Me he acostumbrado a evitar mezclarme con no convivientes en mi casa ni en la de otros. Y como ya no tengo edad de fiestas clandestinas, la falta de socialización no me ha generado ningún trauma. 

Lo de dejar libre el asiento contiguo en el cine y el teatro me ha parecido una fantasía. Menos mal que de momento, mientras sigue merodeando el virus por aquí, mantendremos esa buena costumbre. Igual que la mascarilla, que también tiene sus ventajas. Pasas más desapercibido y si no te apetece saludar a alguien, haces como que no le reconoces. Por no hablar de que con ella puedes prescindir del maquillaje, llevar los dientes sucios y no depilarte el bigote. 

Y qué puedo decir del alivio que ha supuesto no volver a dar dos besos ni un apretón de manos cuando te presentan a alguien o te reencuentras con viejos conocidos después de un tiempo alejados. Con lo maniática que soy yo a la hora de elegir con quién intercambio fluidos. Guardar las distancias ha supuesto para mí una revelación, así que trato de hacerme la loca para no participar en esa fórmula alternativa que se han inventado de chocar los codos o los puños

Vale. Podéis pensarlo y decirlo con libertad. Definitivamente la pandemia y el estado de alarma me han convertido en una señora huraña e insociable. Sí. Solo me faltan los gatos.

sábado, 10 de abril de 2021

Hoy me voy a desahogar

Voy a contaros un hecho surrealista que en el momento de escribir esto aún no está resuelto. Guarda relación con los sinsentidos de la pandemia y, por lo que parece, es el resultado de un cúmulo de malentendidos o una serie de catastróficas desdichas. 
 
Desde Navidad el cierre perimetral permanente de Castilla y León nos ha impedido viajar con regularidad hasta Toro, nuestro pueblo, donde conservamos una casa familiar antigua -en la que yo nací- y un piso en el que vive mi madre de 86 años. Hasta antes de la pandemia, ella pasaba la mayor parte del año en el piso, mejor acondicionado para el frío, y los meses de verano se mudaba a la casa, más céntrica. Cuando sus familiares la visitábamos, nos alojábamos en uno u otro lugar, en función de la disponibilidad. 

El confinamiento pilló a mi madre en el piso y ya no se trasladó en verano a la casa. La situación sanitaria tampoco aconsejaba muchos movimientos, por lo que las visitas que realizamos nosotros fueron breves y la vivienda antigua se utilizó lo imprescindible. A pesar de ello, estaba perfectamente habitable, con todos los servicios, las facturas pagadas y los impuestos al día. De ello se encarga puntualmente mi santa madre. 
 
El caso es que hace unas semanas el Ayuntamiento de Toro decidió iniciar unas obras para sustituir las tuberías de abastecimiento de agua y saneamiento y renovar la calzada en una calle delante de la casa. Fue noticia incluso en la prensa el hallazgo de un pavimento antiguo durante el desarrollo de los trabajos. 

A mi madre, que estaba al tanto de la obra, lo que más le preocupaba es que las vibraciones provocadas por los taladros que se suelen emplear para agujerear el suelo pudieran afectar a la casa, que debe andar por los cien años. Pero, dado lo impracticable de la zona, acotada por la obra, unido a que la pobre mujer anda fastidiada de una pierna y que no está para muchas gestiones, prefirió no acercarse a la casa, no fuera a tentar a la mala suerte. En vez de eso, decidió encomendarse al altísimo y confiar en que los operarios, jefes de obra, ingenieros, arquitectos y demás responsables municipales sabrían lo que hacían. 



Resulta que, casualidades de la vida, a mi madre la citaron para vacunarse contra el Covid. Así que una de mis hermanas se trasladó hasta Toro para acompañarla ante posibles reacciones adversas o efectos secundarios. Por cierto, viajó con una declaración jurada en la que explicaba que se saltaba el cierre perimetral por motivos humanitarios, porque no fuimos capaces de conseguir ningún otro documento oficial que sirviera como salvoconducto para casos como este. Todavía estoy esperando que el Ayuntamiento me haga llegar un volante de empadronamiento de mi madre que solicité en la sede electrónica hace mes y medio. Pero eso da para otro post. Volvamos a donde nos habíamos quedado. 

Ya que estaba allí, mi hermana decidió dar una vuelta por la casa para ver en qué estado se encontraba. Así fue como, al abrir un grifo, descubrió que no había agua. En un primer momento, pensó que el último de la familia en pasar por allí habría cerrado la llave de paso. Pero no. Ahí comenzó toda una peripecia animada con llamadas y búsquedas infructuosas de jefes de obra, operarios del agua y demás responsables municipales que la ha obligado a alargar su estancia en Toro a cuenta de sus días de asuntos propios hasta resolver el misterio. 
 
Y el misterio no es otro que los operarios de la empresa que están realizando los trabajos no han conectado el agua a la casa porque no sabían por dónde. Vamos, que no encontraban la tubería en la que debía ir la acometida de la general. Por lo visto alguien debió comentarles que en esa casa no vivía nadie y decidieron no tomarse más molestias y, alegremente, dejarla sin servicio. De modo que, no me preguntéis cómo porque sigo sin entenderlo, han cambiado las canalizaciones generales sin enganchar el suministro a la casa. 

Vale que algún lumbreras tuviera esa feliz idea, pero, ¿cómo es posible que algo tan relevante dependa de una ocurrencia? Voy más allá. ¿Cómo es posible que, habiendo tantas cabezas implicadas, desde el responsable de la obra hasta la propia concejala, ninguno estuviera al tanto e impidiera esa decisión? 

Si la solución pasaba por entrar en la casa, habría sido tan fácil como localizar a su dueño, algo sencillo, mucho más en un pueblo como este que no alcanza ni los 9.000 habitantes y todo el mundo se conoce. Resulta todavía más inexplicable si tenemos en cuenta que la vivienda no está abandonada, como bien debería saber Acciona, que cobra religiosamente la factura del agua, y el Ayuntamiento, con quien el inmueble está al corriente de pago en todos los impuestos y tasas municipales. En ambos casos disponen de un teléfono de contacto del cliente/contribuyente que podían haber marcado ante la duda. 

Lo más divertido es que como tuvimos la mala suerte de descubrir la 'atrocidad' un viernes por la mañana y esto de dejar una vivienda sin suministro de agua no lo consideran una emergencia, máxime si está vacía, emplazaron al lunes a mi hermana para solucionar el problema. Me pregunto qué pasaría si, por ejemplo, hubiéramos alquilado la casa y los inquilinos hubieran previsto entrar justo ese día. ¿Seguiría sin ser una urgencia? 

En fin, que habrá que esperar al lunes y confiar en que los trabajadores de Acciona, la empresa responsable de la gestión del agua en Toro, vuelvan al tajo y puedan encargarse de habilitar la acometida de la tubería que, por complicar un poco más la cosa, resulta que es de plomo, por lo que habrá que cambiarla a PVC. 

Concluyo. Resulta que obedecemos las órdenes gubernamentales, respetamos los cierres perimetrales, no nos trasladamos ni siquiera a ver a nuestra madre por ser ciudadanos responsables, y con nuestro comportamiento ejemplar lo que conseguimos es que alguien piense que hemos abandonado una casa y que no tenemos derecho a beneficiarnos de las mejoras en el saneamiento de un pueblo donde, por cierto, la titular del inmueble paga sus impuestos. Pa’ mear y no echar gota.

domingo, 7 de marzo de 2021

O jugamos todos o pinchamos la pelota

Vaya por delante que no está el horno para bollos. Ahora que parece que remontamos frente al Covid, no es momento de tirar todo por la borda aglomerándonos en manifestaciones el 8M. Las mujeres que defendemos la igualdad tenemos un montón de maneras alternativas de celebrar esta fecha y reivindicar lo que queda por hacer. Desde enfundarnos la camiseta morada y pasearla todo el día allá por donde vayamos, hasta utilizar nuestras ventanas, virtuales y reales, para recordarles a todos que somos esa otra mitad de la población sin la que el mundo no funciona. 

Yo había descartado por completo asistir a una manifestación organizada por el Día Internacional de la Mujer. Y como yo, estoy convencida de que muchas más, por simple responsabilidad individual. Pero ni a esta movilización ni a otra. Puntualizado esto, también os digo que seríamos perfectamente capaces de mantener las mínimas medidas de seguridad si asistiéramos a cualquier acto conmemorativo de esta fecha al aire libre. Así que no entiendo por qué hay que prohibir las múltiples concentraciones populares de menos de 500 personas que se habían convocado en Madrid con motivo de este día, alguna de ellas incluso en una plaza acotada y con todas las medidas de seguridad. 

Pixabay

Solo espero que esta decisión de la Delegación del Gobierno, avalada por la Justicia, siente precedente y en adelante no se autoricen tampoco protestas de otro signo. De lo contrario, resultaría difícil de entender. Como decía aquel, o jugamos todos o pinchamos la pelota. 

Comprendo el desconcierto y el malestar de muchas mujeres ante esta decisión. Si no recuerdo mal, en lo que va de año hemos visto manifestarse en Madrid a hosteleros, trabajadores afectados por ERTE, negacionistas, neonazis, riders, pensionistas, contrarios al encarcelamiento de Hasel, defensores de la sanidad pública y algunos más que me dejo para no resultar pesada. La mayoría de estas convocatorias han sido autorizadas y eso que, en ciertos casos, su propio leitmotiv no era otro que cuestionar las normas sanitarias. 
 
No es necesario buscar movilizaciones reivindicativas. Basta con salir a la calle para encontrar concentraciones incompatibles con la salud pública. Hace dos días, primer viernes de marzo, en los aledaños de la Basílica del Cristo de Medinaceli en Madrid se formaron largas colas de fieles esperando a entrar en el recinto, pese a que el besapiés y demás celebraciones estaban suspendidas por el coronavirus. Pero "la tradición es la tradición", alegaban.

También había colas en otra puerta, la del Teatro Barceló, donde se agolpaban los chavales para entrar a una sesión de discoteca sin discoteca. No hay que ir muy lejos de allí para encontrarse también un gentío en fiestas y zonas de bares y terrazas. 

Por no centrarme solo en el ocio, mezclarse con el populacho a hora punta en andenes de Metro y estaciones de Cercanías para ir a trabajar parece también un ejercicio poco saludable, pero no queda otra. 
 
Ayer mismo, los exámenes de acceso a la escala básica de la Policía Nacional, aplazados por la pandemia, congregaron en el interior de un pabellón de Ifema en Madrid a 3.800 opositores

Sin embargo, anoche se celebró la gala de los Goya, con los candidatos desde su casa y un show reducido a la pareja de presentadores acompañados por un puñado de entregadores de premios alejadísimos entre sí. Por cierto, este año el 41% de los nominados a los Goya han sido mujeres. Todo un récord. Y por primera vez una mujer ha ganado en la categoría de mejor Dirección de Fotografía. No se me ocurre mejor manera de celebrar el 8M. Y esa no hay quien la prohíba.