Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

miércoles, 29 de enero de 2020

Trapos sucios

Felicia Somnez fue suspendida de empleo, y posteriormente restituida en su puesto, en el periódico Washington Post por recordar en Twitter, al poco de morir Kobe Bryant, que el deportista se había visto envuelto en un caso de agresión sexual en el pasado. En realidad la periodista se limitó a escribir un tuit en su cuenta personal en el que figuraba un enlace a una noticia publicada en otro medio y por otro periodista en 2016 donde se informaba sobre el caso. La historia se remonta más atrás aún, allá por 2003, cuando la empleada de un hotel de Colorado le denunció por violación y fue arrestado. El jugador nunca tuvo que enfrentarse a un tribunal porque dos años después ambas partes llegaron a un acuerdo extrajudicial, ella aceptó dos millones y medio de dólares y los cargos fueron retirados. Bryant alegó en su descargo que pensaba que la relación íntima había sido consentida, aunque podía llegar a entender que ella lo interpretara de otra manera.

Imagen de tookapic en Pixabay 
La noticia del mortal accidente de helicóptero del ídolo del baloncesto y su hija, junto con otras siete personas, provocó la conmoción general y despertó múltiples muestras de dolor y afecto. La mayoría de los obituarios coincidían en destacar sus logros deportivos, así que el hecho de que una periodista de un diario tan prestigioso decidiera poner la nota discordante, aunque de manera tan sutil, revolvió las tripas de muchos.

Sin justificar la reacción del periódico, que además obligó a su empleada a borrar sus tuits, ni por supuesto el intolerable bombardeo al que fue sometida por numerosos haters a través de la red, amenazas machistas incluidas, creo que Felicia fue muy inoportuna. Han pasado más de 16 años de aquel episodio, el caso nunca llegó a juicio, la víctima aún debe conservar parte de la jugosa indemnización, Kobe ya pidió disculpas en su momento, nunca volvió a protagonizar ningún escándalo de este tipo, al contrario, se caracterizó por ser un ejemplo como deportista y ser humano… Digamos que quizá no merecía que ese borrón en su expediente vital manchara la semblanza colectiva que de él se ha escrito desde que se conoció el fallecimiento. Sobre todo porque era un tema zanjado del que ya nadie hablaba y sacarlo a colación en ese luctuoso momento se me antoja impertinente y oportunista. No digo que haya que silenciar en su biografía un asunto sobre el que ya corrieron ríos de tinta, como han hecho, por cierto, muchos medios deportivos, pero tampoco despedirle en las redes destacándolo como su hito existencial por encima de todo lo demás.

Todos tenemos dos caras, la de la persona que somos y la de la persona que queremos que vean los demás. Todos somos humanos, imperfectos y cargamos con algún trapo sucio. Quien más y quien menos se arrepiente de ciertos pasajes de su pasado, desea que no trasciendan y trata de olvidarlos para poder pasar página. Pienso en quienes salen de la cárcel una vez cumplida su pena y siguen estando señalados por su delito. Pero pienso también, a pequeña escala, en los que fueron una vez pillados en un renuncio que condiciona el resto de su trayectoria vital. ¿Debe perseguirle a una persona durante toda su vida el error cometido en su juventud, en un momento de debilidad o de enajenación mental transitoria? ¿Debe seguir alguien pagando hasta que se muera por un episodio por el que ya tuvo que dar la cara, del que no se siente orgulloso y que no puede borrar de su pasado?

Siempre he pensado que morirse es una faena tremenda. Así que cuando se muere alguien, lo siento por él y por quienes le van a echar de menos. Me cuesta hablar mal de los finados, máxime si sus cuerpos están aún calientes. Me pasa incluso si el fallecido era el ser más abominable. En estos casos, lo que nunca hago, por elegancia, educación, cortesía, respeto o simple caridad cristiana, es alegrarme públicamente del óbito, ni descorchar botellas de champán para celebrarlo, ni rememorar sus vilezas para justificar qué merecido se lo tenía, ni siquiera utilizar la manida frase de “Tanta paz lleve como descanso deja”. Soy de las que piensan que cuando el que se va al otro barrio no despierta tus simpatías basta con quedarte callada. A veces habla más el silencio.

jueves, 23 de enero de 2020

Ser inclusivo sin ser excluyente

Las mujeres que siempre nos hemos considerado feministas estamos hartas de aclarar que el feminismo no es lo contrario del machismo ni tampoco su versión femenina. Es decir, no creemos que la mujer sea superior al hombre por naturaleza ni practicamos lo que podría llamarse, si existiera, el sexismo inverso. Digamos, entonces, que somos –permitidme la licencia- ese grano que le ha brotado en el culo al supremacismo masculino para torturarlo, combatirlo y reivindicar la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. Por este motivo entenderéis que, al menos yo, no pueda abanderar un sistema en el que borremos del mapa de un plumazo a los hombres y solo demos oportunidades a las mujeres.

El anuncio de Irene Montero, al poco de ser nombrada ministra de Igualdad, de que los puestos de responsabilidad de su Ministerio iban a ser ocupados solo por mujeres va en contra de mi muy personal manera de entender el feminismo. Durante años nos hemos quejado de que los hombres acaparaban empleos y cargos por el simple hecho biológico de ser hombres. Que solo se les tenía en cuenta a ellos aunque hubiera mujeres tan competentes o más. Y resulta que ahora pretendemos hacer lo mismo pero al revés, encumbrando a la otra mitad de la población y excluyéndoles a ellos de la gobernanza. Tan discriminatoria era la práctica antigua, sobre la que hemos echado pestes, como la que parece que le gustaría instaurar a la ministra.  Irene Montero no ve dónde está el problema. De hecho, viene a decir que ya era hora que la tostada diera la vuelta, que durante siglos han tenido ellos la exclusiva y llega el momento de tomarnos la revancha. Lo siento pero no. Eso no es igualdad de oportunidades. Eso no es feminismo.

Recientemente la actriz Candela Peña lo explicaba clara y brevemente en la gala de los Feroz, premios que entrega la Asociación de Informadores Cinematográficos de España. Durante su discurso para agradecer el galardón concedido por su papel en la serie ‘Hierro’, la artista elogió a varios hombres presentes en la sala y añadió que "solas no podemos. Aunque somos la hostia (sic), necesitamos a los chicos. Contad con nosotras". Creo que muchas mujeres nos identificamos con ese discurso porque coincide con el concepto de feminismo que muchas defendemos.
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En una sociedad formada por hombres y mujeres, las instituciones, las organizaciones, el mercado laboral, la cultura… deben ser un reflejo de esa realidad. Contar solo con las mujeres o con los hombres, dar el poder en exclusiva a uno de esos colectivos y despreciar al otro, pese a demostrar similar talento, no solo es injusto y discriminatorio, sino también muy poco inteligente. Supone renunciar a beneficiarse de lo mejor de cada uno.

Lo que hay que hacer es reivindicar mayor presencia de las mujeres en todos los ámbitos, en particular en los tradicionalmente acaparados por ellos. Queremos que se nos tenga en cuenta, compartir espacios, poder decir: “Aquí estamos, no es por casualidad y de aquí no nos mueve nadie. Hemos venido para remar juntos”.

Por cierto, no puedo evitar mencionar aquí la otra polémica de actualidad relacionada con el feminismo, en concreto con el lenguaje inclusivo, un asunto sobre el que ya he escrito aquí en anteriores ocasiones. La RAE vuelve a estar en el ojo del huracán por, en primer lugar, haber llamado la atención sobre lo incorrecto de elegir la expresión femenina “Consejo de Ministras” para referirse a las reuniones semanales del actual gobierno mixto. Fue la fórmula empleada por dos de las nuevas titulares ministeriales en su toma de posesión y, como han señalado los académicos, resulta gramaticalmente inaceptable. Y en segundo lugar, por su Informe sobre el buen uso del lenguaje inclusivo en la Constitución, encargado por el Gobierno hace más de un año y aprobado por el pleno de la Academia recientemente. En él precisan que la Carta Magna está redactada de una manera impecable y, salvo la recomendación de desdoblar términos como rey y reina o príncipe y princesa, en caso de que alguna vez se reformara este texto, acuerdan que no hay necesidad de muchos más cambios para feminizarla. La RAE siempre ha defendido el uso del masculino como genérico y mantienen esa doctrina, mal que le pese a la vicepresidenta Carmen Calvo, que sigue perdiendo el tiempo y la energía en esta absurda cruzada que, en mi modesta opinión, no figura entre las principales preocupaciones o demandas de la ciudadanía. Particularmente a mí me da igual que el Congreso siga llamándose Congreso de los Diputados y no de los Diputados y Diputadas o Congreso a secas. Lo importantes es que allí dentro se legisle pensando en nosotras.

La lucha por el feminismo a través del lenguaje pasa no por negar el género masculino y sustituirlo por femenino, ni por inventarse palabras femeninas inexistentes. Tampoco por desdoblar forzosamente y hasta la extenuación todos los términos. Mucho menos por canjear las vocales que marcan el género por la «@» o la «x», una solución fallida y poco práctica para referirse a ellos y ellas porque dificulta la lectura, principalmente de quienes sufren problemas de visión y se comunican a través de herramientas electrónicas.  La reivindicación del uso del lenguaje inclusivo de género pasaría por fomentar el uso de expresiones alternativas que integran a todos. Por ejemplo, en vez de ministros y ministras, o solo uno de ellos, ¿qué tal titulares ministeriales? En vez de hombres y mujeres, o solo uno de ellos, ¿qué tal personas? En vez de niños y niñas, o solo uno de ellos, ¿qué tal infancia? En vez de alumnos y alumnas, profesores y profesoras, o solo uno de ellos, ¿qué tal alumnado, profesorado o cuerpo docente? En vez de los españoles, los catalanes y los asturianos, o su versión desdoblada o solo femenina, ¿qué tal la población o la ciudadanía española, catalana y asturiana? En vez del médico y la enfermera, ¿qué tal el personal sanitario? Solo es necesario hacer un pequeño esfuerzo al escribir. Pero para eso primero hay que estar verdaderamente convencido y concienciado.

domingo, 19 de enero de 2020

Lo mejor para los hijos

Además de aprender matemáticas, lengua, ciencias, geografía o inglés, desde su más tierna infancia mis hijos han realizado en sus centros educativos todo tipo de actividades. Han celebrado el Día de la Paz, del Libro, del Niño y de San Isidro. Les han visitado escritores infantiles y juveniles. Sus profesores les han llevado al cine, al teatro, a patinar, remar y escalar. Han conocido museos y granjas, asistido a charlas educativas sobre el uso de nuevas tecnologías, practicado deporte inclusivo, entrenado en el arte del debate, actuado en todo tipo de festivales disfrazados de todo lo habido y por haber, participado en talleres de Seguridad Vial o recibido información básica y rigurosa sobre sexualidad, violencia de género y respeto a la diversidad. Y a pesar de ello, no detecto mayores traumas ni secuelas dignas de mención. En todo caso, cierta aversión al aburrimiento.

Los padres solemos ser informados con anterioridad sobre toda esta programación complementaria organizada por el centro educativo al margen de las tradicionales asignaturas curriculares, algo que agradecemos no porque necesitemos fiscalizar los contenidos que el equipo docente ha considerado de utilidad para la formación como individuos de nuestros hijos, sino simplemente porque nos sirve para cambiar impresiones con los chavales sobre cómo ha transcurrido su jornada. Quiero decir que si no dispusiera de esa información, yo no me sentiría inquieta. Doy por hecho que los profesionales del centro público a quienes he confiado una parte de su formación no van a hacer nada que pueda lastimarles, traumatizarles ni convertirles en personas irrespetuosas o intolerantes. Más bien al contrario.

Alguna vez han llegado a casa con un cierto grado de confusión por algún descubrimiento que les ha descolocado y hemos aclarado sus dudas o saciado la curiosidad que despierta lo nuevo. Por supuesto, nunca hemos cuestionado la clase de charlas divulgativas impartidas ni nos hemos negado a que participaran en ellas. Cuando, como padres, elegimos un centro educativo para nuestros hijos valoramos no solo la proximidad al domicilio familiar, sino también que ofreciera un buen proyecto, un reconocido equipo docente y una programación acorde con nuestro modo de ver la vida.

Hace un tiempo una compañera de mi hija se vio obligada a salir de la clase durante una de estas actividades -un taller sobre sexualidad- porque sus padres se habían negado a que recibiera esa información por parte de alguien distinto a ellos mismos y en ese momento de su adolescencia. No sé por qué pensé que precisamente esa niña era la que más podía necesitar orientación. No se pueden poner puertas al campo y esa criatura, por su edad y por la era de internet en la que nos ha tocado vivir, probablemente ya sabrá de qué va eso del sexo, aunque sospecho que su documentación al respecto presentará numerosas carencias al no haberse informado a través de una fuente de confianza, un experto divulgador educativo o unos padres desprejuiciados. Es más, me compadecí de ella al imaginarla viviendo la confusión propia de esas edades aumentada ante la posibilidad, por ejemplo, de que se sintiera atraída por personas del mismo sexo o luchara contra el deseo de darse placer por considerar aquel impulso una anomalía.


El PIN parental, que tanta polvareda ha levantado, otorga a los padres la potestad de privar a sus hijos de ciertas actividades complementarias que se imparten en el colegio o instituto diseñadas por un equipo de docentes para completar su desarrollo como individuos sanos, libres, tolerantes, empáticos y felices. En particular la polémica viene por los talleres sobre educación sexual, feminismo, violencia de género o diversidad LGTBI, que requerirían una autorización expresa. Los que defienden el veto argumentan que los hijos son suyos y se niegan a que sean adoctrinados por individuos externos al claustro, desconocidos y sospechosos de inocular el virus progre, radical y sectario que, según la derecha, se ha apoderado del sistema escolar público. No quieren que los manipulen, dicen, cuando la mayor manipulación, el mayor adoctrinamiento, es el que hacemos las propias familias con nuestros hijos en el día a día. Además de darles ejemplo (bueno o malo), nos pasamos la vida diciéndoles lo que deben hacer y pensar, e inculcándoles ideas o creencias, las nuestras, las que damos por buenas.

Los favorables a este veto de los progenitores van más allá y también reivindican su libertad para elegir los contenidos educativos. Quizá olvidan que esas materias las establece la ley. A mí me gustaría que se impartieran más horas de artes, que los alumnos llegaran alguna vez al tema de la Guerra Civil, siempre en las últimas páginas, que se le diera otro enfoque al bilingüismo o que el sistema no se basara tanto en memorizar, sino en aprender a pensar. Pero son los pedagogos y no yo quienes deciden lo que deben estudiar mis hijos en su etapa escolar. También me encantaría que no tuvieran que perder una hora de clase de tanto en cuanto para asistir a alguno de estos talleres, sino que el respeto a la diversidad, la sexualidad y la tolerancia se adquiriera de manera natural y espontánea en cualquiera del resto de las asignaturas, que aprendieran matemáticas, literatura, geografía, educación física a la vez que se empapan de valores, que la escuela y sus profesores les convirtieran en seres ilustrados, libres, con espíritu crítico y respetuosos. Pero como de momento esta utopía solo es eso, una utopía, acepto y acato el sistema que la escuela pública, conforme a la ley, ha considerado más óptimo, aunque no sea perfecto. Ojalá en este país concentráramos todas nuestras energías en alcanzar un Pacto de Estado por la Educación en vez de perderlas en discusiones estériles.

Por cierto, en esta confrontación los ‘pro-PIN’ cuestionan hasta qué punto el Estado tiene la potestad de meter sus narices en el modo en que los progenitores enfocan la crianza de sus hijos, lo que genera un interesante debate. Partiendo de la base de que una cosa es la patria potestad o la custodia, y otra la propiedad, el artículo 39 de la Constitución deja claras las responsabilidades de cada uno.

1.  Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia.

2.  Los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección integral de los hijos, iguales éstos ante la  ley con independencia de su filiación, y de las madres, cualquiera que sea su estado civil. La ley posibilitará la investigación de la paternidad.

3.  Los padres deben prestar asistencia de todo orden a los hijos habidos dentro o fuera del matrimonio, durante su minoría de edad y en los demás casos en que legalmente proceda.

4.   Los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos.

En teoría, cualquier padre desea lo mejor para sus pequeños, salvo que sea un salvaje sin corazón ni conciencia. La “asistencia de todo orden” a la que se refiere el texto constitucional cuando menciona a los padres engloba alimentarles, cuidarles, vestirles, tranquilizarles cuando tienen pesadillas, curarles las heridas, tratar de hacerles felices, escolarizarles y transmitirles sus valores y principios. Son los padres los responsables de cubrir todas esas necesidades básicas y lo hacen de mil amores, sin necesidad de que se lo recuerde la Constitución.

Pensemos ahora en esos padres que sí, desean lo mejor para sus hijos, pero se saltan el calendario vacunacional obligatorio porque no creen en la utilidad de inyectarle virus o bacterias a sus retoños, poniéndoles en peligro y, por extensión, también al resto. Hay guarderías que han introducido como requisito para la matriculación acreditar que el alumno se encuentra al día de sus vacunas. Pensemos también en el perjudicial hábito de fumar, en particular hacerlo dentro del coche y con niños a bordo, una práctica prohibida ya por ley en muchos países y que en España llevamos años contemplando sancionar sin terminar de dar el paso. A pesar de que están acreditados los efectos perniciosos de exponer a los menores al humo del tabaco, muchos padres amantísimos lo hacen. E incluso cometen temeridades al volante sin pensar que están arriesgando la vida de sus cachorros, la suya propia y la del resto de conductores. Del mismo modo, los padres que les escamotean a sus hijos adolescentes un taller divulgativo sobre sexualidad impartido por monitores formados, concebido como un método bastante efectivo para evitar embarazos no deseados, experiencias traumáticas y riesgos para la salud de los más jóvenes, están restando, no sumando en su crianza y bienestar.

Lo más gracioso es que llegará un día en que, a no ser que los mantengan aislados del mundo exterior dentro de una burbuja, los hijos de quienes defienden el PIN parental terminarán siendo como quieran ellos y pensando lo que les dé la gana, no por los sermones que reciben de sus padres, sino porque lo dice su grupo de amigos, porque se lo han escuchado al youtuber de moda o porque sencillamente emerge su propia personalidad.

“Tus hijos no son tus hijos”, dice el famoso poema del libanés Khalil Gibran. Y prosigue: “Son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen.
Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes hospedar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas viven en la casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti
porque la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas, son lanzados.
Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea hacia la felicidad”.

viernes, 10 de enero de 2020

Periodista 24/7

Empecé en esto del periodismo haciendo crónicas para la desaparecida emisora de radio Antena 3 en Zamora después de seguir los partidos que jugaba cada domingo la Unión Deportiva Toresana, el equipo de mi pueblo.

Me estrené en Onda Cero dando noticias serias desde las siete de la mañana en ‘Bienvenido a la Jungla’, un programa despertador desenfadado, y luego empalmé con un programa veraniego de fin de semana. Pasé también varias temporadas trabajando en el equipo que sacaba adelante ‘El Callejero’, una hora de radio local cada tarde de lunes a viernes, mientras a la vez preparaba el programa ‘Protagonistas del Domingo’, de cinco horas de duración en las mañanas dominicales, lo que en la práctica me dejaba solo un día libre a la semana.

En verano, Semana Santa o Navidad, épocas en las que desciende el consumo de radio y las estrellas de los programas se cogen vacaciones, a los mindundis como yo les daban la oportunidad de su vida (así nos lo vendían): tomar las riendas de esos espacios o inventar algo para cubrir esas horas de antena vacías. De modo que con frecuencia me ha tocado trabajar en agosto, de noche y en fin de semana. Consecuentemente he tenido que devanarme los sesos para encontrar temas de rabiosa actualidad en épocas vacías, informativamente hablando, invitados interesantes que accedieran a atenderte a horas intempestivas y, lo más difícil, oyentes fieles dispuestos a encender la radio para sintonizar tu emisora. Esto sin mencionar a la sufrida familia, que asumía las ausencias como algo consustancial al oficio.

Sé lo que es trabajar en Nochebuena, Nochevieja, Navidad, Año Nuevo, Reyes, Jueves Santo, Viernes de Pasión, la Virgen de 15 de agosto, la fecha de menor actividad en este país, sin duda, y hasta el 1 de Mayo, santo Día del Trabajador. Por si no fuera suficiente, me ha pasado el último año entrando de turno a las dos de la madrugada en Onda Madrid. 

¿Qué quiero decir con todo esto? Que el periodista, como el médico, el policía, el bombero, el juez de guardia, el camarero, el conductor de cualquier medio de transporte de viajeros y todo aquel que ocupe un puesto en sectores considerados de servicio público esencial, y ahí incluyo también a los políticos, sabe que entre sus obligaciones se encuentra la de ejercer sus funciones a cualquier hora y en cualquier día del año. Luego cada uno establece sus turnos, se rige por sus convenios y decide si le compensa o no.

Pool Moncloa / Borja Puig de la Bellacasa
Os suelto todo este rollo inspirada en las quejas, más o menos veladas, de algunos colegas periodistas que cubren la información política, por la tendencia de Pedro Sánchez a hacerles trabajar en fin de semana o fiestas de guardar. Me inspira ternura ver cómo emplean en Twitter el dardo irónico de la conciliación para censurar la agenda del presidente. Conciliación y periodismo en la misma frase… ¡Ja! No me hagáis reír. 

Entiendo que a todos nos está resultando muy largo el proceso de formar Gobierno en España, especialmente a ellos, pero si tanto les molesta tener que cubrir esta importante noticia en un día en el que tradicionalmente descansan, lo tienen fácil: Que cedan el testigo a sus colegas de fin de semana. Conozco a muchos profesionales asentados en estos ‘horarios demenciales’ deseosos de que ocurra algo interesante, o simplemente algo, durante su jornada laboral para poder contarlo. También ellos tienen derecho a que Pedro Sánchez cite a la prensa en domingo o que la presidenta del Congreso convoque la sesión de investidura en un fin de semana y con la fiesta de Reyes de por medio.  

De todos modos, no creo que ningún periodista de raza fuera a renunciar a la oportunidad de cubrir un gran evento. Se lleva en el ADN. He tenido compañeras que arrastraban su enorme vientre de ocho meses de embarazo a cubrir voluntariamente incendios devastadores; colegas que, terminado su turno, regresaban a la emisora al enterarse de que se había producido un atentado; y otros que sobrevívían de milagro a un especial elecciones y, tras una breve siesta, reanudaban su jornada habitual para seguir contándolo. Algunos ajenos al oficio piensan que están enfermos, que son una especie de ‘workaholic’, que sufren dependencia de la adrenalina que segregan con la actividad informativa. Puede que tengan razón. Por eso dudo que cualquiera de los que despotrican por tener que trabajar el domingo para cubrir la comparecencia del nuevo presidente y conocer de su boca la composición completa de su gabinete -y más con lo cotizadas que son sus apariciones y lo que cuesta hacerle preguntas- estuviera dispuesto a perdérselo. Una adicción no se supera tan fácilmente.