Imaginad
que en vuestro trabajo abuchearais e insultarais a un compañero que piensa
diferente a vosotros, que le impidierais hacerse oír pateando en el suelo
cuando os molestan sus manifestaciones, o que mostrarais carteles con
indirectas para descalificarle porque, por ejemplo, sabéis que tiene menos
formación que vosotros. Pensad también por un momento en el otro extremo. Suponed
que en la oficina aplaudierais a rabiar cada vez que uno de los que piensan
como vosotros suelta una frase que consideráis brillante, o que dejáis salir la
pasión que lleváis dentro para celebrar haciendo la ola las ocurrencias de los
que son de vuestro palo. Inconcebible, ¿verdad? Pues eso es a lo que se dedican
nuestros representantes en el Parlamento español, como pudimos ver en la sesión de investidura y auguro seguiremos viendo a lo largo de esta legislatura.
Resulta
preocupante contemplar la hasta ahora sagrada sede de la soberanía nacional convertida en el fondo norte de un campo de fútbol o, si me apuráis, en lo más parecido a
un sucio bar de barrio antes de la hora del cierre, cuando ya solo quedan
borrachos, pendencieros y pelmazos intercambiado insultos tabernarios y
perdiendo los papeles ante el hastío del camarero.
Por
lo que refleja Twitter, que es el termómetro demoscópico más perverso, entre
los espectadores que siguen en directo las sesiones parlamentarias los hay que desearían
poder estar allí, en la Carrera de San Jerónimo, pateando y silbando con sus
señorías, pero deben conformarse con trasladar la bronca a la red del pajarito,
y también los hay que se avergüenzan de sus representantes políticos. Gracias a estos
últimos podemos decir que todavía hay esperanza. Aunque no sé por cuánto
tiempo. El efecto contagio del Parlamento a la calle podría emular al de la
peste y convertirse en devastador.
Algunos
medios de comunicación no ayudan a neutralizar los efectos de este lamentable
espectáculo. Me refiero a esos que han decidido no aplacar los ánimos, sino encenderlos
más y aprovechar el tirón en su propio beneficio. Es decir, captar audiencia
en ese río revuelto de ciudadanos poseídos por un odio exacerbado al
contrario. Y eso solo se consigue empleando el mismo código que ellos. Así que
no es extraño escuchar a “profesionales” adornando las noticias con adjetivos
calificativos –algo que sobra en el buen periodismo- cuando no participando
como analistas políticos vociferantes en tertulias que cada vez se parecen más
a las del corazón. Es entrando en ese juego de la crispación, de enfrentar a 'las derechas' y 'los progres', cuando la prensa
comete, a mi entender, una grave irresponsabilidad. Tan grave como la de los
diputados que se portan en el Congreso como si habitaran la casa de Gran Hermano.
Queremos
informadores, no líderes de opinión tendenciosos. Buscamos profesionales que
nos ofrezcan todos los datos sin escamotear ninguno que resulte de interés para
formarnos nuestro propio criterio. Al menos yo. Entiendo que haya ciudadanos
que busquen en los medios su propio pensamiento y se pongan cachondos cuando
escuchan o leen a periodistas que verbalizan sus mismas ideas con vehemencia.
Son muchos los que no tienen tiempo ni ganas de pararse a analizar la realidad
o contrastar los datos que les llegan, que tienen una postura previa inamovible
y que dan por buena la munición que reciben de los medios que consideran de
cabecera porque van en su línea. Pero deben ser conscientes de que su sectarismo
les priva de otros interesantes puntos de vista.
Sé
que es complicado asumir que pueda hacer uso de la palabra en el Parlamento una
formación política emparentada con el terrorismo y que vierta críticas desde el
atril contra las más altas instituciones del Estado, pero es que sus representantes
ya han saldado cuentas con la justicia, han recibido los votos que establece la
legislación electoral para contar con representación parlamentaria y además,
como se encargó de recordar la presidenta del Congreso, nuestra Constitución
defiende la libertad de expresión.
También
entiendo que a muchos les escuece ver cómo jóvenes políticos con escasa formación o ninguna experiencia laboral previa ocupan puestos de
responsabilidad y cobran al mes lo mismo que ingresan los mileuristas en medio
año. Pero es que la ley no exige que los integrantes de una lista electoral
deban tener una carrera. De hecho no he visto ninguna mención al respecto, por
lo que entiendo que hasta un analfabeto podría ser candidato.
Y,
por supuesto, soy consciente de que muchos pueden sentirse inquietos ante los posibles
peajes territoriales que le toque pagar a Pedro Sánchez a cambio de los apoyos a
su investidura. A los que no entiendo, por cierto, es a los del gatillo fácil
con esa ridícula arma del boicot. Pienso que tan legítima es la postura del
diputado de Teruel Existe, Tomás Guitarte, decidido a darle un SÍ a Pedro
Sánchez a cambio de compromisos para reflotar su tierra, como la de Ana Oramas,
de Coalición Canaria, rompiendo la disciplina de su partido y cambiando la
abstención por un NO en coherencia con su discurso. Aunque lo que más parece
preocupar es en qué se traducirá en un futuro próximo el apoyo de los
independentistas catalanes. Será por mi naturaleza naif, pero no creo que se
vaya a romper España porque ERC permita con sus votos un gobierno de coalición de izquierdas,
como se hartan de repetir algunos. Más me preocupa que de tanto marear la
perdiz y retrasar la formación de un Gobierno, estemos desatendiendo la
resolución de problemas mucho más reales, como el paro, las pensiones, las
ayudas a la dependencia, la sanidad pública o una educación de calidad para
todos.
Espero
que algún día, más pronto que tarde, los diputados recapaciten y empiecen a
actuar con la educación que se les presume y el respeto que un servidor público
le debe a quienes le votaron. Si esto no puede ser, entonces cruzo los dedos
para que al menos fuera del hemiciclo mantengamos el sentido común y no terminemos
a la gresca.
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