Además
de aprender matemáticas, lengua, ciencias, geografía o inglés, desde su más
tierna infancia mis hijos han realizado en sus centros educativos todo tipo de actividades.
Han celebrado el Día de la Paz, del Libro, del Niño y de San Isidro. Les han visitado escritores infantiles y juveniles. Sus
profesores les han llevado al cine, al teatro, a patinar, remar y escalar. Han conocido
museos y granjas, asistido a charlas educativas sobre el uso de nuevas
tecnologías, practicado deporte inclusivo, entrenado en el arte del debate, actuado
en todo tipo de festivales disfrazados de todo lo habido y por haber, participado en talleres de Seguridad Vial o
recibido información básica y rigurosa sobre sexualidad, violencia de género y respeto
a la diversidad. Y a pesar de ello, no detecto mayores traumas ni secuelas
dignas de mención. En todo caso, cierta aversión al aburrimiento.
Los
padres solemos ser informados con anterioridad sobre toda esta programación
complementaria organizada por el centro educativo al margen de las tradicionales
asignaturas curriculares, algo que agradecemos no porque necesitemos fiscalizar
los contenidos que el equipo docente ha considerado de utilidad para la
formación como individuos de nuestros hijos, sino simplemente porque nos sirve
para cambiar impresiones con los chavales sobre cómo ha transcurrido su jornada.
Quiero decir que si no dispusiera de esa información, yo no me sentiría
inquieta. Doy por hecho que los profesionales del centro público a quienes he
confiado una parte de su formación no van a hacer nada que pueda lastimarles,
traumatizarles ni convertirles en personas irrespetuosas o intolerantes. Más
bien al contrario.
Alguna
vez han llegado a casa con un cierto grado de confusión por algún
descubrimiento que les ha descolocado y hemos aclarado sus dudas o saciado la curiosidad
que despierta lo nuevo. Por supuesto, nunca hemos cuestionado la clase de charlas
divulgativas impartidas ni nos hemos negado a que participaran en ellas. Cuando,
como padres, elegimos un centro educativo para nuestros hijos valoramos no solo
la proximidad al domicilio familiar, sino también que ofreciera un buen
proyecto, un reconocido equipo docente y una programación acorde con nuestro
modo de ver la vida.
Hace
un tiempo una compañera de mi hija se vio obligada a salir de la clase durante
una de estas actividades -un taller sobre sexualidad- porque sus padres se
habían negado a que recibiera esa información por parte de alguien distinto
a ellos mismos y en ese momento de su adolescencia. No sé por qué pensé que
precisamente esa niña era la que más podía necesitar orientación. No se pueden
poner puertas al campo y esa criatura, por su edad y por la era de internet en
la que nos ha tocado vivir, probablemente ya sabrá de qué va eso del sexo, aunque
sospecho que su documentación al respecto presentará numerosas carencias al no haberse
informado a través de una fuente de confianza, un experto divulgador educativo
o unos padres desprejuiciados. Es más, me compadecí
de ella al imaginarla viviendo la confusión propia de esas edades aumentada
ante la posibilidad, por ejemplo, de que se sintiera atraída por personas del
mismo sexo o luchara contra el deseo de darse placer por considerar aquel
impulso una anomalía.
El PIN
parental, que tanta polvareda ha levantado, otorga a los padres la potestad
de privar a sus hijos de ciertas actividades complementarias que se imparten en
el colegio o instituto diseñadas por un equipo de docentes para completar su
desarrollo como individuos sanos, libres, tolerantes, empáticos y felices. En
particular la polémica viene por los talleres sobre educación sexual, feminismo, violencia de género o diversidad LGTBI, que requerirían una autorización expresa. Los que
defienden el veto argumentan que los hijos son suyos y se niegan a que sean adoctrinados
por individuos externos al claustro, desconocidos y sospechosos de inocular el
virus progre, radical y sectario que, según la derecha, se ha apoderado del sistema
escolar público. No quieren que los manipulen, dicen, cuando la mayor manipulación, el
mayor adoctrinamiento, es el que hacemos las propias familias con nuestros
hijos en el día a día. Además de darles ejemplo (bueno o malo), nos pasamos la
vida diciéndoles lo que deben hacer y pensar, e inculcándoles ideas o
creencias, las nuestras, las que damos por buenas.
Los
favorables a este veto de los progenitores van más allá y también reivindican su
libertad para elegir los contenidos educativos. Quizá olvidan que esas materias
las establece la ley. A mí me gustaría que se impartieran más horas de artes,
que los alumnos llegaran alguna vez al tema de la Guerra Civil, siempre en las
últimas páginas, que se le diera otro enfoque al bilingüismo o que el sistema
no se basara tanto en memorizar, sino en aprender a pensar. Pero son los
pedagogos y no yo quienes deciden lo que deben estudiar mis hijos en su etapa
escolar. También me encantaría que no tuvieran que perder una hora de clase de
tanto en cuanto para asistir a alguno de estos talleres, sino que el respeto a
la diversidad, la sexualidad y la tolerancia se adquiriera de manera natural y
espontánea en cualquiera del resto de las asignaturas, que aprendieran
matemáticas, literatura, geografía, educación física a la vez que se empapan de
valores, que la escuela y sus profesores les convirtieran en seres ilustrados, libres,
con espíritu crítico y respetuosos. Pero como de momento esta utopía solo es
eso, una utopía, acepto y acato el sistema que la escuela pública, conforme a
la ley, ha considerado más óptimo, aunque no sea perfecto. Ojalá en este país concentráramos todas nuestras energías en alcanzar un Pacto de Estado por la Educación en vez de perderlas en discusiones estériles.
Por cierto, en
esta confrontación los ‘pro-PIN’ cuestionan hasta qué punto el Estado tiene la
potestad de meter sus narices en el modo en que los progenitores enfocan la
crianza de sus hijos, lo que genera un interesante debate. Partiendo de la base
de que una cosa es la patria potestad o la custodia, y otra la propiedad, el
artículo 39 de la Constitución deja claras las responsabilidades de cada uno.
1. Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y
jurídica de la familia.
2. Los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección integral de
los hijos, iguales éstos ante la ley con independencia de su filiación, y de
las madres, cualquiera que sea su estado civil. La ley posibilitará la
investigación de la paternidad.
3. Los padres deben prestar asistencia de todo orden a los hijos
habidos dentro o fuera del matrimonio, durante su minoría de edad y en los
demás casos en que legalmente proceda.
4. Los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos
internacionales que velan por sus derechos.
En
teoría, cualquier padre desea lo mejor para sus pequeños, salvo que sea un
salvaje sin corazón ni conciencia. La “asistencia de todo orden” a la que se
refiere el texto constitucional cuando menciona a los padres engloba alimentarles,
cuidarles, vestirles, tranquilizarles cuando tienen pesadillas, curarles las
heridas, tratar de hacerles felices, escolarizarles y transmitirles sus valores
y principios. Son los padres los responsables de cubrir todas esas necesidades
básicas y lo hacen de mil amores, sin necesidad de que se lo recuerde la
Constitución.
Pensemos
ahora en esos padres que sí, desean lo mejor para sus hijos, pero se saltan el
calendario vacunacional obligatorio porque no creen en la utilidad de
inyectarle virus o bacterias a sus retoños, poniéndoles en peligro y, por
extensión, también al resto. Hay guarderías que han introducido como requisito
para la matriculación acreditar que el alumno se encuentra al día de sus vacunas.
Pensemos también en el perjudicial hábito de fumar, en particular hacerlo
dentro del coche y con niños a bordo, una práctica prohibida ya por ley en muchos
países y que en España llevamos años contemplando sancionar sin terminar de
dar el paso. A pesar de que están acreditados los efectos perniciosos de
exponer a los menores al humo del tabaco, muchos padres amantísimos lo hacen. E
incluso cometen temeridades al volante sin pensar que están arriesgando la vida
de sus cachorros, la suya propia y la del resto de conductores. Del mismo modo,
los padres que les escamotean a sus hijos adolescentes un taller divulgativo sobre
sexualidad
impartido por monitores formados, concebido como un método bastante efectivo
para evitar embarazos no deseados, experiencias traumáticas y riesgos para la
salud de los más jóvenes, están restando, no sumando en su crianza y bienestar.
Lo
más gracioso es que llegará un día en que, a no ser que los mantengan aislados
del mundo exterior dentro de una burbuja, los hijos de quienes defienden el PIN
parental terminarán siendo como quieran ellos y pensando lo que les dé la gana,
no por los sermones que reciben de sus padres, sino porque lo dice su grupo de
amigos, porque se lo han escuchado al youtuber de moda o porque sencillamente
emerge su propia personalidad.
“Tus
hijos no son tus hijos”, dice el famoso poema del libanés Khalil Gibran. Y prosigue:
“Son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a
través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen.
Puedes
darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen sus propios
pensamientos.
Puedes
hospedar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas viven en la
casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños.
Puedes
esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti
porque la
vida no retrocede, ni se detiene en el ayer.
Tú
eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas, son lanzados.
Deja
que la inclinación en tu mano de arquero sea hacia la felicidad”.
Seguro que esos padres que defienden el PIN parental les han puesto a sus hijos algún control sobre los contenidos que ven en internet, sobre lo que hablan con sus amigos o lo que ven en la tele en casa. En fin, esto da para mucho más, pero mejor hablarlo en un paseo por el campo con bocata de jamón incluido ;-)
ResponderEliminarDa para dos o tres paseos. Cuando vuelva el buen tiempo.
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