Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

lunes, 25 de febrero de 2019

La excepción que confirma la regla

Ni Green Book, ni Roma, ni Bohemian Rapsody, ni Lady Gaga. La noticia de esta última edición de los Oscar es que ha sido premiado un corto documental titulado Period. End of Sentence, en nuestro país renombrado como Una revolución en toda regla. Aborda el tabú de la menstruación, un problema dramáticamente amplificado en un país como la India, donde las mujeres son impuras una vez al mes sin saber por qué. Tener la regla implica dejar de poder hacer cosas básicas y a la vergüenza de “estar con esos días” se suma la falta de acceso a productos de higiene femenina, como compresas, tampones o copa menstrual, que te ayuden a sobrellevar medianamente tu situación. Hacer un corto sobre cómo un grupo de mujeres consigue salvar este pequeño “inconveniente” aprendiendo a fabricar sus propias compresas, y de paso salir de la pobreza, significa dar luz a esta realidad. Y que la Academia de Hollywood lo premie con un Oscar es el altavoz que necesitaba para denunciar una situación que en el siglo XXI sigue condenando a la desigualdad a la mitad de la población.

Se hacen películas y documentales para denunciar el racismo, la homofobia, la pobreza, el machismo, la desigualdad, el maltrato, el narcotráfico, la discriminación, la delincuencia… pero es la primera vez que se presenta un argumento tan poco fotogénico: la regla. En pocas películas aparece una protagonista con el periodo. No, las heroínas no menstruan. Imagina a la mujer policía deteniendo una persecución para cambiarse de tampón. Tampoco suele haber escenas con las protagonistas dobladas por el dolor de ovarios. Como mucho, se incluyen en el guión comentarios irónicos que asocian el mal carácter de las féminas a su ciclo menstrual. Eso es lo único que el cine sí reproduce de la vida real.

Si no lo vemos en el cine, si no lo normalizamos como algo natural, seguiremos manteniéndolo como un tabú y viéndolo como algo asqueroso que le pasa cada mes a la mujer. Por eso aún en la vida real la jóvenes siguen sacando de manera disimulada del bolsillo un tampón cuando tienen que ir al baño a cambiarse. Y para no ser objeto de pitorreo, se cubren el culo cuando se les desborda tanto el flujo que manchan su pantalón. Y cuando a una chica se le cae de la mochila una compresa en su bolsita y un compañero de clase se la encuentra en el suelo, la mira espantado y le da patadas como si fuera un elemento radiactivo.

Después de que la joven realizadora Rayka Zehtabchi recibiera su Oscar al mejor cortometraje documental, la noticia en Twitter encontraba numerosas reacciones positivas, celebración general y aplausos. Pero entre la algarabía, también se colaban comentarios como estos:

“Eso solo confirma la tendencia de alabar todo lo que se considera políticamente correcto”

“Estos progres haciendo películas co..ju..das”.

“Son películas para satisfacer a las feminazis y sus pensamientos retrógrados”.

“Desde luego....la locura se instala...donde estuvo Cary Grant o Bette Davis”.

“Para cuándo un corto sobre dolor de huevos...?”.

“No puedo creer que una película que hable de la menstruación gane un Oscar”.

Ya sé que son una minoría, pero sus comentarios me llevan a pensar que quizá convendría seguir haciendo películas sobre la regla para que dejen de ser una excepción.


sábado, 23 de febrero de 2019

Cuándo escribe la gente que escribe

La última vez que publiqué algo en este blog fue el 10 de febrero. De esto hace ya casi dos semanas. La vida avanza más rápido que yo. Se me escapan los días. No tengo tiempo de nada. Mejor dicho, solo tengo tiempo de hacer lo que se espera de mí, lo que se me exige. Básicamente mi día a día se resume en trabajar, dormir, comer, atender obligaciones domésticas y poco más.

Pensemos, por ejemplo,  en un miércoles cualquiera. Entro a trabajar a las dos de la madrugada y termino mi jornada a las nueve de la mañana. Luego llego a mi casa y me meto en la cama a dormir. En el mejor de los casos me despierto sobre las 5 de la tarde. Desayuno/como –y doy gracias por encontrarme la comida hecha-, recojo la cocina, lleno o vacío un lavavajillas, ordeno la habitación y me preparo para hacer algo de ejercicio para compensar que en mi trabajo paso mucho tiempo sentada. A eso de las siete estoy de vuelta. Me ducho y atiendo asuntos de intendencia. Quizá tengo que hacer de taxista para alguno de mis hijos, echarles una mano con temas de clase, tender una lavadora o doblar la ropa seca, acercarme al supermercado para comprar algo de última hora o barrer un pasillo lleno de pelusas. Sin saber cómo se acerca la hora del telediario. Me conviene verlo para saber qué ha pasado en mi desconexión del mundo durante el sueño matutino. Tengo ya alguna idea previa, porque mientras me alimento o camino escucho la radio, además de ojear Twitter y leer los 200 mensajes del grupo de Whastapp del trabajo. De repente llega la hora de preparar la cena y sentarse a tomarla en familia. Entre diez y media y once, después de recogerlo todo y discutir con mis hijos para que dejen de dar por saco y se vayan a dormir, por fin me puedo dedicar a revisar los correos electrónicos que me han llegado y a consultar las ediciones digitales de los periódicos. Compruebo si hay algo en la tele que merezca la pena y lo veo mientras retomo algo pendiente. Por ejemplo, recopilo tickets de compras para calcular los gastos mensuales, anuncio en Wallapop alguna cosa olvidada por todos y que está ocupando sitio inútilmente en casa, termino los deberes de inglés, alimento mis redes sociales, trato de limpiar de basura mi correo electrónico, borro fotos del móvil para que no me pete y poco más. Con suerte, un día me da tiempo a ver un capítulo de alguna serie. A veces el cuerpo me pide echar una cabezada de media hora antes de la 1, momento en el que debo ir pensando en empaquetar un tentempié y preparar un termo con café, para aguantar despierta toda la noche. Después me visto, me preparo y me voy a la radio.

Así, a lo tonto, en un abrir y cerrar de ojos, han pasado 24 horas. Necesitaría que el día tuviera un par de horas más para poder escribir puntualmente en este blog. De otro modo, debería renunciar a dormir o caminar, y emplear esos minutos en ello. Aunque no sé por qué me da que ese tiempo extra que le robaría al sueño o el ejercicio terminaría dedicándoselo a mis hijos de una u otra manera, discutiendo probablemente. Por no mencionar que hacer coincidir el momento libre con la inspiración resulta más complicado de lo que parece. 

Me pregunto cómo lo hace la gente que escribe a diario, cómo se las apañan, de dónde sacan el tiempo. ¿Tienen hijos? ¿Limpian su casa? ¿Preparan la cena y recogen la cocina? ¿Ponen lavadoras, tienden la ropa mojada y la retiran cuando está seca? Y no me refiero a la gente cuyo trabajo es precisamente ese y, por tanto, consagran su vida a escribir. Sino a aquellas personas que escriben por afición, mantienen un blog como este o realizan colaboraciones. Quiero imaginarlas como yo, sentadas a punto de teclear la primera frase de una nueva historia y viéndose obligadas a abortar el intento porque su hija pide que le hagan unas trenzas o porque su hijo no encuentra una camiseta o porque oyen a su pareja bufar desde la cocina cuando se encuentra el lavavajillas lleno o el tendedero sin recoger.  Y que conste que no estoy recriminándole nada a nadie. Solo envidiando a quienes saben organizarse. Yo para eso, visto lo visto, no estoy dotada. Pero no tiro la toalla. Seguiré intentándolo.

domingo, 10 de febrero de 2019

Tres Españas

No hay dos Españas, hay tres. La tercera es esa en la que nos instalamos los que no tenemos tan claras las cosas. Los que vemos más tonos y colores que el blanco y el negro, el rojo y el amarillo. Los que nos negamos a alinearnos con unos u otros, entre otras cosas porque no estamos convencidos de qué posición tomar, porque nos parecen tan razonables unas partes de sus discursos como deplorables otras, y porque no vemos más que extremos, polos opuestos incapaces de ceder ni escuchar. 

Es difícil resistir en un mundo polarizado donde o estás conmigo o contra mí,  donde solo hay opción de situarse de un lado o de otro. #Yovoy o #Yonovoy. Los de la tercera España miramos todo con perspectiva, con la distancia que nos da emplear la emoción solo para temas más prosaicos, así que no discutimos de política, ni de patria, ni de bandera como si nos fuera la vida en ello. En esas materias, si no queda más remedio que manifestarse, tratamos de usar la razón, no el corazón. Nos obligamos a buscar respuestas en otros lugares distintos a los que sabemos que nos van a decir lo que queremos oír. Y no, no tenemos ni idea de cómo solucionar los grandes problemas de este país, empezando por el de Cataluña. Y no, no nos avergüenza confesarlo. Por eso confiamos en que la clase política esté a la altura y se centre en resolverlos, no en transmitir odio a la ciudadanía.

Desde la tercera España, reivindico mi derecho a no posicionarme. A no comulgar con quien descalifica empleando lenguaje bélico. A desconfiar del que se cree en posesión de la verdad. A ser capaz de escuchar. A no empeñarme en decir la última palabra. A huir de la crispación. A cuestionarme todos los discursos. A tolerar al que me excluye por no seguirle a ciegas. Y sobre todo a respetar a todo el mundo, principalmente al que piensa lo que yo no pienso y al que se apropia de la bandera del que también es mi país. 

lunes, 4 de febrero de 2019

Más que autoestima

Existe una nueva tendencia pedagógica, defendida incluso por la propia ministra de Educación, que sostiene que hay que proteger la autoestima de los chavales por encima de cualquier otra cosa. De hecho la reforma de la Ley educativa en la que trabaja el Gobierno contempla, por ejemplo, dar todas las facilidades posibles a los estudiantes de Bachillerato para que terminen esa etapa, incluso dejarles avanzar al siguiente curso con asignaturas suspensas y ampliando el tiempo en el que pueden completar esta formación. Alega Isabel Celaá que repetir puede rebajar la autoestima y ese es el peor castigo que puede recibir nadie.

En línea con esta era de sobreprotección de los menores, leo en una información que empieza a imponerse, en algunos centros escolares de este nuestro 'primer mundo', la costumbre de no decir las notas en voz alta ante los alumnos ni publicarlas en ningún lugar visible, de manera que no se pueda estigmatizar a los que suspenden ni, por extensión, tampoco felicitar u odiar a los brillantes. No acaba ahí la moda de algodonar a nuestros retoños. Algunas competiciones de deporte base, en particular baloncesto, establecen que a partir de 50 puntos marcados por el equipo ganador, el tanteo queda congelado. De esta manera el equipo perdedor no se desmotiva con una  diferencia de puntuación demasiado abultada. La Federación Andaluza ha ido más allá y se ha inventado la iniciativa ‘Valorcesto’ que, entre otros muy buenos propósitos, elimina directamente el marcador, para que los críos solo disfruten participando, no tratando de ganar al contrincante.  

Resumiendo: A tomar vientos la competitividad, una capacidad inherente al ser humano que desarrollada de manera sana, puede ser muy constructiva. Nadie ha pensado que quizá, en el deporte, lo mejor sería no mezclar en el mismo grupo equipos de distinto nivel, para que todos compitieran en igualdad de condiciones. O, en el caso de las notas ocultas en los colegios, quizá el mejor favor que se les puede hacer a quienes suspenden es dedicarles tiempo y atención.

No sé si al preocuparnos tanto por el ánimo de nuestros niños les estaremos haciendo un flaco favor de cara a su etapa adulta. Sospecho que este exceso de celo les marcará negativamente cuando tengan que enfrentarse al mundo real.


Resulta curioso que lo que antes nos curtía de chavales, ahora está considerado políticamente incorrecto además de anticuado. Lo que antes estimulaba nuestro aprendizaje, ahora no está pedagógicamente aceptado. Ha evolucionado la manera de aprender, de educar, de jugar, de relacionarnos con los niños. Y aquí es donde quería llegar. Ahora la consigna es protegerles. No queremos que sufran, por favor, que no se traumaticen, que nada pueda afectar a su autoestima. 

De este modo, hay padres que les dan lo que les pidan: un móvil de 800 euros, anoraks que cuestan más que el sueldo mínimo interprofesional de Venezuela, entradas de reventa para conciertos o para el fútbol, 20 euros para que se vayan a comer a un restaurante con sus amigos… Lo curioso es que luego esos mismos padres, en su vida cotidiana, no les ahorran sus neuras. Al contrario, les torturan a conciencia con sus miserias laborales. Les hacen espectadores forzosos de sus discusiones de pareja. Desde el asiento de atrás del coche, esos menores asisten sin querer a la terrible visión de su padre transformado en un energúmeno en cuanto coge el volante. Progenitores que emplean palabras malsonantes, jerga soez y lenguaje faltón en presencia de sus adorados vástagos, dándoles un ejemplo poco edificante. Adultos ‘políticamente hiperexcitados’ que adoctrinan a sus hijos durante la cena con mensajes ideológicos que van calando en su cerebro aún en proceso de maduración. Que si Franco, que si Vox, que si el PSOE, que si el PP, que si Ciudadanos, que si la bandera, que si feminazis, que si fascistas, que si podemitas, que si independentistas, que si izquierda, que si derecha, que si pitos, que si flautas… Os aseguro que así les hacemos más daño que borrando notas o marcadores. Porque luego llegan a clase, con gran autoestima, eso sí, y reproducen la misma crispación del mundo exterior pero a escala 'teenager'. Y la política agitada con la revolución hormonal y la creencia de ser el ombligo del mundo sí que es una buena bomba de relojería.