No
hay dos Españas, hay tres. La tercera es esa en la que nos instalamos los que no
tenemos tan claras las cosas. Los que vemos más tonos y colores que el blanco y
el negro, el rojo y el amarillo. Los que nos negamos a alinearnos con unos u otros,
entre otras cosas porque no estamos convencidos de qué posición tomar, porque
nos parecen tan razonables unas partes de sus discursos como deplorables otras,
y porque no vemos más que extremos, polos opuestos incapaces de ceder ni
escuchar.
Es difícil resistir en un mundo polarizado donde o estás conmigo o
contra mí, donde solo hay opción de situarse
de un lado o de otro. #Yovoy o #Yonovoy. Los
de la tercera España miramos todo con perspectiva, con la distancia que nos da
emplear la emoción solo para temas más prosaicos, así que no discutimos de
política, ni de patria, ni de bandera como si nos fuera la vida en ello. En
esas materias, si no queda más remedio que manifestarse, tratamos de usar la
razón, no el corazón. Nos obligamos a buscar respuestas en otros lugares
distintos a los que sabemos que nos van a decir lo que queremos oír. Y no, no
tenemos ni idea de cómo solucionar los grandes problemas de este país,
empezando por el de Cataluña. Y no, no nos avergüenza confesarlo. Por eso confiamos
en que la clase política esté a la altura y se centre en resolverlos, no en
transmitir odio a la ciudadanía.
Desde
la tercera España, reivindico mi derecho a no posicionarme. A no comulgar con
quien descalifica empleando lenguaje bélico. A desconfiar del que se cree en
posesión de la verdad. A ser capaz de escuchar. A no empeñarme en decir la
última palabra. A huir de la crispación. A cuestionarme todos los discursos. A
tolerar al que me excluye por no seguirle a ciegas. Y sobre todo a respetar a
todo el mundo, principalmente al que piensa lo que yo no pienso y al que se
apropia de la bandera del que también es mi país.
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