Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

jueves, 31 de octubre de 2019

Ojo al dato

El Instituto Nacional de Estadística ha anunciado que va a monitorizar los teléfonos móviles de los españoles durante ocho días para realizar un estudio sobre hábitos de movilidad de los ciudadanos que resulte más preciso que las simples encuestas. Para que nos quedemos tranquilos puntualizan que la información va a ser anónima con fines estadísticos, es decir, no van a “espiar” a cada individuo, sino que las operadoras de telefonía proporcionarán datos en bruto, como el número de móviles que hay en determinadas posiciones en cada tramo horario seleccionado o cuándo se desplazan los dueños de los terminales. Toda la información obtenida permitirá a las administraciones, por ejemplo, rediseñar y optimizar la red de transporte o hacerse una idea precisa de cuánta gente trabaja fuera o en el mismo lugar donde reside.


La noticia ha sido recibida por los ciudadanos de a pie con una mezcla de sorpresa e indignación. La mayoría han puesto el grito en el cielo ofendidísimos por lo que consideran una intromisión del Estado en su intimidad. Incluidos algunos expertos en ciberseguridad. Me sorprende esta reacción. Pensaba que todo el mundo era perfectamente consciente del grado de hipervigilancia al que estamos sometidos y asumían con resignación la cruda realidad: que nuestros datos andan por ahí fuera y están siendo convenientemente explotados vaya usted a saber por quién. Se me ocurren varios ejemplos:

-Las tarjetas de fidelización, ¿qué pensabais que eran? ¿Un premio a vuestros arrebatos de compra compulsiva? Me temo que no. Para los negocios es la mejor manera de obtener información personal del cliente y conocer sus hábitos de consumo. Cada vez que mostramos la tarjeta de cliente en el supermercado, en la gasolinera, en la tienda de deportes o en la peluquería quedan registrados nuestros movimientos, costumbres, frecuencias de uso, si somos de darle al tinto o a la cerveza, si preferimos el tenis al fútbol, si nos pasamos el día en la carretera o si nos teñimos una vez al mes. Así que cada descuento que conseguimos, creedme, lo estamos pagando con algo más valioso que el dinero, nuestros datos.

-Cuando entramos en cualquier página de internet, toda nuestra navegación termina registrada en las famosas cookies. ¿Por qué creéis que a veces la red nos lee el pensamiento? Porque le hemos ido dando muchas pistas de cómo somos y qué buscamos. La nueva Ley de Protección de Datos ha servido para que al menos el usuario sea consciente del terreno que pisa, aunque todavía hay empresas que se arriesgan a bordear la legalidad por un puñado de datos.

-Otro tanto ocurre con las redes sociales, en particular Facebook. Cuenta con un perfil único de cada uno de sus usuarios eleborado gracias a la información que voluntariamente facilitamos. Así que el famoso algoritmo decide por nosotros lo que aparece en nuestro muro y la publicidad con la que nos bombardea en función de nuestros ‘me gusta’ y de las interaciones con nuestros ‘amigos’. Al final vemos lo que considera Facebook que debemos ver, no lo que queremos ver. Precisamente esta red social sigue en el punto de mira y afronta una multa millonaria por el mal uso que dio a los datos personales de muchos de sus usuarios.

-Cuando nos registramos para acceder de manera gratuita a cualquier aplicación, nos damos de alta en un servicio o participamos en un concurso en el que debemos rellenar campos como nuestro nombre, dirección, teléfono, fecha de nacimiento, etc, estamos regalando nuestros datos personales y nos arriesgamos a que comercien con ellos. Luego no deberíamos sorprendernos que nos lleguen ofertas comerciales por correo o por teléfono de empresas que no sabemos por qué tienen nuestros datos.

-Si vamos por la calle con el móvil encendido o un reloj inteligente estamos geolocalizados. Si pasamos por cualquier lugar donde hay cámaras, nos han pillado. Si entramos con nuestro coche a un parking con lectura automática de matrícula, estaremos fichados. Nuestros movimientos y patrones de conducta están siendo monitorizados constantemente y lo peor es que muchas veces no sabemos por quién ni qué uso podrá darle a esa información.

-En la tranquilidad del hogar tampoco estamos a salvo desde que se inventaron eso que llaman ‘el internet de las cosas’. Los electrodomésticos inteligentes que prometen facilitarnos la vida lo hacen a costa de nuestra privacidad. Desde las neveras que detectan cuándo van acabándose los huevos, hasta los televisores que te permiten hacer casi todo sin moverte del sofá, pasando por los sensores de luz, el encendido de la climatización a distancia o el robot de limpieza que, mientras absorbe pelusas, rastrea el mapa de la casa. Lo último son los asistentes virtuales de voz, ya sabéis, los cariñosos Ok Google o Alexa, un espía entre nosotros.

Si a pesar de todo esto, seguís negándoos en redondo a colaborar con el INE, lo tenéis sencillo. Dependiendo de la operadora que os proporcione el servicio, podéis excluiros de colaborar. Y en último extremo, siempre podéis apagar el teléfono móvil los días en que se realizará el seguimiento.

Por mi parte no tengo ningún inconveniente en que los del INE me rastreen. Al menos el big data terminará beneficiándome, si es que -como dicen- esto va a servir para diseñar planes y estrategias de movilidad realmente efectivos y que mejoren nuestra calidad de vida. Sinceramente, en toda esta historia, más que ser stalkeada, lo que me duele es que las operadoras (Telefónica, Vodafone y Orange) vayan a enriquecerse doblemente a nuestra costa.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Reivindicando la equidistancia

Llevo días remoloneando para no escribir sobre la tensión en Cataluña tras la sentencia del procés porque es un asunto delicado y espinoso. Me refiero a que digas lo que digas, alguien se sentirá molesto, de modo que resulta inevitable salir trasquilado. Al final me he armado de valor pensando que quizá haya más personas que compartan mi actitud y sientan cierto alivio al comprobar que no son unos bichos raros.

Empiezo por confesar que soy un poco pusilánime. Sí. No me avergüenza admitirlo. Según el diccionario, soy una persona que “muestra poco ánimo y falta de valor para emprender acciones, enfrentarse a peligros o dificultades o soportar desgracias”. Entendedme, disfruto discutiendo en el sentido estricto de la palabra, es decir, me gusta defender mi punto de vista ante personas que no piensan como yo, pero sin intentar imponerles mi argumento ni actuar como si estuviera en posesión de la verdad absoluta. A pesar de ello, suelo huir de peleas y conflictos. En el momento en que mi interlocutor se vuelve irracional, eleva el volumen, noto su aliento en mi cara y recrudece su lenguaje, una menda se retira. “¡Para ti la perra gorda!”, pienso. Me da igual si lo interpreta como una victoria por su parte. En mi orden de prioridades existenciales no aparece jugarme el pellejo por ganar un debate de oratoria.

Dicho esto, ya habréis adivinado que no encontraréis en esta líneas una nueva militante para ninguna causa. No me van las trincheras y, como ya he dicho en este mismo blog, no soy de enarbolar banderas. Si acaso, la blanca. Así que no voy a defender ni culpabilizar de manera ciega absolutamente a nadie. Para mí no todo es negro o blanco. De hecho tengo cierta tendencia a ver una amplia gama de grises.

Respeto las leyes y entiendo que cuando alguien las incumple se arriesga a que le detengan, le juzguen y, si es declarado culpable, cumpla su pena. Si a un ciudadano le parece injusta una ley, la democracia le proporciona los mecanismos para reclamar y, más aún, convencer al legislador de que estudie la posibilidad de revocar esa ley. Si alguien es detenido, juzgado y declarado culpable por una ley o un tribunal que considera injustos, la legislación le permite recurrir a otras instancias superiores. Y si definitivamente no hay marcha atrás, contempla su derecho a protestar e incluso a solicitar un indulto o la amnistía.

Comprendo que haya catalanes que deseen la independencia, aunque los nacionalismos me parecen tan demodé como levantar fronteras en un mundo globalizado e hiperconectado. Pero me gustaría que ellos también entendieran que la manera de llegar a ese punto no es a las bravas, sino empezando por el principio. Confirmando primero que una mayoría de los catalanes está de acuerdo. Planteando entonces su proyecto al Parlamento, promoviendo una reforma de la Constitución que contemple la posibilidad de que haya un referéndum y que, dado que es una parte del Estado español, todos los ciudadanos de este país podamos también expresarnos en las urnas sobre esa hipotética independencia. Todo lo que no sea seguir esa vía es ir contra el sistema, saltarse las reglas del juego y buscar camorra. Y en esas siguen.


Estaremos de acuerdo en que si hay un camorrista antisistema principal en este conflicto es el propio presidente de Cataluña, Quim Torra, digno heredero de Carles Puigdemont y, para muchos, marioneta de este. La historia juzgará a ambos como se merecen. Nada más conocerse la sentencia, e incluso antes de hacerse pública, Torra fue el primero en animar a los catalanes, de manera muy irresponsable, a salir a la calle a hacerse oír. ¿Cómo? Alterando el orden público de Cataluña. Cortando calles y carreteras, paralizando aeropuertos y vías férreas… En resumen, fastidiando al resto de catalanes y a los turistas, un sector que representa el 12% de su PIB. Lo que vulgarmente se llama escupir para arriba. Ambos han inspirado ese Tsunami Democràtic y acciones pacíficas, pero tan poco cívicas, como tirar bolsas de basura ante la Delegación del Gobierno en Barcelona, arrojar pintura contra un furgón de los Mossos o echar a peder con Fairy el agua de la fuente de la Plaza de España. Y lo peor, han dado alas y gasolina a los pirómanos que han convertido el centro de la capital catalana en su campo de batalla, condenando a los vecinos de la zona a noches infernales y a la ciudad entera a ver cómo se esfumaban tres millones de euros en desperfectos.

No existe justificación para la agresividad de los causantes de los disturbios y nada tiene que ver esa violencia con el independentismo. Hablamos de unos bandarras camorristas que saquean la propiedad privada, destrozan mobiliario urbano, retan a la autoridad y se encaran con muy malas pulgas con quien les llama la atención. Bajo esos pañuelos y capuchas con los que protegen su identidad, adivino a jóvenes como los demás, que comparten sus proezas en redes sociales y parecen moverse en un mundo paralelo. Como si jugaran a un videojuego de realidad aumentada y lo de tirar adoquines de 3 kilos a las cabezas de los policías fuera una travesura, sin pensar que las consecuencias de romperle la crisma a un antidisturbios de carne y hueso son mucho peores que el Game Over en el Fortnite Battle Royale. Lo peor es que son lo que entre todos hemos creado y representan nuestro fracaso: el de un sistema educativo que a lo mejor confundió valores con doctrinas, el de sus progenitores que aplauden el arrojo del niño, y del propio Gobierno que les hace promesas que luego no cumple.  

Tampoco puedo aplaudir a los agentes que, según hemos podido ver en imágenes, han podido extralimitarse en la represión de algunos de los alborotadores y, de rebote, de otras personas pacíficas e inocentes que el único delito que cometieron fue no estar encerradas en casa hasta que escampara. Pero me pongo en la piel de los policías y mossos que están a pie de calle cumpliendo con su deber, que es proteger el orden público, y entiendo la situación de estrés que debe generar una lluvia de piedras sobre tu cabeza y ser el blanco de una turba enloquecida e hiperexcitada a la que el subidón de adrenalina le impide poner a funcionar la única neurona que maneja su raciocinio. Por cierto, nunca he desobedecido a ningún policía ni cuestionado las órdenes de un representante de la autoridad. Si pensara que comete un error, trataría de planteárselo educadamente y, en todo caso, presentaría una queja formal a posteriori. Nunca se me ocurriría insultar a un agente de la autoridad ni resistirme a una detención. Y eso que España no es EEUU, donde la Policía no permite ni media gilipollez. ¡Ah! Y tampoco me atrevería a pasearme con una bandera de España por medio de una manifestación de independentistas catalanes. Ya sé que todos tenemos tanto derecho como ellos a pisar las calles y exhibir los símbolos que nos representan pero, como dije antes, soy pusilánime y creo que tal gesto sería visto como una provocación, lo que derivaría en problemas, y eso es precisamente lo que prefiero evitar. Como trato de evitar los callejones oscuros, el metro de madrugada, una pelea de ultras en los alrededores de un estadio, montarme en un coche con un conductor bebido o manipular material pirotécnico, cualquier cosa que pueda hacerme sufrir y acabar conmigo en el hospital.

Por cierto, ya que menciono el hospital, no me gusta que el personal sanitario, ese al que confiamos nuestra salud y nuestras vidas, ataviado con su uniforme y durante su jornada laboral, se dedique a gritarle al presidente del Gobierno -sea Sánchez u otro, sea mejor o peor- cuando visita a los policías ingresados tras los disturbios. Si al menos lo hubieran hecho reivindicando más medios para la investigación de enfermedades o menos recortes en la Sanidad Pública, todavía tendrían un pase. Espero mayor profesionalidad y menos partidismo de unos servidores públicos. No obstante mi empatía me lleva a entender que quizá la mitad de ellos no tienen otra alternativa que secundar protestas y huelgas si no quieren ser señalados y perseguidos por los que se han arrogado el título de defensores de la república catalana. Mientras que la otra mitad imagino que simplemente actúan como se espera de alguien que ha sido sometido durante años a un pensamiento único. Como todos esos que atacan e insultan a los periodistas al grito de “Prensa española manipuladora”.

Por cierto, no penséis que a la prensa no le voy a poner ningún pero. A pesar de que los reporteros han cumplido más que dignamente su labor en un entorno tan hostil, he echado de menos algo de filtro. La competencia del smartphone como aliado del periodismo ciudadano, junto con las horas eternas de emisión de especiales, han generado una inútil ansiedad por ofrecer todas y cada una de las imágenes compartidas por los usuarios de redes sociales. Tal vez olvidan que la misión del periodista, hoy más que nunca, es desenmascarar fakes y contextualizar la información, no soltar a chorro y en bucle cualquier material venga de donde venga, sin pararse a analizar la conveniencia o no de su emisión. Al final, como las redes, se arriesgan a magnificar los acontecimientos, sobreexcitar al espectador e inocular en la audiencia mayor confusión. En las primeras ediciones de Gran Hermano recuerdo que se repetía mucho una frase que terminó convirtiéndose en una expresión de pitorreo empleada como muletilla por cualquiera. Decían los concursantes “Es que aquí dentro todo se magnifica”, dando a entender que el aislamiento, la falta de libertad de movimientos y la convivencia con las mismas personas durante mucho tiempo te llevaban a reaccionar de manera desproporcionada ante cualquier nimiedad y a ser incapaz de razonar. Me acordé de este experimento televisivo cuando las protestas alcanzaban su máximo apogeo y contacté con mis familiares de Cataluña para saber cómo lo llevaban. Mi madrina estaba pendiente de una operación de cataratas, así que andaba la pobre doblemente preocupada. Estas fueron sus palabras: “Nací en una guerra y no quiero morirme en otra”.

Ahora podéis llamarlo equidistancia y no me molestaré. Es más, reivindico mi derecho a ser equidistante y, si hay que militar en algo, hacerlo en el equilibrio, la sensatez, la prudencia y la cordura.

miércoles, 16 de octubre de 2019

¡Aúpa 'Elche-Nike'!

Érase una vez unos chavales de entre 17 y 18 años vecinos de Las Rozas que, en vez de divertirse haciendo botellón, pintarrajeando mobiliario urbano o quemando papeleras, decidieron practicar deporte y formar un equipo de fútbol con el que inscribirse en los juegos municipales, una especie de liguilla que cada año organiza la Concejalía de Deportes del Ayuntamiento. En realidad buscaban una excusa para juntarse de vez en cuando, jugar unos partidillos y echar unas risas. El caso es que, con esa misma filosofía, a la hora de elegir un nombre con el que bautizar al equipo, tirando de guasa, se les ocurrió hacer un travieso juego de palabras. Como dicen que aspiran a ser como el Elche y la camiseta que han comprado para competir es de la marca Nike, unieron ambos conceptos y les salió ‘Elche-Nike’, que si uno lo lee de golpe, pronunciado tal y como se escribe, suena al apellido de un conocido político español: Pablo Echenique, secretario de Acción de Gobierno de Podemos, un hombre que, como seguro sabéis, se mueve en una silla de ruedas por una atrofia muscular espinal.

Los chavales celebraron la ocurrencia y se fueron tan felices a inscribir a su equipo en la competición. Cuál sería su sorpresa cuando se encontraron con que la organización no les permitía apuntarse con ese nombre porque podía resultar ofensivo para el político. Finalmente los responsables del campeonato optaron por voltear las palabras e inscribirles como ‘Nike-Elche’, una denominación que, como podéis apreciar, pierde ya toda la chispa.

La madre de uno de los chavales, Marta Ferrero, una mujer peleona y reivindicativa, acostumbrada al activismo desde las AMPAS del municipio, tampoco entendió la censura preventiva que la administración municipal había aplicado sobre ese inocente juego de palabras y no se lo pensó dos veces. Contactó con el Gabinete del político para contarle lo que había sucedido y preguntarle si le molestaba la ocurrencia de los chavales, porque tenía intención de presentar alegaciones para que les permitieran jugar con el nombre original y no quería hacerlo hasta no asegurarse de que contaba con la conformidad del político. Me imagino el cachondeo que ha tenido que haber en el equipo de Echenique cuando llegó la noticia. Lo cierto es que Marta no se equivocaba al confiar en el sentido del humor del dirigente de Podemos. Al día siguiente de hablar con su secretaria, el propio Pablo Echenique daba su bendición al ‘Elche-Nike’ e incluso dejaba caer que algún día se acercaría a verles jugar.


Imagino que ahora ya nada les impide a estos chavales saltar al campo bajo ese nombre y enfrentarse al ‘Milan Gostino Balompié’, al ‘Inter Mitente FC’ y al resto de equipos juveniles con guasa que también juegan la liguilla. Es un clásico esto de buscar denominaciones divertidas para los equipos de fútbol amateur. Hoy me recordaban, por ejemplo, el ‘Macabi de Levantar’, el ‘Nothingan Prisa’ o el ‘Steaua del Water’. Incluso me han hablado de una pandilla de amigos con cierta mala leche que hace muchos años inscribieron a su equipo como el ‘Descansa’. De este modo, cuando se publicaba el calendario de partidos, su contrincante pensaba que tenía jornada libre y no se presentaba al encuentro. 

Entiendo las reservas de la organización. Imagino que el encargado de apuntar a los equipos se acongojó ante la posibilidad de que la ocurrencia de unos críos pudiera terminar metiendo en un lío al Ayuntamiento, y más siendo de otra trinchera contraria a la de la ‘víctima’ del chascarrillo. A este cogérsela con papel de fumar nos esta conduciendo este tiempo de tantos ofendiditos en el que el sentido del humor empieza a disputarle al sentido común su trono como el menos común de los sentidos.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Una cuestión de confianza

No conozco a Noelia Posse, pero entiendo a la todavía a estas horas alcaldesa de Móstoles. Cuando se trata de confianza, yo también recurro a mis más próximos. De hecho, estoy segura de que cualquiera en su posición hubiera pensado en familiares y amigos para cubrir cargos importantes dentro de su equipo de Gobierno.

Lo que no termino de entender es el escándalo que han generado sus nombramientos. Esta práctica se viene realizando desde tiempos inmemoriales, entre otras cosas porque es legal, por muy obscena, poco estética o falta de ética que le parezca a alguno. El Estatuto Básico del Empleado Público recoge la figura del trabajador eventual como aquel empleado que realiza, como señala el artículo 12, funciones de confianza y asesoramiento especial, sin interferir ni sustituir la labor propia de los empleados municipales. La propia expresión ya lo deja claro: personal de libre designación. El que manda elige libremente a quién coloca. En absolutamente todas las administraciones públicas, estén gobernadas por el partido que sea, ese tipo de puestos políticos los ocupan familiares, amigos o conocidos, aunque hayan llegado ahí de manera más disimulada. La estrategia suele ser camuflar a los peones lejos del foco de atracción, precisamente para evitar estos conflictos. Noelia Posse ha pagado la novatada. Se habría ahorrado ese mal trago si hubiera maniobrado para colocar a su hermana y a su amiga en otro ayuntamiento socialista distinto, no en el de Móstoles, así el caso habría pasado más desapercibido.

Y esto no se circunscribe solo a unas siglas o un color. Si alguien tiene ganas, interés y sobre todo valor para analizar uno por uno todos los cargos de confianza de las administraciones públicas, que se prepare para tejer un verdadero árbol genealógico con lazos de sangre, amor y amistad. Es el networking de la política.

Se habla de Posse como si hubiera sido la inventora del nepotismo, el dedazo, el amiguismo, el enchufismo o la política como agencia de colocación. Pero es injusto que se le atribuya tal mérito y que, a pesar de haber revertido cada una de las cuestionadas decisiones, se le exija pagar con su puesto de alcaldesa por algo que está permitido y suele salir gratis. A las pruebas de hemeroteca me remito:











Creo que con diez ejemplos es suficiente.

Yo misma he sido personal eventual. Aunque no me unían lazos de sangre ni amistad con el alcalde que firmó el decreto de mi nombramiento, llegué al puesto recomendada. Un conocido propuso mi candidatura y mi superior se fió de su consejo después, eso sí, de mantener conmigo una breve conversación. Fue una decisión totalmente discrecional y arbitraria que respondía al único criterio del responsable del departamento. No pasé ninguna prueba, no hubo cónclave en las altas esferas, no se estudió mi currículum con lupa… Simplemente se necesitaba una persona de confianza para ese puesto y la persona que lo dejaba vacante, amigo y excompañero, respondió por mí. Esa fue mi mejor referencia para obtener el puesto.

El resto de personal de confianza al servicio de esa administración pública también llegó a dedo, igual que yo. En unos casos pesó la militancia, en otros los vínculos familiares, en algunos también el pago de favores y no faltaba el paracaidista aterrizado desde otro territorio por orden suprema. Y todos asumimos que habíamos sido designados para ejercer con responsabilidad, fidelidad y discreción una serie de funciones especiales, de carácter a menudo delicado, para las que se nos exigía amplia disponibilidad a cambio de una incierta estabilidad laboral, dado que en cualquier momento un decreto de cese nos podía mandar al paro. A ver qué empleado público firmaría unas condiciones similares.

Es como la pescadilla que se muerde la cola. Mientras exista contemplada legalmente la figura del empleado eventual, seguirá existiendo la arbitrariedad en los nombramientos y, por extensión, las sospechas. Pero si se elimina de la legislación al personal de confianza, habría que ver cómo se las apañarían los partidos en las administraciones.

En definitiva, todos los españoles somos iguales ante la ley, menos los familiares y amigos de los políticos, que están condenados ya no solo a que les salpiquen las miserias del cargo, sino además a no ser contratados como personal eventual, aún reuniendo los requisitos. Supongo que también deberán renunciar a aspirar a ser funcionarios aprobando un examen y demostrando méritos. Porque, claro, siempre serán sospechosos de haber llegado allí por ser primo, amigo, hermano o hijo del que manda. Es decir, por un dedazo.