Llevo
días remoloneando para no escribir sobre la tensión
en Cataluña tras la sentencia del procés
porque es un asunto delicado y espinoso. Me refiero a que digas lo que digas,
alguien se sentirá molesto, de modo que resulta inevitable salir trasquilado.
Al final me he armado de valor pensando que quizá haya más personas que
compartan mi actitud y sientan cierto alivio al comprobar que no son unos
bichos raros.
Empiezo
por confesar que soy un poco pusilánime. Sí. No me avergüenza admitirlo. Según el
diccionario, soy una persona que “muestra poco ánimo y falta de valor para
emprender acciones, enfrentarse a peligros o dificultades o soportar desgracias”.
Entendedme, disfruto discutiendo en el sentido estricto de la palabra, es
decir, me gusta defender mi punto de vista ante personas que no piensan como
yo, pero sin intentar imponerles mi argumento ni actuar como si estuviera en
posesión de la verdad absoluta. A pesar de ello, suelo huir de peleas y
conflictos. En el momento en que mi interlocutor se vuelve irracional, eleva el
volumen, noto su aliento en mi cara y recrudece su lenguaje, una menda se
retira. “¡Para ti la perra gorda!”, pienso. Me da igual si lo interpreta como
una victoria por su parte. En mi orden de prioridades existenciales no aparece jugarme
el pellejo por ganar un debate de oratoria.
Dicho
esto, ya habréis adivinado que no encontraréis en esta líneas una nueva
militante para ninguna causa. No me van las trincheras y, como ya he dicho en
este mismo blog, no soy de enarbolar banderas. Si acaso, la
blanca. Así que no voy a defender ni culpabilizar de manera ciega
absolutamente a nadie. Para mí no todo es negro o blanco. De hecho tengo cierta
tendencia a ver una amplia gama de grises.
Respeto
las leyes y entiendo que cuando alguien las incumple se arriesga a que le
detengan, le juzguen y, si es declarado culpable, cumpla su pena. Si a un
ciudadano le parece injusta una ley, la democracia le proporciona los
mecanismos para reclamar y, más aún, convencer al legislador de que estudie la
posibilidad de revocar esa ley. Si alguien es detenido, juzgado y declarado culpable
por una ley o un tribunal que considera injustos, la legislación le permite
recurrir a otras instancias superiores. Y si definitivamente no hay marcha
atrás, contempla su derecho a protestar e incluso a solicitar un indulto o la
amnistía.
Comprendo
que haya catalanes que deseen la independencia, aunque los nacionalismos me
parecen tan demodé como levantar fronteras en un mundo globalizado e
hiperconectado. Pero me gustaría que ellos también entendieran que la manera de
llegar a ese punto no es a las bravas, sino empezando por el principio. Confirmando
primero que una mayoría de los catalanes está de acuerdo. Planteando entonces su
proyecto al Parlamento, promoviendo una reforma de la Constitución que contemple
la posibilidad de que haya un referéndum y que, dado que es una parte del
Estado español, todos los ciudadanos de este país podamos también expresarnos
en las urnas sobre esa hipotética independencia. Todo lo que no sea seguir esa
vía es ir contra el sistema, saltarse las reglas del juego y buscar camorra. Y en
esas siguen.
Estaremos
de acuerdo en que si hay un camorrista antisistema principal en este conflicto es
el propio presidente de Cataluña, Quim Torra, digno heredero de Carles
Puigdemont y, para muchos, marioneta de este. La historia juzgará a ambos como
se merecen. Nada más conocerse la sentencia, e incluso antes de hacerse
pública, Torra fue el primero en animar a los catalanes, de manera muy
irresponsable, a salir a la calle a hacerse oír. ¿Cómo? Alterando el orden
público de Cataluña. Cortando calles y carreteras, paralizando aeropuertos y vías férreas… En resumen, fastidiando al resto de catalanes y a los turistas, un sector que representa el 12% de su PIB. Lo que vulgarmente se llama escupir para arriba. Ambos
han inspirado ese Tsunami Democràtic
y acciones pacíficas, pero tan poco cívicas, como tirar bolsas de basura ante
la Delegación del Gobierno en Barcelona, arrojar pintura contra un furgón de
los Mossos o echar a peder con Fairy el agua de la fuente de la Plaza de
España. Y lo peor, han dado alas y gasolina a los pirómanos que han convertido
el centro de la capital catalana en su campo de batalla, condenando a los
vecinos de la zona a noches infernales y a la ciudad entera a ver cómo se
esfumaban tres
millones de euros en desperfectos.
No
existe justificación para la agresividad de los causantes de los disturbios y nada
tiene que ver esa violencia con el independentismo. Hablamos de unos bandarras
camorristas que saquean la propiedad privada, destrozan mobiliario urbano, retan
a la autoridad y se encaran con muy malas pulgas con quien les llama la
atención. Bajo esos pañuelos y capuchas con los que protegen su identidad,
adivino a jóvenes
como los demás, que comparten sus proezas en redes sociales y parecen moverse en
un mundo paralelo. Como si jugaran a un videojuego de realidad aumentada y lo
de tirar adoquines de 3 kilos a las cabezas de los policías fuera una
travesura, sin pensar que las consecuencias de romperle la crisma a un
antidisturbios de carne y hueso son mucho peores que el Game Over en el Fortnite Battle Royale. Lo peor es que son lo que entre todos hemos creado
y representan nuestro fracaso: el de un sistema educativo que a lo mejor confundió
valores con doctrinas, el de sus progenitores que aplauden el arrojo del niño, y
del propio Gobierno que les hace promesas que luego no cumple.
Tampoco
puedo aplaudir a los agentes que, según hemos podido ver en imágenes, han
podido extralimitarse en la represión de algunos de los alborotadores y, de
rebote, de otras personas pacíficas e inocentes que el único delito que cometieron
fue no estar encerradas en casa hasta que escampara. Pero me pongo en la piel
de los policías y mossos que están a pie de calle cumpliendo con su deber, que
es proteger el orden público, y entiendo la situación de estrés que debe
generar una lluvia de piedras sobre tu cabeza y ser el blanco de una turba enloquecida
e hiperexcitada a la que el subidón de adrenalina le impide poner a funcionar
la única neurona que maneja su raciocinio. Por cierto, nunca he desobedecido a
ningún policía ni cuestionado las órdenes de un representante de la autoridad.
Si pensara que comete un error, trataría de planteárselo educadamente y, en
todo caso, presentaría una queja formal a posteriori. Nunca se me ocurriría
insultar a un agente de la autoridad ni resistirme a una detención. Y eso que
España no es EEUU, donde la Policía no permite ni media gilipollez. ¡Ah! Y
tampoco me atrevería a pasearme con una bandera de España por medio de una
manifestación de independentistas catalanes. Ya sé que todos tenemos tanto
derecho como ellos a pisar las calles y exhibir los símbolos que nos representan pero, como
dije antes, soy pusilánime y creo que tal gesto sería visto como una
provocación, lo que derivaría en problemas, y eso es precisamente lo que
prefiero evitar. Como trato de evitar los callejones oscuros, el metro de
madrugada, una pelea de ultras en los alrededores de un estadio, montarme en un
coche con un conductor bebido o manipular material pirotécnico, cualquier cosa
que pueda hacerme sufrir y acabar conmigo en el hospital.
Por
cierto, ya que menciono el hospital, no me gusta que el personal
sanitario, ese al que confiamos nuestra salud y nuestras vidas, ataviado
con su uniforme y durante su jornada laboral, se dedique a gritarle al presidente
del Gobierno -sea Sánchez u otro, sea mejor o peor- cuando visita a los
policías ingresados tras los disturbios. Si al menos lo hubieran hecho reivindicando
más medios para la investigación de enfermedades o menos recortes en la Sanidad
Pública, todavía tendrían un pase. Espero mayor profesionalidad y menos
partidismo de unos servidores públicos. No obstante mi empatía me lleva a
entender que quizá la mitad de ellos no tienen otra alternativa que secundar
protestas y huelgas si no quieren ser señalados y perseguidos por los que se
han arrogado el título de defensores de la república catalana. Mientras que la
otra mitad imagino que simplemente actúan como se espera de alguien que ha sido
sometido durante años a un pensamiento único. Como todos esos que atacan e
insultan a los periodistas al grito de “Prensa española manipuladora”.
Por cierto, no penséis que a la prensa no le voy a poner ningún pero. A pesar de que los reporteros han cumplido más que dignamente su labor en un entorno tan hostil, he echado de menos algo de filtro. La competencia del smartphone como aliado del periodismo ciudadano, junto con las horas eternas de emisión de especiales, han generado una inútil ansiedad por ofrecer todas y cada una de las imágenes compartidas por los usuarios de redes sociales. Tal vez olvidan que la misión del periodista, hoy más que nunca, es desenmascarar fakes y contextualizar la información, no soltar a chorro y en bucle cualquier material venga de donde venga, sin pararse a analizar la conveniencia o no de su emisión. Al final, como las redes, se arriesgan a magnificar los acontecimientos, sobreexcitar al espectador e inocular en la audiencia mayor confusión. En las primeras ediciones de Gran Hermano recuerdo que se repetía mucho una frase que terminó convirtiéndose en una expresión de pitorreo empleada como muletilla por cualquiera. Decían los concursantes “Es que aquí dentro todo se magnifica”, dando a entender que el aislamiento, la falta de libertad de movimientos y la convivencia con las mismas personas durante mucho tiempo te llevaban a reaccionar de manera desproporcionada ante cualquier nimiedad y a ser incapaz de razonar. Me acordé de este experimento televisivo cuando las protestas alcanzaban su máximo apogeo y contacté con mis familiares de Cataluña para saber cómo lo llevaban. Mi madrina estaba pendiente de una operación de cataratas, así que andaba la pobre doblemente preocupada. Estas fueron sus palabras: “Nací en una guerra y no quiero morirme en otra”.
Por cierto, no penséis que a la prensa no le voy a poner ningún pero. A pesar de que los reporteros han cumplido más que dignamente su labor en un entorno tan hostil, he echado de menos algo de filtro. La competencia del smartphone como aliado del periodismo ciudadano, junto con las horas eternas de emisión de especiales, han generado una inútil ansiedad por ofrecer todas y cada una de las imágenes compartidas por los usuarios de redes sociales. Tal vez olvidan que la misión del periodista, hoy más que nunca, es desenmascarar fakes y contextualizar la información, no soltar a chorro y en bucle cualquier material venga de donde venga, sin pararse a analizar la conveniencia o no de su emisión. Al final, como las redes, se arriesgan a magnificar los acontecimientos, sobreexcitar al espectador e inocular en la audiencia mayor confusión. En las primeras ediciones de Gran Hermano recuerdo que se repetía mucho una frase que terminó convirtiéndose en una expresión de pitorreo empleada como muletilla por cualquiera. Decían los concursantes “Es que aquí dentro todo se magnifica”, dando a entender que el aislamiento, la falta de libertad de movimientos y la convivencia con las mismas personas durante mucho tiempo te llevaban a reaccionar de manera desproporcionada ante cualquier nimiedad y a ser incapaz de razonar. Me acordé de este experimento televisivo cuando las protestas alcanzaban su máximo apogeo y contacté con mis familiares de Cataluña para saber cómo lo llevaban. Mi madrina estaba pendiente de una operación de cataratas, así que andaba la pobre doblemente preocupada. Estas fueron sus palabras: “Nací en una guerra y no quiero morirme en otra”.
Ahora
podéis llamarlo equidistancia y no me molestaré. Es más, reivindico mi derecho
a ser equidistante y, si hay que militar en algo, hacerlo en el equilibrio, la
sensatez, la prudencia y la cordura.
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