Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

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domingo, 9 de mayo de 2021

¿Y si ahora no sé vivir sin estado de alarma?

Tengo miedo a no saber vivir sin estado de alarma. Han pasado más de seis meses desde el 25 de octubre. Una barbaridad. Sin contar el anterior periodo en confinamiento. Ya sé que es cuestión de tiempo que vuelva a acostumbrarme a la ‘libertad’. Pero es que había empezado a cogerle el gustillo a la represión. De hecho, solo le veo una ventaja a que por fin se levante: perder de vista los malditos cierres perimetrales que me han impedido viajar a Castilla y León para visitar a mi santa madre o acercarme a una playa para recargar las pilas cuando me saliera del ‘toto’. 

Por lo demás, vivir con toque de queda me ha parecido menos malo de lo que suena. No sé a otros padres, pero a mí me ha facilitado mucho las cosas con uno de mis hijos. Así no era yo quien discutía y amenazaba. Eso de delegar en la Administración es fabuloso. Y mucho más efectivo. El miedo a cruzarse con un policía y que le cayera una multa funcionaba mejor que mis amenazas de no dejarle salir en un mes si no llegaba a casa a la hora establecida. Lo de que aparecer puntualmente a las once cada fin de semana ha sido un milagro. Y esta Nochevieja, la primera que se ponía pesado con que quería salir, no veáis qué delicia y qué tranquilidad verle entrar en casa a la 1:30 sano y salvo. En poco más de una hora casi no da tiempo a meterse en líos. 

Limitar la movilidad de los ciudadanos de madrugada tiene su lado positivo, aunque a los que habéis crecido en democracia no os lo parezca a simple vista. La noche electoral, sin ir más lejos, me tocó deambular por las calles de Madrid a horas intempestivas por razones laborales. No me encontré ni un borracho, ni un pesado molesto, ni un atracador, ni un niñato tocapelotas. Solo operarios de la limpieza y algún patrulla de la Policía. En cambio, anoche, en cuanto dieron las doce, fui testigo desde mi terraza de cómo volvía el trasiego de vehículos y las pandillas de chavales gritones de botellón. 

Con lo que yo he disfrutado del silencio nocturno todo este tiempo. Sin sobresaltos que me arrebataran algún dulce sueño. Sin críos irrespetuosos que decidieran ponerse a cantar en el parque de enfrente. Sin conductores irresponsables que aparcaran su coche debajo de mi ventana con el reguetón sonando a todo trapo a las cinco de la mañana. Porque sí, seguimos con alta incidencia Covid, pero por cómo se han lanzado esta medianoche a la calle algunos para celebrar, parecía que habíamos derrotado definitivamente al ‘bicho’. Y qué afición por emborracharse en grupo en plazas públicas. Como si lo que hubiera decaído es la ‘ley seca’. Pues no lo entiendo. Yo no he dejado de tomarme mis vinos y mis cañas en todo este tiempo, así que anoche no tenía mono que superar ni tiempo perdido que recuperar. 

Maja vestida de Goya (imagen de Tumisu - Pixabay)

Debo confesar que muchas de las medidas restrictivas que hemos ‘sufrido’ estos meses a mí me han descubierto un mundo paralelo fantástico. Eso de mantener las distancias en las terrazas de los bares y no sentir en tu cogote a los de la mesa vecina resulta maravilloso. Lo mismo que las limitaciones de comensales. Ha sido el mejor invento para evitar a los acoplados. 

Me he acostumbrado a evitar mezclarme con no convivientes en mi casa ni en la de otros. Y como ya no tengo edad de fiestas clandestinas, la falta de socialización no me ha generado ningún trauma. 

Lo de dejar libre el asiento contiguo en el cine y el teatro me ha parecido una fantasía. Menos mal que de momento, mientras sigue merodeando el virus por aquí, mantendremos esa buena costumbre. Igual que la mascarilla, que también tiene sus ventajas. Pasas más desapercibido y si no te apetece saludar a alguien, haces como que no le reconoces. Por no hablar de que con ella puedes prescindir del maquillaje, llevar los dientes sucios y no depilarte el bigote. 

Y qué puedo decir del alivio que ha supuesto no volver a dar dos besos ni un apretón de manos cuando te presentan a alguien o te reencuentras con viejos conocidos después de un tiempo alejados. Con lo maniática que soy yo a la hora de elegir con quién intercambio fluidos. Guardar las distancias ha supuesto para mí una revelación, así que trato de hacerme la loca para no participar en esa fórmula alternativa que se han inventado de chocar los codos o los puños

Vale. Podéis pensarlo y decirlo con libertad. Definitivamente la pandemia y el estado de alarma me han convertido en una señora huraña e insociable. Sí. Solo me faltan los gatos.

sábado, 19 de septiembre de 2020

No tengo ni idea de cómo se frena una pandemia

Con el comienzo del mes de septiembre, mi trabajo ha pasado a ser semipresencial, con lo que un par de veces por semana tengo que desplazarme hasta mi oficina, en plena Gran Vía de Madrid, desde la ciudad dormitorio en la que vivo a 21 kilómetros de la gran ciudad. Para llegar hasta allí utilizo el transporte público. Primero un autobús interurbano y luego el metro. 

Soy afortunada, mi entrada al trabajo no coincide con la hora punta, en la que es materialmente imposible mantener ningún tipo de distancia con nadie, así que hasta ahora estoy pudiendo evitar sentarme codo con codo con algún extraño. Sí, todos llevamos mascarilla y, por lo general, la mayoría bien puesta. Además, procuro ir con las manos limpias y echarme gel hidroalcohólico cuando termino los dos trayectos. Nunca se sabe si la barra en la que me agarro para no caer en los frenazos la ha tocado algún asintomático. Luego trato de mantener las distancias con el resto de pasajeros con los que me cruzo por los pasillos del suburbano y las aceras de la calle, pero es complicado porque no depende solo de uno. El otro día en unas escaleras mecánicas, por cada peldaño que yo bajaba para separarme de la persona que iba detrás de mí, demasiado cerca para mi gusto, ella bajaba también otro. Y así estuvimos hasta que llegamos al final. 


Cuando escucho decir que el transporte público es un lugar seguro y que hasta ahora no se ha podido documentar ningún brote asociado, no puedo evitar preguntarme cómo están tan seguros. No puedo creer que ninguno de los positivos que están aflorando como setas últimamente en Madrid no haya usado un autobús o un metro en los días previos. Me gustaría saber cómo detectan que el origen del contagio se encuentra en un lugar y no en otro. Si yo ahora diera positivo en Covid y tuviera que aportar al rastreador de turno el nombre y teléfono de las personas con quienes he tenido contacto esta semana solo sería capaz de mencionar a mis conocidos; pero imagino que todos los desconocidos que han ido conmigo en los cuatro autobuses y cuatro vagones de metro en los que he viajado deberían también ser alertados, algo materialmente inviable ni con un millón de rastreadores. 

Entre esos viajeros seguro que había alguno que reside en Usera, Puente de Vallecas, Villaverde o en cualquiera de las zonas en las que desde este lunes la Comunidad de Madrid va a restringir la movilidad. Ellos podrán seguir saliendo de su territorio confinado si van a estudiar o a trabajar. Y eso harán, porque hay personas para quienes su disyuntiva vital es Covid o hambre. 

El día que conocíamos las nuevas restricciones, la presidenta regional manifestaba su preocupación porque en Madrid 1.500 personas se habían saltado en los últimos tres días la cuarentena a la que están obligados por contagio de coronavirus o por contacto estrecho con un positivo. 

Entre esas personas imagino que hay trabajadores precarios que no pueden permitirse faltar al trabajo porque de ello depende el pan de sus hijos. Ni siquiera se atreven a plantear a su jefe la situación por miedo a que les eche. Y probablemente aciertan. No todos los empresarios acogen de buen grado las bajas inesperadas en la plantilla y menos sin que medie una enfermedad que impida trabajar. 

Quienes no guardan la cuarentena quizá no son conscientes de que ponen en riesgo al resto de la gente o, si lo son, no ven otra alternativa que arriesgarse a ser una bomba vírica. En otros casos se saltan el protocolo sanitario por puro desconocimiento. Por no hablar de que muchos de ellos puede que vivan en casas pequeñas con hijos, parejas, padres, en un espacio reducido donde resulta imposible mantener un aislamiento preventivo del resto de los convivientes. 

La cifra de 1.500 ‘irresponsables’ que mencionaba la presidenta regional puede ser solo la punta del iceberg, porque no hay rastreadores suficientes como para controlar que todos y cada uno de los ‘cuarentenados’ están cumpliendo. 

No tengo ni idea de cómo se frena una pandemia. Para eso están los expertos epidemiólogos. Yo solo sé mirar y hacerme preguntas.