Las
calles de Madrid han acogido este domingo 31 de marzo una de las manifestaciones
más justas y necesarias de los últimos años: La revuelta de la España vaciada.
Yo
nací en la España rural. En Toro, Zamora. Procedo de una parte del país que tuvo
gran relevancia en la época medieval. Aparece incluso en los libros de Historia,
pero a lo largo de los siglos ha ido perdiendo el esplendor que una vez tuvo. En
los últimos cincuenta años, su población ha caído de manera alarmante. En 1960 Toro
casi rozaba los 10.500 habitantes. Según la última cifra del INE, ahora residen
allí 8.789 personas, mi madre incluida.
En
mi pueblo ya no hay cine. Hubo uno hace años, el cine Imperio, pero lo
cerraron. Supongo que no era rentable. La primera película que recuerdo haber
visto en pantalla grande la vi allí, ‘Salomón y la reina de Saba’.
Evidentemente no era un cine de estrenos...
Ahora el Imperio es un cine abandonado con aspecto de ir a colapsar en
cualquier momento, ocupado por gatos que se cuelan por los agujeros de la entrada
jugándose una de sus siete vidas. Hace algunos años hubo un intento de programar
películas en el teatro municipal, el Teatro
Latorre, pero desistieron. El número de asistentes no cubría el gasto de la
copia. La gente prefería hacer una excursión a cualquiera de las capitales
provinciales más próximas, Zamora, Valladolid o Salamanca, y además de ver una
película, echar la tarde haciendo compras, dando un paseo y viendo otras caras
distintas a las de siempre.
Aquí
llega la eterna pregunta: se va la gente de los pueblos porque no hay oportunidades
o no se ofrecen oportunidades porque no hay gente.
El
momento crítico en que la población joven abandona el pueblo llega cuando se acaba
la educación secundaria y el bachillerato. Los que deseábamos hacer una carrera
sabíamos que teníamos que emigrar. Yo me vine a Madrid, pero otros amigos no
tuvieron que alejarse tanto. En Zamora había unas pocas carreras superiores y
Salamanca y Valladolid ofrecían casi todo lo demás. A pesar de la relativa
cercanía, todos se mudaban porque era complicado cuadrar los horarios de los
pocos autobuses que existían con los turnos de clase. Además, nadie estaba
dispuesto a renunciar al ambiente de la vida estudiantil en una ciudad como
Salamanca. Acabada la fase universitaria, la mayor parte de nosotros ya no
volvimos. Encontramos trabajo fuera y pasamos a ser de aquellos que regresan en vacaciones, fiestas y algún
que otro fin de semana para visitar a la familia y los amigos que quedan allí.
Quienes
se quedan es porque afortunadamente han encontrado una ocupación que les permite o les obliga a
vivir en el pueblo: comercios, agricultura, hostelería, servicios, bodegas, turismo… En 2016 se
celebró la exposición las Edades
del Hombre en Toro. Al abrigo del evento se abrieron numerosos
establecimientos que, una vez concluido, desaparecieron. Y eso que este pueblo,
creo yo, tiene los suficientes
atractivos y reclamos como para poder vivir del enganche de su patrimonio toda su vida. Aunque
le faltaría un empujoncito.
Del
tren mejor no hablamos. Nos sobran dedos en las manos para contar los trenes que paran a diario en la estación de Toro. Y lo más lejos que te llevan es a
Zamora o a Medina del Campo. Es verdad
que de los autobuses no te puedes quejar. Hay uno cada hora en sentido Zamora o
Valladolid desde la mañana a la noche.
Por
supuesto, no hay una clínica, aunque sí un centro de salud, con servicio de urgencias,
que da cobertura a 14 municipios de la comarca. Pero si una se pone de parto, no
queda otra que irse al hospital más cercano, en Zamora. Y si ocurre cualquier
urgencia, por ejemplo, un accidente doméstico o laboral, rezas para que la
ambulancia llegue pronto y aguantes vivo la media hora que tardas en llegar
hasta el hospital. Por supuesto, olvídate de los especialistas. De eso en Toro
no hay. Al menos en sistema público. Si necesitas que el oculista te controle,
tienes que ir a tu centro hospitalario de referencia a 32 kilómetros. Se supone
que siempre debería haber un pediatra, pero resulta que cuando está de baja no
le sustituye nadie, así que se quedan si él. El problema es que no es un día ni
dos, es demasiado tiempo para una población infantil que tiene que ser atendida
en su lugar por un profesional de la medicina general. Sí, ya sé que es médico
y conoce los síntomas de cualquier patología, independientemente de que el que
tose sea grande o pequeño. El problema es que esos pacientes tienen ciertas singularidades,
enferman más, requieren unas revisiones y saturan la consulta general
provocando un preocupante efecto dominó. Pocas veces mi pueblo monta un
‘Fuenteovejuna’ para protestar por algo, pero hace un par de meses, la ausencia
de la pediatra era ya tan prolongada, que se lanzaron a la calle a manifestarse
en contra de los recortes que les condenan a no disponer de una sanidad digna y
unos servicios que son un derecho para cualquier ciudadano de este país.
Pero
Toro es el paraíso si lo comparamos con Sanzoles, donde viven mis amigos Ana y
Ele. Es otro pueblo de la provincia de Zamora con poco más de 500 habitantes. A
principios del siglo XX llegó a tener 1.500. La escuela del pueblo sobrevive a
duras penas, siempre con la amenaza del cierre, porque solo tiene 18 alumnos de
3 a 12 años, entre ellos su hijo pequeño, Hugo. Están divididos en dos grupos,
de Infantil y 1º Primaria, y 2º a 6º, de modo que comparten la misma aula
alumnos de distintas edades y cursos. De cada grupo se encargan un par de
tutoras que, al más puro estilo maestro rural,
les prepararan para la vida. Además hasta allí van puntualmente profesores de
materias específicas como Educación Física, Inglés, Religión o Psicomotricidad.
En ese aspecto son afortunados. Es como si tuvieran un profesor particular y el
nivel educativo en los CRA (Colegios Rurales Agrupados) suele ser alto.
En
cuanto a la sanidad, disponen de un médico que atiende a varios pueblos y que
va todos los días durante dos horas. Eso sí, para que el pediatra vea a su
peque tienen que desplazarse a Zamora, que está a poco más de 15 minutos en
coche. Pero eso no es un problema para ellos. Lo peor, me dicen, es la falta de
vecinos. Este domingo Hugo se ha pasado la tarde en casa porque no había ningún
otro niño con el que jugar. Salen a la calle y no ven a nadie. Tienen un
pequeño supermercado y su gran preocupación es si aguantarán con ese negocio
hasta la jubilación, porque cada año hay menos gente en el pueblo. Los jóvenes
de la zona no encuentran motivos para quedarse y la población envejece.
La
despoblación afecta a más de la mitad del territorio nacional. Las autoridades
no pueden acordarse solo de ellos cada cuatro años, cuando hay elecciones.
El entorno rural nos alimenta pero no recibe a cambio tanto como nos da. Los
españoles que viven en las zonas rurales son tan ciudadanos de primera como el
resto, pero pocos tienen acceso, por ejemplo, a cobertura de Internet
de alta velocidad. En Zamora hay 18 habitantes por km2, de modo que tiene
cierta lógica que las empresas de telecomunicaciones no quieran invertir en
hacer llegar la fibra a esta zona con tan poca clientela. Por eso resulta tan
necesario que la administración actúe, mediante leyes, ayudas o
incentivos que animen a convertir lo que ahora son zonas deprimidas en lugares
donde asentarse cargados de
posibilidades de futuro.
Por no mencionar las infraestructuras. No es que cada español deba tener una estación de
AVE o una autovía a la puerta de casa; es que cualquiera pueda desplazarse con libertad
y seguridad por el territorio nacional, por ejemplo, por carreteras con arcén y
marcas viales, en suficientes medios de transporte y con la garantía de que
vivir en un determinado entorno no le va a limitar la vida ni las oportunidades.
Ha
llegado el momento de actuar en serio. Afortunadamente hay quien está
trabajando en idear
fórmulas para luchar contra la despoblación. Pero hasta que todas esas
propuestas no se traduzcan en medidas reales, la idea de que la vida
rural es más fácil que la urbana me temo que seguirá siendo una percepción romántica
y equivocada.
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