Cuando
era una cría y vivía en mi pueblo, cada día temprano pasaba por casa Antonio, el lechero. Trabajaba como empleado de una vaquería que suministraba leche cruda a
granel a los vecinos. En cuanto tocaba el llamador, mi abuela cogía una cazuela
y bajaba a abrirle. Antonio entraba en el portal cargando con una enorme
lechera metálica. En la mano libre manejaba una taza a modo de medidor con la
que calculaba con precisión los cuartos de leche cruda que vertía en el cazo.
Luego guardaba las monedas que le daba mi abuela en una cartera de cuero atada
al cinturón, se despedía con una broma y reanudaba su ronda por el
vecindario. Una vez que Antonio se iba, en la entrada de casa permanecía durante
unos minutos el olor a vaca y a leche recién ordeñada. Si no lo habéis olido
nunca, es inútil que acerquéis la nariz al orificio del tetrabrik, no se parece
en nada. Después mi abuela ponía la cazuela al fuego para hervir la leche, no
sin antes introducir en el líquido un artilugio con forma de tubo que asomaba
en el centro del cazo. Servía para
evitar que la leche se desbordara al empezar a hervir. No recuerdo haberlo
perguntado nunca, pero aprendí que había que hervir la leche para
esterilizarla, matar cualquier bicho que pudiera portar, y asegurarnos así de
que no era peligrosa para nuestra salud. Concluido el proceso, había que dejar enfriar
y reposar la leche. Era entonces cuando se creaba una capa de nata en la
superficie que le chiflaba a mi padre y se zampaba a cucharadas y que a mí me
daba náuseas. Nunca he soportado la nata en la leche. Benditos coladores.
Me
ha venido a la mente esto que ocurría en un pueblo castellanoleonés cualquiera hace
así como 40 años, al hilo de la discusión que ha surgido por la moda de
consumir leche cruda. Porque sí, amigos, entre las nuevas
tendencias de nutrición está la vuelta a todo lo natural y quienes
defienden y practican esta filosofía consideran que no hay nada más natural que
llevar la leche directamente de la ubre de la vaca a tu boca. El propio Gobierno
de la Generalitat ha aprobado un decreto que levanta la veda a la venta de
este producto, que durante años no se ha podido adquirir por seguridad
alimentaria, y que pretende fortalecer el sector. No discuto que promover la
compra directa de leche a los ganaderos pueda darles un poco de vidilla, pero
de ahí a reivindicar que se consuma la leche así, a pelo, como lo ha hecho la consejera
de Agricultura, me parece una temeridad. Lo sabía hasta mi abuela, que se
encargaba de exterminar posibles bacterias al modo casero para evitar, por ejemplo, una
diarrea, que era el más benigno de los riesgos.
Entonces, cuando yo era una cría, no podía elegir, era la única manera de tomar leche. Ahora, 40 años después, cuando puedes escoger entre múltiples variedades, hay gente que retrocede en el tiempo, se salta incluso la precaución del hervido, cuestiona los peligros que entraña su consumo en crudo y defiende que son mucho mayores los beneficios que ofrece para la digestión, argumento completamente opuesto al de la mayoría de expertos. Este hilo en Twitter es muy divulgativo.
Entonces, cuando yo era una cría, no podía elegir, era la única manera de tomar leche. Ahora, 40 años después, cuando puedes escoger entre múltiples variedades, hay gente que retrocede en el tiempo, se salta incluso la precaución del hervido, cuestiona los peligros que entraña su consumo en crudo y defiende que son mucho mayores los beneficios que ofrece para la digestión, argumento completamente opuesto al de la mayoría de expertos. Este hilo en Twitter es muy divulgativo.
Ayer tuvimos noticia de que Cataluña ha aprobado la venta directa de leche cruda. Esto es algo que se había prohibido en 1990 para evitar riesgos sanitarios. ¿Por qué se aprueba ahora? ¿No supone un riesgo para la salud? Abro un #hilo de la lechehttps://t.co/OiuGLoGJU0 pic.twitter.com/CGqxOofkxQ— Miguel A. Lurueña (@gominolasdpetro) 19 de julio de 2018
A mí
particularmente la leche no me vuelve loca y la poca que consumo es UHT
semidesnatada en brik. Confío en que la industria alimentaria
mantenga unos mínimos estándares de calidad y que las autoridades realicen
todos los controles sanitarios necesarios para que así sea. Unas garantías que
lamentablemente lo ‘natural’ no siempre reúne cuando se trata del proceso de conservación.
Es cierto que cuando vuelvo a mi tierra o visito cualquier otro pueblo, detecto
que la fruta y la verdura no saben igual, de hecho tienen sabor, mientras que la
que compramos en el súper es más insípida. No se me ocurre mejor campaña que
esa, animar a la gente a viajar y probar los productos locales, para fomentar la venta de
proximidad y la economía circular. Siempre, eso sí, que los productores hayan
tomado para su elaboración todas las precauciones que establecen las
autoridades.
Suena
bien eso de llevar una vida hippie y slow, subsistir consumiendo productos sin
procesar, recuperar la conexión con la tierra y regresar a la vida
natural. Yo sé lo que es. He pasado por ahí. Hace 40 años me
alimentaban con lo que recolectaban los labradores de la zona y nuestra despensa se animaba coincidiendo con las tradicionales matanzas. Vivíamos en una casa
sin calefacción, solo teníamos una estufa de butano, un brasero de carbón y
otro eléctrico. Todos estos medios empleados para mantenernos a una temperatura
digna los concentrábamos en la zona donde pasábamos más horas. Cuando se
acercaba el momento de ir a dormir, preparábamos unas bolsas de agua caliente y
echábamos a suertes a quién le tocaba subir a meterlas en cada una de las camas.
Era la única manera de ir caldeando las sábanas y no congelarnos mientras tratábamos de conciliar el sueño bajo tres capas de mantas.
Hoy
tengo calefacción de gas natural, la enciendo cuando tengo frío y disfruto de
lo que se llama confort. Crecí feliz y sana, sí, pero nunca renunciaría a la
vida tal y como ahora la conozco, a la evolución que está experimentando el
mundo y a los avances que el ser humano ha ido logrando. Lo siento, pero me
cuesta sintonizar con quienes se empeñan en ir para atrás y luchar contra el
progreso. Y si lo que está en cuestión es la supervivencia del planeta, estoy
convencida de que se puede conciliar el desarrollo con el respeto
medioambiental.
A
quienes abanderan este movimiento les pregunto si les gusta tener agua al abrir
el grifo; que salga caliente cuando les apetece una ducha; llegar en pocas
horas a su destino en un avión o un tren de alta velocidad; no pasar frío en
invierno ni calor en verano; llevar un reloj que les dé más que la hora; que ante una enfermedad, el hospital no repare en medios
tecnológicos para acertar con el diagnóstico y la cura; o disponer de un móvil con conexión a internet en
el lugar más recóndito del planeta para poder tuitear -y que lo sepa todo el mundo- que están
viviendo en contacto con la naturaleza, como sus ancestros. Y, cómo no, subir a la red una foto para demostrarlo. Todo muy natural.
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