Leyendo en qué se gastaron la comisión millonaria los empresarios que hicieron negocio con la pandemia en el Ayuntamiento de Madrid, me he dado cuenta de que no tengo madera de rica.
Con los seis millones de euros que, según la querella de la Fiscalía Anticorrupción, se llevaron Luis Medina y Alberto Luceño por conseguir mascarillas, guantes y test para la ciudad procedentes de una empresa malaya, se compraron un yate, tres relojes Rolex, una vivienda y varios vehículos de alta gama entre los que había un Ferrari, un Lamborghini, un Aston Martin y varios Mercedes.
La única inversión que veo razonable en lo que parece una carta a los Reyes Magos es la vivienda. Cuando hago cada semana la Primitiva y fantaseo con que me tocan unos millones, siempre pienso en mudarme a una casa mayor, tampoco demasiado, pensando en que luego me tocaría limpiar más. Porque así somos los de la clase media, que cuando imaginamos nuestra vida más acomodada, no soñamos con que tendremos personal de servicio.
Pero en mi lista de deseos nunca aparecen yates, ni relojes de marca, ni coches de alta gama. Como mucho, ese Audi o Tesla con el que uno se limita a soñar, porque a algunos nos suele parecer obsceno gastarnos en un coche lo mismo que nos costaría una casa en la España vaciada.
Esta que os escribe se gastaría la comisión en pagar los recibos del gas y la electricidad, la letra del coche y los impuestos. En viajar a destajo sin rastrear vuelos low cost ni hacer búsquedas en Booking filtrando por los hoteles más baratos. En elegir el menú de los restaurantes guiándome para mi apetito y no por mi cartera. En visitar periódicamente al fisio para mantener a raya mis contracturas y por ‘chapa y pintura’ por placer y para reconocerme en el espejo. En vestir ropa buena, de esa que te sienta como un guante y dura más de una temporada. En llenar la cesta de la compra con productos saludables sin mirar el precio. En suscribirme a todos los periódicos y plataformas de streaming. En ir al cine aunque no sea el día del espectador, sentarme en la mejor butaca para ver los últimos musicales y no perderme ni un concierto, aunque con lo que cuesta una entrada se pudiera pagar una pensión no contributiva. Incluso en compartir mi buena suerte con aquellos que son más desafortunados. Y, sobre todo, en dejar de trabajar o hacer cualquier cosa solo por obligación. En definitiva, en disfrutar realmente de los pequeños placeres de la vida.
Ahora que lo pienso, para ser comisionista y enriquecerte de forma fraudulenta en una situación tan crítica como la de la pandemia hay que valer. Como mínimo resulta imprescindible carecer de escrúpulos, y yo de eso, para bien o para mal, ando sobrada.