Un cáncer fulminante se ha llevado en dos meses a la primera figura de autoridad que conocieron mis hijos, por encima de sus propios progenitores. Se llamaba Roberto Arevalillo y era el conserje del colegio público Los Jarales de Las Rozas. Este buen hombre desempeñó un papel fundamental entre los 3 y los 12 años de vida de mis retoños y de todos los niños y niñas que han pasado por este centro en sus más de tres décadas de existencia.
Al poco tiempo de escolarizarles en Los Jarales, no recuerdo muy bien cuál de los dos chavales llegó a casa hablando del “director del colegio”. A su padre y a mí nos extrañó, porque creíamos que era una mujer la que dirigía el centro. Poco después entendimos que, para ellos, quien mandaba era Roberto. Él era quien les miraba las manos antes de entrar en el comedor para comprobar que estaban limpias y “no había ni virus ni bacterias”. Curiosamente, cuando había más jaleo y poco espacio donde sentarse, Roberto realizaba un examen de manos más concienzudo en la fila de espera y enviaba con mayor frecuencia a los escolares a lavarse mejor.
No he conocido a nadie con tanta capacidad memorística como para aprenderse el nombre y los dos primeros apellidos de todos y cada uno de los alumnos que han jugado en esos patios y bajado al trote esas escaleras.
Con una sonrisa permanente en la boca, Roberto era locuaz, ingenioso y siempre encontraba la palabra precisa en el momento adecuado. Cuando les mandaba hacer algo a los críos, no sonaba a ultimátum, pero la orden iba revestida con tal carga de autoridad, que la acataban sin rechistar.
Antes de que aterrizara el bilingüismo en el colegio, él ya había instaurado el ‘spanglish’ y como DJ no tenía precio. Mítica era su selección musical por megafonía y sus llamadas al “comedore”.
La Asociación de Padres y Madres del Colegio tenía un chollo con él. Nunca dejó de colaborar y echar una mano en cualquier cosa que necesitáramos. Allí estaba, al pie del cañón, a la hora de decorar el colegio para las fiestas de extraescolares e incluso atendiendo la barra de las bebidas. Le recuerdo siempre vestido con un polo de manga corta. Porque no le vi nunca con un abrigo, ni en lo más crudo del invierno. Como mucho, una chaqueta.
Para Roberto, las familias de los Jarales éramos sus familias, los niños eran sus sobrinos y el colegio era su casa. Nunca mejor dicho. Allí seguía viviendo con su mujer Merche, crió a su hija Mirella y malcriaba a su nieta Maia, mientras se acercaba el momento de la jubilación que no ha llegado a disfrutar. Nos ha dejado a los 61 años sin poder ir a darle un abrazo de despedida. Sé que hay intención de rendirle tributo en el recinto escolar donde pasó toda su vida. Algo así como un homenaje alegre a una persona alegre. Es lo mínimo que se merecía alguien que ha dejado tanta huella en tantas personas. Cuando llegó la noticia a nuestros móviles por WhatsApp, mi hijo solo fue capaz de preguntar “¿Pero es verdad?”. Lamentablemente, sí.