Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

sábado, 11 de septiembre de 2021

Heridos de espanto

A pesar de que el relato era de ciencia ficción, nos lo creímos. En principio no parece muy verosímil que ocho encapuchados acorralen a un joven homosexual a la puerta de una vivienda en plena tarde de domingo en el populoso barrio madrileño de Malasaña. Si además agreden a la víctima marcándole con una navaja la palabra maricón en un glúteo, la historia adquiere el grado de rocambolesca. 

Sí, vale. Era increíble. Y aún así, nos tragamos la historia. Yo la primera. Estamos tan curados de espanto -o más bien heridos de espanto-, hemos visto, escuchado y leído tantas barbaridades, que ya no nos sorprende nada, así que damos credibilidad a lo más inverosímil. 

Y es precisamente esa circunstancia la que demuestra que lo de menos es que un chico gay haya mentido para ocultarle a su pareja un escarceo sexual. La denuncia falsa, producto de un embrollo sentimental mal gestionado, no borra que tenemos un problema real, la LGTBIfobia. Ni tampoco resta verdad a un peligroso movimiento que se extiende como el Covid y que basa su filosofía en la creciente moda de atacar al diferente, al que no es como nosotros, sin más motivo que ese o, lo que es peor, por pura diversión. Porque sí, me temo que quienes practican esta violencia hallan en ella puro placer y hasta cierto desahogo. 

La cosa va de odiar al gay, al inmigrante, al rojo, al facha, a la mujer, al hombre, al viejo, al joven, al pobre, al rico, al de Vox, al de Podemos, al del Real Madrid, al del Barça… un amplio catálogo al gusto del consumidor poco tolerante. 

Pensábamos que esta corriente se limitaba a Twitter, ese paraíso de los haters en el que estos odiadores se revuelcan como los cerdos en el barro, donde da igual lo que digas que alguien se molestará y te atizará sin piedad. Pero lo cierto es que ya no se circunscribe solo al mundo virtual y está empezando a contaminar la vida real. 

La puñetera polarización en la que vivimos instalados también alienta esa tendencia. Los discursos incendiarios de unos y otros, el odio que destilan, incluso los representantes políticos, que deberían ser los que templaran gaitas, todo ello se traduce en un lamentable paisaje donde se está volviendo demasiado común eso de confrontar a la mínima y por cualquier cuestión. 

No creo que este hecho puntual vaya a perjudicar a todo el colectivo homosexual, que solo reivindica su derecho a caminar por la calle sin miedo. Ni tampoco pienso que vaya a desembocar en que se ponga en duda cada denuncia de delito de odio que se presente en España. Y son bastantes, 610 solo en el primer semestre de este año, en su mayoría por racismo, ideología y orientación sexual, según datos del Ministerio del Interior, que certifica un aumento del 9,3 por ciento respecto del mismo periodo de 2019. Como tampoco vamos a cuestionar las denuncias de maltrato o negar que exista la violencia machista porque haya un mínimo porcentaje de acusaciones falsas en un país donde desde 2003 han sido asesinadas por sus parejas o exparejas 1.111 mujeres. 

No quiero terminar sin entonar el mea culpa por mi condición de periodista. Los medios deberíamos ser los primeros en tratar con tanta cautela como sensibilidad cualquier denuncia, más cuando se trata de delitos de odio, y ser muy escrupulosos con la información que compartimos. No nos toca a nosotros sumarnos a la corriente del #YoSíTeCreo, sino limitarnos a trasladar con rigor los detalles de la investigación sin olvidar nunca el ‘presunto’.

martes, 17 de agosto de 2021

Mi experiencia en un ‘Todo incluido’

Siempre me pareció una horterada lo del ‘Todo incluido’ de los hoteles. Por mi trayectoria vacacional, lo relacionaba con familias poco aventureras, marcadas por el pecado capital de la gula, que no salían del recinto durante toda su estancia y se pasaban las horas picoteando aperitivos con una cerveza en la mano, mientras sus retoños se ponían ciegos a helados. 

Cuando mis hijos eran pequeños recuerdo cómo miraban con una mezcla de envidia y deseo a aquellos niños que llevaban la pulserita que te señala como el afortunado que no paga nada porque ya lo ha pagado todo. Cuando se los cruzaban por las instalaciones el hotel relamiéndose después de empalmar un helado con otro, mis herederos automáticamente reclamaban sus derechos. Entonces había que emplearse a fondo para quitarles la idea de la cabeza. “Quizá más tarde, mejor otro tipo de helado que no sea industrial, no es bueno comer tanto dulce… “. Todo para terminar admitiendo ante ellos que esos niños que se cruzaban siempre comiendo gusanitos, patatas fritas o un Frigopié, podían pedir lo que quisieran porque sus padres habían contratado una tarifa para eso. Acto seguido, los micos nos abofeteaban con la gran pregunta: por qué nosotros no habíamos elegido lo mismo. Por aquel entonces éramos más jóvenes, conservábamos tanta capacidad dialéctica como paciencia y sabíamos torear con arte sus caprichos. Así que la sangre nunca llegaba al río y terminábamos nuestra estancia en ‘Alojamiento y desayuno’ o ‘Media pensión’ sin mayores contratiempos. 

Con todo, se nos quedó grabado ese brillo en los ojos de nuestros hijos deseando la infancia de los niños del ‘Todo incluido’. Así que, después de un año sin viajes ni excesos por los cierres perimetrales que nos dejó la pandemia, cuando nos pusimos a planificar estas vacaciones, decidimos darnos un homenaje y elegir un hotel a todo trapo al lado del mar. No os equivoquéis, el establecimiento era un cuatro estrellas normalito de la Costa Dorada plagado de franceses maleducados, es decir, lo que nuestra economía familiar se puede permitir. 



El caso es que por fin el chaval podría tomarse un helado o una Coca-Cola cuando le saliera del nardo sin tener que mendigarnos, y la mujercita, merendar lo que le apeteciera o probar la sangría de la casa a la luz de la luna. La idea sobre el papel prometía. Lamentablemente llegaba con al menos seis años de retraso. Mis hijos ahora son adolescentes en transición a la edad adulta y están en otro momento vital. Concretamente en el de llevarnos la contraria. El dichoso ‘Todo incluido’ ya no les hace gracia. Mucho menos con nosotros. De hecho, más bien parece avergonzarles. Así que, en la práctica, nos hemos pasado los seis días azuzándoles, con poco éxito, a consumir a deshoras para amortizarlo. 

Debo decir que su padre y yo misma nos sobramos para justificar el desembolso y dar buena cuenta de las bondades del servicio. Por no mencionar que la diferencia de precio con el régimen de ‘Pensión completa’ se compensa en cuanto no te toca abonar a parte las bebidas de las comidas del bufet. Si a eso le añades el aperitivo al borde de la piscina, el café de las cinco camino de la playa, el antojo del helado y alguna copa después de cenar mientras observas horrorizado la animación del hotel, la cuenta te sale a favor. 

Coincido con mis hijos en que lo peor del ‘Todo incluido’ es tener que ir marcado con la pulserita de marras. A eso le añadiría la sensación, probablemente injustificada, de que el personal te mira y piensa “Ahí viene el zampabollos”. Puede que tenga que ver con el poco civismo que demuestran algunos huéspedes en este régimen de alojamiento, personas que sin pudor acaparan comida como si hubieran anunciado una catástrofe nuclear para terminar abandonándola sobre una mesa con destino a la basura. He sido testigo. 

Quizá sea producto de mi paranoia de mujer de clase media, pero he tenido la impresión de que los camareros tratan distinto a los de la pulsera y han sido aleccionados para que no salgan ganando ellos sino el hotel. Pequeños detalles, como la elección de unas marcas y no otras a la hora de servir la consumición o de un tamaño inferior al de pago te arrastran a ser malpensado. 

No sé cómo será en el resto de hoteles, pero en el que nos alojamos nosotros el bar tenía una zona en la barra con grifos de autoservicio en los que el propio cliente podía servirse cerveza, sangría y todo tipo de refrescos al gusto. Sólo cuando se trataba de combinados o platos de aperitivos necesitabas la asistencia del barman. 

El peligro más evidente de este tipo de régimen de alojamiento es que si eres glotón y no tienes mucha fuerza de voluntad, el bufet de las comidas te incita a comer más de la cuenta. Además, la monotonía culinaria que te invade tras dos o tres días teniendo que elegir entre la misma variada oferta solo se combate cayendo en la tentación de terminar probando un poco de cada cosa. Si además asocias el calor del verano a la cerveza fresquita, el grifo de autoservicio tiene mucho peligro. 

Hay que decir que, aunque lo llamen todo incluido, no todo está incluido. Algunos productos llevan un suplemento. De modo que constantemente, cuando vas a pedir a la barra fuera de las horas de comedor, te miran la muñeca y proceden a informarte de lo que puedes tomar libremente y lo que no, por si no te has aprendido de memoria los cuatro folios con la lista de productos free y semi-free que te proporcionan junto con la tarjeta de la habitación el día de tu entrada en el hotel. 

Otro inconveniente o ventaja, según se mire, es que el ‘Todo incluido’, igual que la ‘Pensión completa’, te priva de frecuentar la hostelería del lugar. Qué sentido tiene contratar este régimen si luego vas a salir a comer, cenar o picotear fuera del hotel. También limita la exploración del entorno a lugares en un radio de acción próximo, que te permita estar de vuelta dentro de las horas establecidas para comer o cenar. Así que imagino que quien no tiene mayor aspiración que dormir, comer, beber, broncearse y lo que surja, todo en el mismo lugar, considerará ideal este plan. 

En resumen. La experiencia está curiosa y solo he vuelto con dos kilos de más gracias al ejercicio mañanero. Aunque creo que ha sido la primera y última vez. Dudo que repita. A no ser, quién sabe, que algún día me inviten a un hotel del Caribe.

viernes, 6 de agosto de 2021

Vacaciones

Hablemos claro. Lo mejor de tener trabajo son las vacaciones. Vale, el sueldo tampoco se desprecia, sobre todo si es digno. Pero la felicidad de poder aparcar temporalmente la faena y seguir cobrando es muy superior. 

Suena muy bien eso de que el trabajo dignifica, aunque convendréis conmigo en que poder hacer lo que te dé la gana, incluso no hacer absolutamente nada, en vez de verte obligado a ceñirte a unas obligaciones y un horario, es un placer incomparable. Aunque con matices. 

Llevo consumidos cinco días de mis vacaciones y ya me empieza a invadir la angustia por si no estaré aprovechando convenientemente mi tiempo de descanso. Te pasas todo el año deseando tener días libres para hacer todo aquello que vas aparcando por falta de tiempo, o porque te ahoga la cotidianidad, y cuando llega ese momento no sabes por dónde empezar. 


Leer como si lo fueran a prohibir. Devorar podcasts. Adormilarte tumbada a la sombra. Remojarte en la piscina hasta que se te arrugue la piel de los dedos. Coleccionar puestas de sol con un tinto de verano en la mano. Follar como si tuvieras 25 años. Viajar para averiguar qué hay fuera de tu burbuja. Recargar la batería unos días junto al mar. Redecorar, pintar u ordenar tu espacio vital al ritmo de una lista de Spotify. Desprenderte de aquello que llevas sin necesitar más de una década. Hacer escapadas gastronómicas. Descubrir azoteas. Visitar exposiciones. Quedar con amigos con los que nunca terminas de quedar… 

Son tantas cosas y tan inabarcables que, a medida que avanza tu tiempo de descanso, vas rebajando expectativas y solo aspiras a desconectar durante unas semanas sin estrés, sin prisas, sin mirar el reloj, sin despertador, sin malos rollos y, sobre todo, sin costumbres asociadas al periodo laboral, en mi caso, escribir. Y aquí me tenéis, rompiendo las primera de las condiciones innegociables.

lunes, 19 de julio de 2021

El sistema no perdona los errores

Como dicen que de los errores se aprende, hoy voy a contaros la historia de un error que veremos si se traduce en aprendizaje.

Cuando solicitas plaza para estudiar una carrera universitaria en el llamado Distrito Único y Abierto de Madrid hay que confeccionar una lista con tus preferencias independientemente de a qué universidad pertenezca la facultad en la que te gustaría estudiar. Se supone que debes aspirar a entrar en grados con una nota de corte inferior a la nota obtenida en la Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU). Pero como la esperanza es lo último que se pierde, pones el grado de tus sueños como primera opción, aunque sea Biotecnología en la Universidad Politécnica de Madrid, con solo 88 plazas y una nota de corte de 13,295, mientras que tu calificación de la EBAU es un 12,811. Sí, 0,4 inferior. 

Todo lo haces muy deprisa, porque el adulto responsable en este salto del Bachillerato a la Universidad es tu profesora de la materia en la que has encontrado tu camino, la Química. Porque has tenido una epifanía y en el futuro te ves dedicada a la investigación en un laboratorio, por ejemplo, de genética. 

Entonces te pones a solicitar la lista de carreras por orden de preferencia pensando que, de esa lista de diez, seguro que te llaman de aquellas para las que te da la nota y puede que, si los aspirantes de las otras son peores que tú, incluso te seleccionen en alguna de las difíciles. Por soñar, que no quede. Así que cometes el error de poner en los tres primeros puestos tres carreras con una nota de corte superior a la tuya y a partir de la cuarta, sin pensar bien el orden, otras que intuyes, sin ahondar en ello, que te asegurarán pasar tiempo en un laboratorio. 

Pero resulta que llega el día en que te tienen que contactar las universidades para decirte que cuentan contigo y te choca que solo te envíen mensaje de una, de la cuarta opción, a pesar de que tienes también nota para entrar en las siguientes. Y de repente te enteras de cómo funciona realmente el sistema. Tan solo te dan admisión a un grado, el primero para el que tengas nota de corte suficiente. Del resto, olvídate. Es decir, el orden de elección era más que importante, pero eso nadie te lo había dicho y tú tampoco te habías detenido a leer bien las instrucciones ni habías investigado lo suficiente sobre cada una de las opciones. Estabas a otras cosas, por ejemplo, a repetir la EBAU para sacar aún mejor nota por recomendación de tu profesora, aunque supusiera arañar solo unas décimas y tener menos vacaciones que tus amigos. 

Entonces se te cae el mundo encima porque el grado en el que has sido admitida es Ingeniería Química, que no sabes ni por qué lo pusiste en cuarto lugar. Podías haber seleccionado por encima Bioquímica o Farmacia, que tenían más que ver con tus intereses. Pero no. Todo lo hiciste demasiado rápido y mal. La has cagado y el sistema no perdona los errores. Te lo dicen bien claro cuando contactas con la Universidad: “El orden de preferencia es para la adjudicación de plazas, en este momento no se puede hacer ningún cambio de opción”. Como solución, te ofrecen matricularte en ese Grado que no quieres y tratar de superar un número de créditos mínimo para solicitar luego un traslado de expediente. Sin embargo, ahora sí, has consultado a fondo en qué consiste esa carrera y te das cuenta de que casi no tiene asignaturas en común con la que tú deseas y que para conseguir créditos que te permitan ese traslado las va a pasar canutas, por no decir putas. 

Así que ves que ya solo quedan tres opciones: estudiar algo que no quieres, rechazarlo y jugártela apuntándote a las listas de espera de las dos únicas titulaciones que te permite el sistema o peregrinar por las universidades privadas donde con suerte a estas alturas encuentres una plaza que vacíe la hucha familiar.


En esta tesitura se encuentra mi hija y en parte me siento responsable. Ahora empiezo a darme cuenta de las consecuencias de haber sido una madre helicóptero o cualquiera de las otras versiones de hipermadre que manejan los expertos. Sí, lo asumo, a lo mejor durante la crianza me he pasado de sobreprotectora. Quizá he tendido a facilitarles demasiado las cosas, allanarles el camino, ayudarles a salvar obstáculos… Puede que, de tanto quererles, haya terminado haciéndoles daño. Porque el resultado es que les he convertido en personas más dependientes que autónomas, inseguras y con baja tolerancia a la frustración. 

Cuando alcanzó los 18 años, entendí que había llegado el momento de soltar un poco las amarras. Es decir, mi función pasaría a ser la de acompañamiento, no la de tutoría. Esperaba que ella fuera espabilando poco a poco, que tuviera iniciativas relacionadas con la mayoría de edad más allá de comprar alcohol en el Mercadona, pedir un tinto de verano en un bar o irse de viaje con los amigos. 

Confiaba en que investigara sobre las posibilidades que se le ofrecían en el plano universitario. Que revisara todas las opciones que tenía. Que pensara en planes B, C o D para afrontar un más que probable fracaso a la hora de conseguir plaza en el muy demandado Grado que deseaba cursar. Que brujuleara alternativas y que incluso curioseara en la oferta de universidades privadas por si, en último extremo, su corazón le decía que la Biotecnología era su camino y tenía que tomarlo, costara lo que costara. 

Daba por hecho que así sería, de modo que me mantuve al margen del proceso. Supuse que tenía toda atado y bien atado. Que había leído bien las instrucciones. Que sabía perfectamente los pasos que debía seguir y cómo operar en este trance tan fundamental para la vida de cualquiera, ese momento en el que uno elige su futuro. 

Pero resulta que no. Y un error de principiante despistada puede traducirse en que una alumna, a mi entender brillante, concienzuda y trabajadora, que se ha pegado un curso de estudio salvaje, que se ha sometido no a una, sino a dos EBAU decidida a mejorar todavía más, pueda quedarse sin nada que estudiar el próximo curso mientras se flagela por su estupidez. 

Quizá el tono de este post me ha quedado demasiado melodramático. No sabemos cómo acabará este episodio. En todo caso, no pasa nada por retrasar un año la entrada en la Universidad. Hay un montón de alumnos que se toman un año sabático al terminar Bachillerato y viajan por el mundo o se apuntan a voluntariado. También los hay que comienzan los estudios con los que habían soñado y luego descubren que cualquier parecido con sus sueños eran pura coincidencia. Hay miles que anulan matrícula antes del segundo semestre. No es poco frecuente tampoco encontrar profesionales dedicados a una actividad que nada tiene que ver con sus estudios. Da tantas vueltas la vida y son tantas las variables que escapan de nuestra voluntad, que no tiene sentido convertir esto en un drama. Sí, lo sé, pero no puedo evitar que me dé mucha rabia que todo el esfuerzo no haya merecido la pena y, sobre todo, que el sistema no te permita corregir un error. 

Voy más allá, porque el caso de mi hija no es único. Lo más lamentable es que animemos a los jóvenes a ir a la universidad para luego cercenar vocaciones y generar frustración en el amplio porcentaje de aquellos que nunca conseguirá plaza en lo que desearía estudiar.

domingo, 11 de julio de 2021

Carne de cañón

Lo que me demuestra el follón que se ha montado con el vídeo de Alberto Garzón y la carne es lo mucho que os afecta lo que diga un ministro. Pueden venir todos los médicos del mundo a explicaros que la ingesta en exceso de carne roja y procesada se relaciona con la propensión a desarrollar ciertas enfermedades. Os da lo mismo. Pueden llegar los más insignes científicos a detallaros los efectos perniciosos de la ganadería industrial sobre el medio ambiente. Directamente os la refanfinfla. Pero aparece de repente el ministro de Consumo en un vídeo diciendo exactamente lo mismo, incluso más suavizado, y os lleváis las manos a la cabeza y el colmillo a su yugular. 
Del vídeo de Garzón se pueden comentar muchas cosas, desde que es un poco largo, repetitivo y falto de ritmo en los tiempos que corren, hasta que resulta cómico escucharle hablar de flatulencias de las vacas o ‘permitirnos’ una barbacoa de vez en cuando si compensamos luego con un tiempo de ensaladas. Pero lamento deciros que el mensaje de fondo es algo incuestionable: el consumo excesivo de carne no es bueno para la salud ni para el medio ambiente. 

Aquellos que os quejáis de que se os diga lo que tenéis que hacer y censuráis lo que denomináis “intervencionismo de la izquierda en los hábitos de consumo de los ciudadanos”, deberíais saber distinguir entre una recomendación y una prohibición. 

No ha dicho que se prohíba la carne. Ha sugerido que no comamos tanta. No ha cargado contra los ganaderos, sino que ha alertado de los perjuicios de la ganadería intensiva. Lo que propone es mejorar la dieta para mejorar nuestra salud y la del planeta, porque “menos carne es más vida”. 

El ministro os puede caer mejor o peor, os puede parecer más o menos merecedor de un Ministerio, pero en este caso no creo que sus palabras sean para provocar ningún cataclismo social. 

Soy carnívora desde pequeña y tengo amigas de toda la vida dedicadas al sector. Adoro comer carne. Entre una hamburguesa jugosa y una menestra no tengo dudas. Ante la disyuntiva carne o pescado, me quedo con lo primero, que no tiene espinas. Una barbacoa es para mí la felicidad y la disfruto cuando toca, que suele ser una o dos veces al año, por lo general en verano. Puede que sea por eso, porque suele resultar algo puntual y extraordinario, que la vivo como una fiesta. Imagino que si fuera mi menú de cada día perdería el interés, incluso llegaría a detestarla. 


El resto del tiempo como carne, sí, no solo roja, y todavía más de la que recomienda la OMS, lo confieso, algo que tengo que corregir. Pero también me alimento de pescado, verduras y frutas de temporada, huevos, legumbres, arroz y pasta. Así que lo que ha dicho el ministro ni me sorprende ni me altera. Al contrario que los que han puesto el grito en el cielo y la foto de la barbacoa a la salud de Garzón en Twitter, tienen más efecto en mí las palabras de los expertos que las de los políticos. Esas son las que me influyen y las que de verdad me motivan a cuidar mis hábitos de consumo por mí y por el planeta. De los políticos espero que legislen buscando el beneficio colectivo y poniendo los intereses de los ciudadanos por delante de los suyos propios. 

No se me olvidará cómo muchos se echaban las manos a la cabeza con la entrada en vigor de la Ley antitabaco en 2006, cuando Zapatero tuvo la ‘osadía’ de prohibir fumar en los bares y en los centros de trabajo. Después de quince años no creo que haya nadie que no le esté agradecido a él y a la entonces ministra de Sanidad, Elena Salgado, por sacar adelante esta medida que, aunque no ha reducido las tasas de fumadores, al menos ha sacado el humo de los espacios públicos cerrados.

Ya sé que no es comparable, pero aquello sí que fue una medida política tomada con todas las de la ley. Esto de la carne se queda en simple sugerencia, una recomendación nacida de la reflexión de un ministro, no de un real decreto ley de un Consejo de Ministros. No llega siquiera al mensaje “Beba con moderación” de las bebidas alcohólicas o el “Fumar mata” del paquete de tabaco. 

En todo caso, ya sois mayorcitos para decidir si queréis convertiros en carne de cañón y jugar a la ruleta rusa de contraer una enfermedad asociada a todos estos malos hábitos. 

Quedáis avisados. Ahora, si queréis, sois libres de rendiros al imbatible chuletón al punto de Pedro Sánchez las veces que os apetezca.