Contemplo un vídeo en el que un grupo de salvajes agrede y patea a una chica a la puerta de un bar, mientras la información subraya que detrás de tanta violencia había motivos ideológicos, como si eso sirviera para justificar o mitigar la gravedad de lo visto. No me importa quienes son ni unos ni otros, me basta con detectar un claro desequilibrio.
Hace unos días se difundía otro vídeo de un partido de fútbol juvenil en Canarias. El espectáculo no estaba en el campo y en los chavales que corrían tras el balón, sino en la grada, donde la discusión de dos padres sobre los lances del juego terminó en pelea a puñetazos, para bochorno del resto de público.
Se publica que la policía catalana investiga la violación por turnos de una chica ocurrida en plena calle en Girona el fin de semana pasado. Y me acuerdo del Prenda y sus compañeros de polvos redondos.
Recibo levemente esperanzada -aunque espero bastante poco- la noticia de que la Fiscalía va a estudiar si existe delito en los tuits que algunos monstruos sin corazón, la mayoría anónimos, publicaron tras la muerte de Bimba Bosé aludiendo a la despedida en redes sociales de su tío Miguel, y que, por supuesto, no voy a reproducir porque me sube la tensión.
Veo todo esto y lo que me rodea a diario -discusiones de tráfico, peleas por el puesto en una cola, insultos desproporcionados contra quien piensa distinto, intimidación y amenazas, indefensión aprendida, violencia gratuita- y me pregunto cómo es posible que la raza humana aún no se haya extinguido.
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