Era
sagrado. Los viernes en casa se veía el Un,
dos, tres. Después de cenar, nos sentábamos toda la familia frente al
televisor en blanco y negro. Éramos seis y no teníamos sofá, solo dos pequeños
sillones de escay y una butaca alta reservada para la abuela. El resto eran
sillas. Así que yo prefería verlo tirada en el suelo, desde una posición inferior,
como adorando aquel artefacto mágico.
Jugábamos
a ser más listos que los concursantes.
-“Por
25 pesetas cada una, ciudades españolas que empiecen con la letra S, como por
ejemplo Sevilla. Un, dos, tres, responda otra vez”.
-“Sevilla,
Salamanca, Soria, Segovia, Santander… “.
-“¡Campana
y se acabó!”
-“Son
cinco respuestas acertadas por 25 pesetas cada una, 125 pesetas”.
Antes
que a Mayra Gómez Kemp con su risa contagiosa, recuerdo al primero de sus
presentadores, Kiko
Ledgard, famoso por algunas de sus excentricidades, como llevar varios relojes
de muñeca. Inolvidable también Don Cicuta, y la voz de los supertacañones. Cómo
obviar a las bellas azafatas con sus enormes gafas redondas sin cristales, calculando
lo ganado o presentando a los concursantes: “Conchita y Pepe, son amigos y
residentes en Madrid”. Desde entonces todos éramos amigos y residentes en
alguna parte.
Yo
era un mico con una edad de solo una cifra y vivía intensamente el concurso, desde
la parte de preguntas y respuestas, hasta la eliminatoria que ponía a prueba la
habilidad de las dos parejas que menos habían acertado. Aunque el espectáculo llegaba con la subasta,
donde el premio más codiciado solía ser “un fabuloso apartamento en Torrevieja
(Alicante)”, ciudad que se convirtió en el paraíso para el imaginario colectivo.
Los concursantes también se volvían locos cuando les tocaba un coche, siempre
un Seat, que no supimos si era rojo, verde o azul hasta que llegó el color a
las 365 líneas.
En
mi memoria permanecen indelebles la calabaza Ruperta, tan temida por los
concursantes pero que a mí me resultaba muy simpática; el “hemos venido a
jugar”, pronunciado por alguno de los participantes justo antes de quedarse con la
tarjeta que escondía un asco de premio; el “hasta aquí puedo leer” de Mayra
que dejaba a los finalistas con la miel en los labios, a punto de descubrir la
pista que les debía ayudar a elegir el mejor regalo; o los gags cómicos de Bigote Arrocet, Ozores,
Raúl Sender, la Bombi…
Cuando en la tele solo había dos canales, no se medían tanto las audiencias y nadie imaginaba que algún día existirían Netflix o Internet, el recientemente fallecido Chicho
Ibáñez Serrador inventó un entretenimiento que ha dejado honda huella, no
solo en la historia de la creación televisiva en este país, sino también en la
memoria de los que podemos presumir de haber tenido una infancia y recordarla gracias
a Chicho.
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