De
tanto en cuanto convertimos en noticia conflictos escolares relacionados con el
uso del uniforme en centros privados y concertados. Mayoritariamente suelen tener
su origen en la falda
como atuendo obligatorio para las chicas. Ese es el caso de la última cruzada emprendida en un colegio de
Madrid.
Lo
que me extraña es que las movilizaciones no respondan al propio uso del
uniforme. No entiendo por qué estudiar en un colegio ‘elitista’ debe llevar
aparejada una determinada forma de vestir. Entendedme, sí alcanzo a ver que es
una manera de distinguir la marca y diferenciarse del resto, pero me parece muy
básica. En mi opinión, resulta mucho más efectiva la estrategia de los datos,
es decir, asentar la reputación del centro en los excelentes resultados
académicos de sus alumnos, no en vestirlos a todos de verde o de azul.
Al
hablar del uniforme siempre se confrontan pros
y contras, pero yo no le veo las ventajas. Directamente soy contraria y
hablo con conocimiento de causa. En mi infancia fui a un colegio de monjas,
femenino y concertado, en el que teníamos que ir vestidas con uniforme y, cómo
no, con falda. Yo soñaba con vestirme con mi pantalón de peto de cuadros y pata
campana, pero tenía que ponerme cada día esa falda tableada, ese polo blanco
que picaba, esa chaqueta azul marino monjil, esos calcetines que debían ir por
debajo de la rodilla y yo siempre llevaba por los tobillos, y esos mocasines
oscuros. Era triste a más no poder. E incómodo. Si a la hora del patio querías
correr, saltar a la comba o jugar al churro estabas condenada a enseñar la ropa
interior. El día que teníamos gimnasia era inmensamente feliz porque tocaba
llevar pantalón de chandal, aunque el modelo tampoco fuera para tirar cohetes. Al
final de mi etapa de EGB, el centro experimentó una apertura, permitió la
entrada de chicos y eliminó el uniforme. ¡Qué liberación!
Dicen
los partidarios que el uniforme homogeneiza. ¡Venga ya! En mis años de colegio,
aunque íbamos todas vestidas igual, resultaba evidente quién ‘manejaba’ y quién
no. Se distinguía por el paño de la falda, la etiqueta de la chaqueta, la piel
de los zapatos, la lana de los calcetines, el lazo de raso de la coleta o
simplemente por la seguridad con que interactuaban las que estaban por encima
del resto. Tampoco parecía que lleváramos la misma ropa. Mientras
que la percha de algunas les permitía lucir con gracia ese uniforme de monja
seglar, a otras no les favorecía en absoluto. Vamos, que las primeras parecían
Julie Andrews en ‘Sonrisas y Lágrimas’ y las otras, Gracita Morales en ‘Sor
Citroen’.
Otro
de los argumentos que esgrimen las madres que se posicionan a favor del
uniforme es que les evita pensar qué ponerles cada día a los chavales. Francamente,
van a disculparme, pero eso es una chorrada. ¿Pensar? ¿Qué hay que pensar? Con pillar
del armario ropa deportiva o cualquier pantalón y camiseta, van que chutan. Además,
no ha nacido el niño que vuelva del colegio sin una mancha en la ropa, lo que
obligaría a tener varios uniformes de repuesto.
Lo del uniforme ya no se circunscribe solo a la educación privada o concertada.
Atendiendo a la petición de algunas familias, la APA del colegio
público en el que estudiaban mis hijos ofreció hace unos años la
posibilidad de implantar un modelo de uniforme voluntario. Y la respuesta que
obtuvieron fue sorprendente. Numerosos padres se interesaron por la propuesta y
sospecho que en su decisión inconscientemente había mucho de imagen. Admitidlo,
cuando veis a niños vestidos de uniforme, lo primero que pensáis es que van a un
buen colegio de pago. ¿A que sí? No en si los padres renuncian a devanarse los
sesos cada mañana a la hora de elegir la ropa con la que irán al colegio.
Todos
somos distintos, cada uno con su propìa personalidad, y nuestro atuendo
también contribuye a crear la imagen que queremos dar de nosotros mismos. Cuando
veo a mi hija y a sus amigas comprarse la misma camiseta, cuando me cruzo con
familias cuyos hijos van vestidos exactamente igual o, lo que es peor, cuando comparten
adultos y niños el mismo modelo, como si los padres buscaran un ‘mini-yo’… me da urticaria. Aunque más rabia me da coincidir
en un lugar público con alguien que lleva puesta la misma ropa que yo en ese
momento, algo muy fácil teniendo en cuenta que siempre son las mismas tiendas
de las mismas cadenas las que acaparan todas las zonas comerciales.
Qué
manía con ser iguales. Si en la diversidad está la gracia. Creo que uniformarnos
nos hace perder la singularidad para convertirnos en parte de un grupo. Dejemos
el uniforme para los bomberos, la policía, los equipos de emergencia, los
jugadores del mismo equipo de fútbol o el personal de un establecimiento
comercial, para que cualquiera que los necesite los identifique claramente.
Pero uniformar a los escolares, a mi entender, es innecesario. Que vayan con vaqueros,
pantalón de tergal, chándal o falda, si les da la gana, no porque lo disponga
el uniforme establecido.
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