Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

domingo, 11 de julio de 2021

Carne de cañón

Lo que me demuestra el follón que se ha montado con el vídeo de Alberto Garzón y la carne es lo mucho que os afecta lo que diga un ministro. Pueden venir todos los médicos del mundo a explicaros que la ingesta en exceso de carne roja y procesada se relaciona con la propensión a desarrollar ciertas enfermedades. Os da lo mismo. Pueden llegar los más insignes científicos a detallaros los efectos perniciosos de la ganadería industrial sobre el medio ambiente. Directamente os la refanfinfla. Pero aparece de repente el ministro de Consumo en un vídeo diciendo exactamente lo mismo, incluso más suavizado, y os lleváis las manos a la cabeza y el colmillo a su yugular. 
Del vídeo de Garzón se pueden comentar muchas cosas, desde que es un poco largo, repetitivo y falto de ritmo en los tiempos que corren, hasta que resulta cómico escucharle hablar de flatulencias de las vacas o ‘permitirnos’ una barbacoa de vez en cuando si compensamos luego con un tiempo de ensaladas. Pero lamento deciros que el mensaje de fondo es algo incuestionable: el consumo excesivo de carne no es bueno para la salud ni para el medio ambiente. 

Aquellos que os quejáis de que se os diga lo que tenéis que hacer y censuráis lo que denomináis “intervencionismo de la izquierda en los hábitos de consumo de los ciudadanos”, deberíais saber distinguir entre una recomendación y una prohibición. 

No ha dicho que se prohíba la carne. Ha sugerido que no comamos tanta. No ha cargado contra los ganaderos, sino que ha alertado de los perjuicios de la ganadería intensiva. Lo que propone es mejorar la dieta para mejorar nuestra salud y la del planeta, porque “menos carne es más vida”. 

El ministro os puede caer mejor o peor, os puede parecer más o menos merecedor de un Ministerio, pero en este caso no creo que sus palabras sean para provocar ningún cataclismo social. 

Soy carnívora desde pequeña y tengo amigas de toda la vida dedicadas al sector. Adoro comer carne. Entre una hamburguesa jugosa y una menestra no tengo dudas. Ante la disyuntiva carne o pescado, me quedo con lo primero, que no tiene espinas. Una barbacoa es para mí la felicidad y la disfruto cuando toca, que suele ser una o dos veces al año, por lo general en verano. Puede que sea por eso, porque suele resultar algo puntual y extraordinario, que la vivo como una fiesta. Imagino que si fuera mi menú de cada día perdería el interés, incluso llegaría a detestarla. 


El resto del tiempo como carne, sí, no solo roja, y todavía más de la que recomienda la OMS, lo confieso, algo que tengo que corregir. Pero también me alimento de pescado, verduras y frutas de temporada, huevos, legumbres, arroz y pasta. Así que lo que ha dicho el ministro ni me sorprende ni me altera. Al contrario que los que han puesto el grito en el cielo y la foto de la barbacoa a la salud de Garzón en Twitter, tienen más efecto en mí las palabras de los expertos que las de los políticos. Esas son las que me influyen y las que de verdad me motivan a cuidar mis hábitos de consumo por mí y por el planeta. De los políticos espero que legislen buscando el beneficio colectivo y poniendo los intereses de los ciudadanos por delante de los suyos propios. 

No se me olvidará cómo muchos se echaban las manos a la cabeza con la entrada en vigor de la Ley antitabaco en 2006, cuando Zapatero tuvo la ‘osadía’ de prohibir fumar en los bares y en los centros de trabajo. Después de quince años no creo que haya nadie que no le esté agradecido a él y a la entonces ministra de Sanidad, Elena Salgado, por sacar adelante esta medida que, aunque no ha reducido las tasas de fumadores, al menos ha sacado el humo de los espacios públicos cerrados.

Ya sé que no es comparable, pero aquello sí que fue una medida política tomada con todas las de la ley. Esto de la carne se queda en simple sugerencia, una recomendación nacida de la reflexión de un ministro, no de un real decreto ley de un Consejo de Ministros. No llega siquiera al mensaje “Beba con moderación” de las bebidas alcohólicas o el “Fumar mata” del paquete de tabaco. 

En todo caso, ya sois mayorcitos para decidir si queréis convertiros en carne de cañón y jugar a la ruleta rusa de contraer una enfermedad asociada a todos estos malos hábitos. 

Quedáis avisados. Ahora, si queréis, sois libres de rendiros al imbatible chuletón al punto de Pedro Sánchez las veces que os apetezca.

sábado, 26 de junio de 2021

Realidad y ficción

No he necesitado más que un capítulo de la nueva temporada de la serie Élite para notar que resultaría muy oportuno incorporar un aviso al comienzo de cada episodio recordando a los espectadores que lo que van a ver es ficción y que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Los adultos no necesitamos esa aclaración, por supuesto, pero a los chavales que tienen la edad que representan los protagonistas de la historia no les vendría mal. 

Es más, nos harían un favor a los padres de adolescentes que siguen la trama en la pantalla y se dejan llevar por la tentación de pensar que aquello que ocurre en la serie debería estar pasándoles a ellos. Ayudaría a hacerles comprender que, aunque los protagonistas encuentran lío en ‘cero coma’ y se dediquen más al sexo que a las matemáticas, eso no significa que ellos vayan a tener la misma suerte. O que si las chicas salen por ahí vestidas con diseños más apropiados para gogós de discoteca que para alumnas de instituto, eso no convierte su atuendo en el más práctico para moverse por la vida. 


Me sorprende la sexualización extrema a la que se somete a los y las menores en algunas series de ficción y que siempre planea en sus relaciones cuando interactúan. Lo peor es que se transmite a la vida real y cada vez es más común ver a crías de 12 años paseando por ahí su inocencia ‘disfrazadas’ de Julia Roberts en Pretty Woman y a niños de 13 fantaseando con imitar lo que han visto en alguna pantalla. 

No solo la ficción o la industria del entretenimiento es responsable de este sinsentido. El mundo de la moda también contribuye a crear unos estereotipos enfermizos. El último ejemplo ha levantado tal polvareda que hasta una organización de consumidores ha intervenido para pedir su retirada. Me refiero a un bikini para niñas de 5 años con relleno para simular el pecho. 

Insistimos en acelerar la vida, anticipar lo inevitable, para luego, con los años, tratar de retrasar el paso del tiempo y conjurarnos contra la edad. No hay quien nos entienda. 

Hay otra serie que se sitúa en las antípodas de Élite. También es ficción, pero llegas a creértela. Se llama Mare of Easttown y se puede encontrar en HBO. Tanta discusión sobre el aspecto físico de su protagonista, Kate Winslow, me despertó la curiosidad, así que la vi. Lo que llama la atención, y de ahí la polémica, es que la actriz, de 45 años, aparece con barriga, arrugas, despeinada y sin maquillar. Como resumirían algunos, “vieja y gorda”. La caracterización está extraordinariamente conseguida. Sobre todo, porque es muy natural, muy real, muy creíble. Si vas camino de los 50, como Kate, o ya los has pasado, como yo, hay que hacer bastante poco para parecer una mujer madura más preocupada por seguir adelante con su vida que por su aspecto físico. También os digo que mucho mérito no tiene. Basta con ser una misma. No tratar de hacer eso que se asocia siempre a la mujer y suena tan tremendo: “arreglarse”. 

Hace unos días la revista Qué me dices publicaba un tuit con una información sobre otra actriz, Sarah Jessica Parker, de 56 años. En la imagen aparecía como una persona normal en un día normal, el pelo recogido, gafas y mascarilla, algo que la publicación calificó de “vaya pintas”. 
Hace poco también eran la comidilla los envejecidos -sobre todo ellos- protagonistas de Friends, reunidos de nuevo para un episodio especial de una serie que comenzó a emitirse hace más de tres décadas. Como si cumplir años y que se te note fuera algo extraordinario. 

Tengo canas que brotan de mi cabeza tiesas como antenas. El cuello se me empieza a arrugar. Se me olvida hacer pesas, así que comienzan a ser visibles las alas de murciélago en una parte de mis antebrazos. Aunque para dar pistas sobre mi edad no es necesario llegar ahí. Basta con mirar las arrugas en mi frente, las bolsas bajo los ojos, los párpados caídos, el código de barras sobre mi labio superior o las mejillas descolgadas. Mi piel está flácida, a mis músculos les falta tonificación, a pesar de hacer ejercicio periódicamente, y para poder seguir mi ritmo de vida sin que me reviente una vena en el cerebro tomo pastillas que regulan mi tensión. Nada extraordinario. Lo que suele pasar cuando has llegado viva a los 53 años. Pero se ve que alguien olvida que por aquí terminamos pasando todos o, mejor dicho, los afortunados que lo podemos contar. 

Concluyo. Estoy harta de que las canas en un hombre le hagan interesante y en una mujer la conviertan en una ‘dejada’. Me provoca mucho hastío que el monotema sea siempre el aspecto físico. Me deja perpleja que los efectos del paso del tiempo a partir de cierta edad tengan tan mala prensa, pero insistamos en hacer parecer mayores a quienes no lo necesitan. Y, sobre todo, me indigna que sexualicemos tanto y tan pronto a las niñas. Dejad que la naturaleza siga su curso. Y, sobre todo, respetad a los que somos tan reales como la vida misma.

domingo, 23 de mayo de 2021

Hechizo de Luna

Se llama Luna, tiene 20 años, es de Móstoles y se encuentra en Ceuta realizando las prácticas del Grado Superior de Integración Social. Formaba parte del dispositivo de la Cruz Roja desplegado para socorrer a los inmigrantes que llegaban por el mar desde Marruecos. 

Ella es la protagonista de la imagen de la semana, esa en la que aparece fundida en un abrazo con un desconsolado joven subsahariano en la playa del Tarajal. Él parece exhausto después de recorrer a nado las aguas que separan ambos países. Llora porque asume que la travesía hacia Europa termina ahí y porque teme que uno de sus compañeros de aventura no va a poder sobrevivir. Es el que aparece detrás, rodeado de efectivos de emergencias que tratan de reanimarlo. 


Con naturalidad, Luna le da agua, le acaricia y termina abrazándole mientras él parece buscar un hombro en el que desahogar la pena. Luna hace lo que cualquiera con un mínimo de empatía y sensibilidad habría hecho en esas circunstancias. No ve un invasor peligroso, sino un ser humano que necesita ayuda y compasión. 

La imagen de Luna y el inmigrante senegalés, que finalmente fue devuelto al otro lado de la frontera y cuyo nombre no ha trascendido, ha dado la vuelta al mundo y hechizado a todos. También a mí. Como esa luna llena en el cielo de la que no puedes apartar la vista en esas noches en que sobran las farolas. 

Todavía hay esperanza, pensé. El mundo está lleno de gente buena, celebré. Habrá un día que el color, la procedencia, la religión, el aspecto o la posición social no nos importarán nada. Solo seremos seres humanos, me dije a mí misma. Pero el subidón me duró poco. 

Pronto empecé a leer en las redes sociales comentarios vomitivos contra Luna y se desvaneció el hechizo. La realidad se abría paso. Había tuiteros que calificaban su gesto de postureo. Alguno iba más allá e introducía en la escena insinuaciones sexuales con una bajeza insoportable. Percibí el desprecio hacia las organizaciones humanitarias, el odio hacia al diferente, la aversión hacia el pobre, un miedo irracional, acusaciones, amenazas, machismo, violencia, racismo y mucha ignorancia. 


Cuando luego contraatacaron multitud de usuarios de la red con muestras de solidaridad y gratitud hacia ella, el daño ya estaba hecho. Luna tuvo que poner el candado a su cuenta en Twitter y yo seguí observando las imágenes que compartían las televisiones, tratando de recuperar el hechizo. Lo que vi terminó de convencerme de lo que realmente importa. Soldados, guardias civiles, policías y legionarios ayudaban a los menores que habían llegado en avalancha a Ceuta, la mayoría engañados. Algunos, creyendo que iban a ver a Cristiano Ronaldo y la otra mitad, confiados en que al cruzar a España se les acabaría la vida de miseria. 

Miraba salir del mar a esos chavales y veía a mi hijo de 16 años. Le imaginaba escapando de casa para cruzar la frontera y se me encogía el alma. Se lo recomiendo como ejercicio de humanidad a quienes estos días han lanzado tanta bilis porque se sienten amenazados por esos miles de niños que aún esperan en naves del Tarajal a conocer cuál será su destino. Esas criaturas que ellos consideran fuente de problemas, gandules y futuros subvencionados del Estado español. Que piensen que podrían ser sus hijos, sus hermanos, sus nietos o sus sobrinos, a ver si así se les remueve algo dentro. 

Francamente, no concibo cómo alguien que presume de moral estricta, valores tradicionales y profunda religiosidad puede hacer gala de tan poca caridad cristiana. Sospecho que para cambiar eso va a hacer falta más que un hechizo.

domingo, 9 de mayo de 2021

¿Y si ahora no sé vivir sin estado de alarma?

Tengo miedo a no saber vivir sin estado de alarma. Han pasado más de seis meses desde el 25 de octubre. Una barbaridad. Sin contar el anterior periodo en confinamiento. Ya sé que es cuestión de tiempo que vuelva a acostumbrarme a la ‘libertad’. Pero es que había empezado a cogerle el gustillo a la represión. De hecho, solo le veo una ventaja a que por fin se levante: perder de vista los malditos cierres perimetrales que me han impedido viajar a Castilla y León para visitar a mi santa madre o acercarme a una playa para recargar las pilas cuando me saliera del ‘toto’. 

Por lo demás, vivir con toque de queda me ha parecido menos malo de lo que suena. No sé a otros padres, pero a mí me ha facilitado mucho las cosas con uno de mis hijos. Así no era yo quien discutía y amenazaba. Eso de delegar en la Administración es fabuloso. Y mucho más efectivo. El miedo a cruzarse con un policía y que le cayera una multa funcionaba mejor que mis amenazas de no dejarle salir en un mes si no llegaba a casa a la hora establecida. Lo de que aparecer puntualmente a las once cada fin de semana ha sido un milagro. Y esta Nochevieja, la primera que se ponía pesado con que quería salir, no veáis qué delicia y qué tranquilidad verle entrar en casa a la 1:30 sano y salvo. En poco más de una hora casi no da tiempo a meterse en líos. 

Limitar la movilidad de los ciudadanos de madrugada tiene su lado positivo, aunque a los que habéis crecido en democracia no os lo parezca a simple vista. La noche electoral, sin ir más lejos, me tocó deambular por las calles de Madrid a horas intempestivas por razones laborales. No me encontré ni un borracho, ni un pesado molesto, ni un atracador, ni un niñato tocapelotas. Solo operarios de la limpieza y algún patrulla de la Policía. En cambio, anoche, en cuanto dieron las doce, fui testigo desde mi terraza de cómo volvía el trasiego de vehículos y las pandillas de chavales gritones de botellón. 

Con lo que yo he disfrutado del silencio nocturno todo este tiempo. Sin sobresaltos que me arrebataran algún dulce sueño. Sin críos irrespetuosos que decidieran ponerse a cantar en el parque de enfrente. Sin conductores irresponsables que aparcaran su coche debajo de mi ventana con el reguetón sonando a todo trapo a las cinco de la mañana. Porque sí, seguimos con alta incidencia Covid, pero por cómo se han lanzado esta medianoche a la calle algunos para celebrar, parecía que habíamos derrotado definitivamente al ‘bicho’. Y qué afición por emborracharse en grupo en plazas públicas. Como si lo que hubiera decaído es la ‘ley seca’. Pues no lo entiendo. Yo no he dejado de tomarme mis vinos y mis cañas en todo este tiempo, así que anoche no tenía mono que superar ni tiempo perdido que recuperar. 

Maja vestida de Goya (imagen de Tumisu - Pixabay)

Debo confesar que muchas de las medidas restrictivas que hemos ‘sufrido’ estos meses a mí me han descubierto un mundo paralelo fantástico. Eso de mantener las distancias en las terrazas de los bares y no sentir en tu cogote a los de la mesa vecina resulta maravilloso. Lo mismo que las limitaciones de comensales. Ha sido el mejor invento para evitar a los acoplados. 

Me he acostumbrado a evitar mezclarme con no convivientes en mi casa ni en la de otros. Y como ya no tengo edad de fiestas clandestinas, la falta de socialización no me ha generado ningún trauma. 

Lo de dejar libre el asiento contiguo en el cine y el teatro me ha parecido una fantasía. Menos mal que de momento, mientras sigue merodeando el virus por aquí, mantendremos esa buena costumbre. Igual que la mascarilla, que también tiene sus ventajas. Pasas más desapercibido y si no te apetece saludar a alguien, haces como que no le reconoces. Por no hablar de que con ella puedes prescindir del maquillaje, llevar los dientes sucios y no depilarte el bigote. 

Y qué puedo decir del alivio que ha supuesto no volver a dar dos besos ni un apretón de manos cuando te presentan a alguien o te reencuentras con viejos conocidos después de un tiempo alejados. Con lo maniática que soy yo a la hora de elegir con quién intercambio fluidos. Guardar las distancias ha supuesto para mí una revelación, así que trato de hacerme la loca para no participar en esa fórmula alternativa que se han inventado de chocar los codos o los puños

Vale. Podéis pensarlo y decirlo con libertad. Definitivamente la pandemia y el estado de alarma me han convertido en una señora huraña e insociable. Sí. Solo me faltan los gatos.

sábado, 10 de abril de 2021

Hoy me voy a desahogar

Voy a contaros un hecho surrealista que en el momento de escribir esto aún no está resuelto. Guarda relación con los sinsentidos de la pandemia y, por lo que parece, es el resultado de un cúmulo de malentendidos o una serie de catastróficas desdichas. 
 
Desde Navidad el cierre perimetral permanente de Castilla y León nos ha impedido viajar con regularidad hasta Toro, nuestro pueblo, donde conservamos una casa familiar antigua -en la que yo nací- y un piso en el que vive mi madre de 86 años. Hasta antes de la pandemia, ella pasaba la mayor parte del año en el piso, mejor acondicionado para el frío, y los meses de verano se mudaba a la casa, más céntrica. Cuando sus familiares la visitábamos, nos alojábamos en uno u otro lugar, en función de la disponibilidad. 

El confinamiento pilló a mi madre en el piso y ya no se trasladó en verano a la casa. La situación sanitaria tampoco aconsejaba muchos movimientos, por lo que las visitas que realizamos nosotros fueron breves y la vivienda antigua se utilizó lo imprescindible. A pesar de ello, estaba perfectamente habitable, con todos los servicios, las facturas pagadas y los impuestos al día. De ello se encarga puntualmente mi santa madre. 
 
El caso es que hace unas semanas el Ayuntamiento de Toro decidió iniciar unas obras para sustituir las tuberías de abastecimiento de agua y saneamiento y renovar la calzada en una calle delante de la casa. Fue noticia incluso en la prensa el hallazgo de un pavimento antiguo durante el desarrollo de los trabajos. 

A mi madre, que estaba al tanto de la obra, lo que más le preocupaba es que las vibraciones provocadas por los taladros que se suelen emplear para agujerear el suelo pudieran afectar a la casa, que debe andar por los cien años. Pero, dado lo impracticable de la zona, acotada por la obra, unido a que la pobre mujer anda fastidiada de una pierna y que no está para muchas gestiones, prefirió no acercarse a la casa, no fuera a tentar a la mala suerte. En vez de eso, decidió encomendarse al altísimo y confiar en que los operarios, jefes de obra, ingenieros, arquitectos y demás responsables municipales sabrían lo que hacían. 



Resulta que, casualidades de la vida, a mi madre la citaron para vacunarse contra el Covid. Así que una de mis hermanas se trasladó hasta Toro para acompañarla ante posibles reacciones adversas o efectos secundarios. Por cierto, viajó con una declaración jurada en la que explicaba que se saltaba el cierre perimetral por motivos humanitarios, porque no fuimos capaces de conseguir ningún otro documento oficial que sirviera como salvoconducto para casos como este. Todavía estoy esperando que el Ayuntamiento me haga llegar un volante de empadronamiento de mi madre que solicité en la sede electrónica hace mes y medio. Pero eso da para otro post. Volvamos a donde nos habíamos quedado. 

Ya que estaba allí, mi hermana decidió dar una vuelta por la casa para ver en qué estado se encontraba. Así fue como, al abrir un grifo, descubrió que no había agua. En un primer momento, pensó que el último de la familia en pasar por allí habría cerrado la llave de paso. Pero no. Ahí comenzó toda una peripecia animada con llamadas y búsquedas infructuosas de jefes de obra, operarios del agua y demás responsables municipales que la ha obligado a alargar su estancia en Toro a cuenta de sus días de asuntos propios hasta resolver el misterio. 
 
Y el misterio no es otro que los operarios de la empresa que están realizando los trabajos no han conectado el agua a la casa porque no sabían por dónde. Vamos, que no encontraban la tubería en la que debía ir la acometida de la general. Por lo visto alguien debió comentarles que en esa casa no vivía nadie y decidieron no tomarse más molestias y, alegremente, dejarla sin servicio. De modo que, no me preguntéis cómo porque sigo sin entenderlo, han cambiado las canalizaciones generales sin enganchar el suministro a la casa. 

Vale que algún lumbreras tuviera esa feliz idea, pero, ¿cómo es posible que algo tan relevante dependa de una ocurrencia? Voy más allá. ¿Cómo es posible que, habiendo tantas cabezas implicadas, desde el responsable de la obra hasta la propia concejala, ninguno estuviera al tanto e impidiera esa decisión? 

Si la solución pasaba por entrar en la casa, habría sido tan fácil como localizar a su dueño, algo sencillo, mucho más en un pueblo como este que no alcanza ni los 9.000 habitantes y todo el mundo se conoce. Resulta todavía más inexplicable si tenemos en cuenta que la vivienda no está abandonada, como bien debería saber Acciona, que cobra religiosamente la factura del agua, y el Ayuntamiento, con quien el inmueble está al corriente de pago en todos los impuestos y tasas municipales. En ambos casos disponen de un teléfono de contacto del cliente/contribuyente que podían haber marcado ante la duda. 

Lo más divertido es que como tuvimos la mala suerte de descubrir la 'atrocidad' un viernes por la mañana y esto de dejar una vivienda sin suministro de agua no lo consideran una emergencia, máxime si está vacía, emplazaron al lunes a mi hermana para solucionar el problema. Me pregunto qué pasaría si, por ejemplo, hubiéramos alquilado la casa y los inquilinos hubieran previsto entrar justo ese día. ¿Seguiría sin ser una urgencia? 

En fin, que habrá que esperar al lunes y confiar en que los trabajadores de Acciona, la empresa responsable de la gestión del agua en Toro, vuelvan al tajo y puedan encargarse de habilitar la acometida de la tubería que, por complicar un poco más la cosa, resulta que es de plomo, por lo que habrá que cambiarla a PVC. 

Concluyo. Resulta que obedecemos las órdenes gubernamentales, respetamos los cierres perimetrales, no nos trasladamos ni siquiera a ver a nuestra madre por ser ciudadanos responsables, y con nuestro comportamiento ejemplar lo que conseguimos es que alguien piense que hemos abandonado una casa y que no tenemos derecho a beneficiarnos de las mejoras en el saneamiento de un pueblo donde, por cierto, la titular del inmueble paga sus impuestos. Pa’ mear y no echar gota.