Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

martes, 20 de agosto de 2024

Decepcionada con la visita gratuita al Monasterio de las Descalzas Reales

Llevaba tiempo sintiendo curiosidad por conocer el interior del Monasterio de las Descalzas Reales, un palacete enorme ubicado en pleno centro de Madrid, por donde paso cada día para ir a trabajar. Allí nació en el siglo XVI Juana de Austria, la hija menor del emperador Carlos V, y allí descansa su cuerpo. Pertenecía al tesorero de su padre y tras su regreso de Portugal, donde fue princesa, decidió instalarse allí y convertirlo en un monasterio de monjas clarisas. Hoy en día siguen viviendo allí una decena de religiosas que se enclaustran unas horas al día en una zona del monasterio mientras Patrimonio Nacional realiza visitas guiadas por el resto del complejo.

Alguna tarde vi que se formaban colas a la puerta del convento. Coincidía en miércoles o jueves. Luego supe que eran las franjas en las que la visita era gratuita, lo que te permitía ahorrarte los 8 euros de la entrada.

Hace unos días, aprovechando que estaba de vacaciones, allí me presente media hora antes de la hora de apertura confiando en que no hubiera mucha gente y pudiera entrar. Unas 25 personas aguardaban en las pocas sombras que había frente a la puerta. Se habían ido dando la vez unas a otras e hice lo propio. Precisamente ese es uno de los principales inconvenientes de esas visitas gratuitas, que no se puede reservar el tramo horario en el que deseas acudir a través de la página web de Patrimonio Nacional, como ocurre con las entradas de pago. Sería una manera de asegurarte que podrás entrar y ahorrarte una cola de espera que no te garantiza que accedas. El caso es que durante media hora bajo un sol de justicia y con más de 30 grados soporté la espera viendo cómo iba creciendo el número de visitantes que, como yo, aspiraban a conocer el palacio sin que nos costara un euro.

Hasta que no dieron las 4 de la tarde en el campanario del convento no se abrió la puerta. Para entonces ya habíamos abandonado las sombras en las que nos habíamos estado refugiando de una insolación segura y habíamos formado una fila delante de la entrada. Los primeros visitantes empezaron a entrar al recinto mientras crecía el rumor en la fila de quienes esperábamos turno de que cada visita estaba limitada a 20 personas. Y así fue. Cuando casi nos iba a tocar el turno, un amable caballero que luego resultó ser el guía nos informó de que la visita de las 16:00 horas estaba completa y que esa tarde solo habría otra más a las 17:00 horas. Ante la sorpresa y las quejas de los que nos habíamos quedado con la miel en los labios, el tipo alegó que solo estaban disponibles dos guías, solo se permitían las visitas guiadas y que no podían hacer otra cosa. La sola idea de tener que esperar una hora más bajo el sol se me hacía muy dura. Casi estaba a punto de tirar la toalla cuando afortunadamente se nos informó de que a los siguientes de la cola se nos daría una entrada con la que se reservaba nuestro acceso en la siguiente visita. Al menos podíamos irnos a tomar un café o recuperar el ánimo en algún establecimiento con aire acondicionado mientras hacíamos tiempo.

Llegada ya la hora, accedimos al convento donde nos aconsejaron que, mientras se incorporaba todo el grupo, nos sentáramos en una sala para coger fuerza “porque la visita dura una hora y es toda de pie”, nos explicó una mujer que nos daba la bienvenida. En contra de lo que podría pensarse, los muros del convento no aislaban de la temperatura exterior, así que en el interior hacía tanto calor como fuera. Los abanicos echaban humo entre los 18 afortunados que finalmente decidimos quedarnos, incluidos dos pobres niños. “Pueden darles agua para beber, porque hace mucho calor en el monasterio y esta mañana se nos desmayó un pequeño”, añadió la ‘amable’ empleada. Para rematar y hundir en la miseria a quienes iban con ganas de ir al baño, se adelantó a su pregunta y sentenció: “Aquí no hay lavabos, quien lo necesite que vaya a los de El Corte Inglés”. Una de las personas del grupo comentó que precisamente era lo que había hecho ella antes de que comenzara la visita y que le había tocado esperar una cola de 15 minutos. “¿Para mear?”, preguntó tan asombrada como desinhibida la empleada de Patrimonio Nacional.

Por fin apareció la guía que nos había tocado en suerte, una mujer estirada, que se limitó a recitar como un papagayo nombre de pintores y años, que apenas aportó datos o anécdotas que nos ayudaran a conocer la historia del convento y que, en cambio, no hacía más que llamar la atención con tono robótico a los visitantes que se acercaban demasiado a las verjas de pan de oro o que, para no desvanecerse, se sentaban en “bancos históricos”. Llegó a montarle bronca al padre de un niño que llevaba un pequeño ventilador porque pensaba que estaba bebiendo algo que no era agua. Previamente nos dejó bien claro que no quería salir en ninguna de nuestras fotografías y que nos abstuviéramos de disparar cuando ella estaba explicando. Todo esto deambulando tras ella por corredores y salas asfixiantes por la alta temperatura y lo recargado de sus paredes, repletas de cuadros, tapices y arte sacro, mientras un guardia de seguridad nos pisaba los talones para asegurarse de que no tocábamos nada.

La visita resultó larga, pesada, aburrida e incómoda. Salvo la monumental escalera principal del edificio, de estilo renacentista español, decorada con pinturas murales del siglo XVII, el resto me dejó fría (es un decir). Ni siquiera me sentí conmovida con los majestuosos tapices colgados en la sala donde antiguamente se ubicaban las celdas de las monjas. Entre otras cosas por la temperatura. No podía dejar de pensar en las monjas asfixiadas en verano y congeladas en invierno. Dudo que con esas temperaturas se puedan conservar de manera adecuada piezas tan valiosas. Quizá Patrimonio Nacional podía plantearse instalar algún sistema de climatización en esas partes del monasterio.

Ignoro si la visita de pago incluye la iglesia del monasterio, donde reposan los restos de Alfonso, Gonzalo y Francisco de Borbón. Desde luego, la versión ‘gorrona’ no. De hecho, veo que la de 8 euros dura alrededor de una hora y cuarto, mientras que esta no llegó (afortunadamente) a la hora, de modo que imagino que nos escatimaron rincones destacados del edificio. Es igual. No creo que en esas condiciones y con esa guía hubiera soportado más tiempo de visita.

martes, 13 de agosto de 2024

Estrés una vez al año no hace daño

Admitámoslo. Con los años se pierde espíritu aventurero y se gana prudencia. Crecen los temores y se reduce la espontaneidad. Empiezas a ver peligros en los que antes ni reparabas, quizá porque caes en la cuenta de que ya estás jugando la segunda mitad del partido y entiendes que cada vez te queda menos tiempo, así que no te puedes permitir el lujo de andar arriesgándolo. He llegado a esta conclusión en cuanto me he animado a organizar una escapada para conocer algún lugar en el extranjero aprovechando las vacaciones.

Cuando era más joven, la cercanía de un viaje fuera de España me emocionaba. Los preparativos, la maleta, el vuelo… todo me excitaba. Sentía mariposas en el estómago que se iban disipando una vez llegaba a mi destino, donde los nervios se convertían en pura ansia de conocerlo todo. Ahora, viajar no me excita. Me estresa, señal inequívoca de que he envejecido.



Antes, viajar a un país con otra moneda no me suponía ninguna preocupación. Es más, disfrutaba manejando billetes extraños e incluso conservaba de recuerdo la calderilla. Ahora, me he acostumbrado al euro y no puedo evitar pensar en los sablazos a comisiones que me darán los bancos por el cambio de divisa.

Antes no me agobiaban en exceso los gastos. O al menos no lo recuerdo. Imagino que eran otros tiempos en los que trabajaba para mi única subsistencia, así que cuando daba el paso de planear una aventura, lo hacía con todas las consecuencias, segura de que iba a ser la paga extra mejor empleada. Ahora intento autoconvencerme de que me merezco un viaje, que no he hecho nada extraordinario durante todo el año, que la vida son dos días y que, por un exceso puntual, a mis hijos no va a faltarles el sustento. Y casi me lo creo, si no fuera porque algo dentro de mí me recuerda machaconamente lo caro que es todo y que mi nómina va a quedarse corta para pagar la factura por cinco días de excursión a uno de los países más caros del planeta.

Antes, nunca me preocupaba de contratar ningún seguro de viaje específico. Al menos no lo recuerdo. Imagino que no pasaba por mi cabeza que pudiera sufrir un accidente o que, por mala pata, necesitara atención sanitaria e incluso repatriación. Ahora ando loca buscando la mejor cobertura calidad-precio en previsión del sablazo que supondría el copago por cualquier contingencia a pesar de disponer de la tarjeta sanitaria europea.

Antes, no había internet. Así que me informaba sobre el destino a través de las clásicas guías y me orientaba sobre el terreno con planos en papel. En cuanto a horarios, direcciones y lugares de interés, los consultaba con recepcionistas de hoteles, camareros de bares o cualquiera con el que me cruzara. Ahora, estoy tan acostumbrada a navegar con el móvil, incluso en países de la UE gracias al roaming, que me maldigo por no haber averiguado antes si en este destino podría utilizar mi teléfono con normalidad. El caso es que no, de modo que me tocará buscar una eSIM para poder tener datos en el extranjero. Entre otras cosas porque me preocupa también disponer del traductor para descifrar mensajes en idiomas que no hablo, como el francés o el alemán, y hacerme entender, algo que antes, como mi poca vergüenza nunca fue un problema.

Antes, hacer la maleta para un viaje no me llevaba más de cinco minutos. Ahora, me enfrento desquiciada al reto de sacar el máximo partido a una maleta de cabina, sabiendo además que la meteorología puede ser cambiante en este destino y voy a tener que empaquetar mucho ‘porsi’.

Antes, la alimentación en mi destino no era una prioridad. Me adaptaba a las circunstancias, y si había que comer de bocadillo o renunciar a alguna cena, no representaba un problema. Ahora viajo con una persona que sufre una intolerancia alimentaria, lo que reduce las posibilidades y condiciona la oferta culinaria. Además, a estas alturas de la vida, una ya no se come cualquier cosa.

Todo esto sin mencionar el miedo a volar, las dudas sobre la conveniencia o no de movernos en un coche de alquiler, el mal de altura si nos animamos a subir alguna montaña, los usos y costumbre locales… Ya sé lo que estáis pensando. Que me quede en casa y asunto resuelto. Ni de coña. Un poco de estrés no le hace daño a nadie.

lunes, 8 de julio de 2024

Cortar el cordón

Se dice que los hijos deberían venir con un manual de instrucciones bajo el brazo. Suelen emplear esta expresión los padres primerizos desbordados por su nueva condición. Ignoran entonces que esa fase no es la peor y que van a necesitar, en adelante y cada día, altas dosis de paciencia, consuelo y comprensión en su labor de progenitores.

Cuando uno decide tener un hijo adquiere una enorme responsabilidad y un férreo compromiso. Algo le obliga a proteger a esas criaturas, cuidarlas y acompañarlas en su desarrollo y lo hace como buenamente puede, se le ocurre o le aconsejan. Y así el resto de su vida. Aunque sus retoños hayan crecido y ya no le vean como figura de autoridad ni punto de referencia, algo le empuja a seguir diciéndoles machaconamente lo que es bueno o malo para ellos.

Así que un día tu hijo te retará, cuestionará cada una de tus órdenes, se saltará prohibiciones, romperá reglas y menospreciará principios plenamente asentados hasta entonces en el seno familiar. No sabrás si lo hace por el simple placer de llevarte la contraria o por tantear hasta donde puede tensar la cuerda y tus nervios. 

Un verano decidirá exponerse al sol sin protección a pesar de tus recomendaciones y se quemará. Y le dirás que al menos se aplique crema hidratante para aliviar el destrozo y no lo hará precisamente porque se lo has dicho tú.

Le echará mahonesa y ketchup a todas las comidas, a pesar de que le insistes en que debería hacer un uso puntual de esas salsas y no convertirlo en costumbre si no quiere seguir la estela de sus ancestros y que le aflore una diabetes. “Ya soy mayor de edad, si quiero matarme, me mato”, tendrás que oír de su boca.

Llenará un día la nevera con bebidas energéticas sobre las que le has advertido en múltiples ocasiones por su alto contenido de cafeína y azúcar, y cuando le pidas explicaciones, te recordará que tú no te privas de tu vinito y tu caña de vez en cuando.

Le insistirás en que vaya al dentista a su revisión anual, como lleva haciendo cada año desde que le salieron todos los dientes definitivos, para comprobar que todo está en orden y que no ha heredado el bruxismo de su padre, y te dirá que ya irá cuando lo crea conveniente.

Se machacará en el gimnasio para desarrollar sus músculos por encima de lo que a tu entender resulta estético y querrá tomar todo tipo de mierdas para que ese levantamiento de peso obtenga rápidos resultados, por mucho que le aconsejes frenar.

Perderá soberanamente el tiempo mirando chorradas por internet en vez de dedicarlo a su formación para el futuro y cuanto más se lo reproches menos caso te hará.

Y por fin un día, después de muchos desvelos, entenderás que a esas alturas no puedes hacer más de lo que ya has hecho y que no queda otra que cortar el cordón umbilical que os conectaba, confiar en que conserve algún poso de los valores que has ido inculcándole a lo largo de su vida y que eso, en momentos críticos, marque la diferencia y le salve de sí mismo.

sábado, 2 de marzo de 2024

Jodie Foster y las demás "avejentadas y feas"

Carlos Boyero la ha vuelto a armar. A pesar de estar, como quien dice, en retirada, su colaboración semanal en el programa de la Cadena SER ‘La ventana’, opinando sobre películas y series, le permite seguir pontificando sobre algo tan subjetivo como el arte cinematográfico. Sin embargo, el motivo de la polémica esta semana no ha sido tanto su crítica profesional sobre la última temporada de ‘True detective’ como su manera de referirse a su protagonista, Jodie Foster.

“Mira que quiero yo a Jodie Foster desde que era una niña y aquí no me gusta ni verla ni oírla. Está como avejentada... Es que ya es muy mayor, pero digamos que hay gente que envejece de una forma y otra de otra. Y a mí, aquí, yo creo que hay planos que la maquillan para que esté más fea", suelta sin despeinarse un señoro de 70 años, cara de cráter y aspecto de oler como poco a rancio, sobre una mujer de 61 que está interpretando un papel de jefa de Policía en Alaska.

Debo confesar que no he visto la serie, pero sí a la actriz en pantalla interpretando este papel porque el padre de mis hijos se ha tragado cada capítulo y, accidentalmente, me he topado con alguna escena cuando iba a lo mío. Cosas de la convivencia. Al principio me costó reconocerla. Luego me llamó la atención lo natural de su caracterización y terminé viéndome reflejada en su personaje por el triste cabello que compartimos. Ninguna de estas reflexiones las verbalicé.

Creo recordar que mi conviviente sí mencionó algo sobre el aspecto de la Foster, un tipo de comentario que suele hacer sobre mujeres que alguna vez consideró ‘sex-symbols’ y que el cruel paso del tiempo ha privado de esa etiqueta. Suele escocerme escucharle en esos términos porque siento que, si piensa eso de una 'celebrity', a saber qué se está callando sobre la decadencia de quien duerme junto a él. También me fastidia porque no suelo escuchárselos con tanta frecuencia a propósito de hombres que van haciéndose mayores. Debe ser que ellos nunca envejecen mal.

Boyero no es el único que se ‘traumatiza’ cuando descubre que una mujer icónica empieza a reflejar los efectos de la edad, signo inequívoco de que está viva. Son muchos los hombres que, todavía hoy, cultivan la fea costumbre de criticar públicamente el físico de las mujeres maduras, famosas y anónimas, aunque ninguno de ellos, curiosamente, suela destacar por su extraordinaria belleza o perfección estética.

Para Boyero (y los demás), lo ideal sería que Jodie Foster (y las demás) mantuviéramos el aspecto de treintañeras de por vida, con cada cosa en su sitio, sin arrugas en la cara, flacidez en el vientre y celulitis en los muslos que nos afean y delatan todo lo que hemos vivido. En definitiva, que fuéramos eternamente deseables para alegrarles la vista y que el mundo, su mundo, siguiera siendo maravilloso.

domingo, 14 de enero de 2024

Ahora o nunca

Conservo grupos de Whatsapp y canales de Telegram por encima de mis posibilidades. Confieso que sufro una especie de Diógenes en su variante digital. Se me desbordan en el teléfono móvil los vídeos y fotos que he hecho o recibido y no he borrado, casi tanto como los grupos de mensajería instantánea en los que me han metido o he creado y de los que nunca me he salido. Muchos de ellos tienen poca o nula actividad. Como mucho un “feliz año” con efecto dominó cuando manda el calendario o un “hay que quedar” que nunca fructifica.

En la mayoría de los casos ni siquiera recordaría el propósito de los chats si no fuera por su nombre: ‘Reunión’, ‘Cenamos el viernes’, ‘Elecciones 4M’, ‘Atrapa un millón’... En algunos de ellos lamentablemente hay miembros que incluso han fallecido. Hace poco saqué tiempo para eliminar grupos de cumpleaños escolares creados para concretar detalles del regalo y la fiesta en los que ya solo quedaba yo, lógico, una década después de la celebración y con el homenajeado ya en la universidad.



Con este historial a mis espaldas, resultaba de lo más normal que añadiera a mi basura digital un nuevo canal de Telegram en el que me han incluido sin pedirlo. De manera inesperada, semanas atrás, apareció un mensaje de un remitente desconocido. Al abrirlo descubrí que era un canal abierto que ofrecía consejos de bienestar, nutrición y belleza para mujeres cincuentonas. Al ampliar la imagen identifiqué a la mamá de una antigua compañera de colegio de mi hijo y exvecina. Imagino que conservaba mi número de aquella época y debió considerar que mi perfil me convertía en candidata a recibir ese tipo de coaching. No digo yo que no.

Podía haberme salido del canal, pero me he resistido. Desde entonces me han llegado recetas keto, información sobre las propiedades del ácido acético, los beneficios de los adaptógenos, instrucciones sobre cómo hacer bálsamo labial natural casero, la explicación sobre qué es el teff e ideas sobre alimentación antiinflamatoria. Todo muy interesante, la verdad. Aunque lo que me ha resultado más sorprendente, al margen de que alguien me haya incluido en su red sin apenas tener trato durante años, es su evolución profesional. La situaba trabajando como ingeniera en una multinacional de consultoría e ingeniería y de repente reaparecía transformada en coach de nutrición y buenos hábitos. Sospecho que debe compaginar ambas facetas y que quizá la proximidad de los 50 le ha hecho replantearse la vida y dedicarle más tiempo a una actividad que le hace más feliz que el empleo que le da de comer.

Semanas después, una notificación en Linkedin me descubría un caso muy parecido. Según el mensaje, el padre de otro antiguo amigo de la infancia de mi hijo, compañero de su equipo de fútbol, cumplía tres años en una empresa distinta a la que lo asociaba. Hacía tiempo que le había perdido la pista al separarse los caminos de nuestros respectivos retoños. El caso es que le recordaba como CEO y fundador de una consultoría financiera, pero ahora figura en una productora de artes escénicas. Tirando del hilo digital encontré su cuenta profesional en Instagram en la que se presentaba como cantante. Nunca habíamos intimado lo suficiente como para saber si esa afición la traía de serie o un buen día, al llegar a los 50, quiso darle un giro a su vida.

Al ver estas dos transformaciones me ha dado por pensar que los 50 son una especie de ‘ahora o nunca’. Son esa barrera psicológica que centrifuga a quien la alcanza hasta el punto de sentirse empujado a comenzar una nueva vida, la que siempre hubiera querido vivir, pero en la que no se enfocó porque la fecha de caducidad no se veía tan próxima ni tan real. Es como si de repente fueras consciente de que la vida son dos días y no puedes andar desperdiciándolos, así que te planteas sacarte las espinitas clavadas. A unos les da por el coaching emocional. A otros por correr maratones o practicar deportes extremos. Hay quienes prueban suerte con alguna pasión hasta entonces frustrada, por lo general relacionada con el arte. Y buena parte se apuntan a vivir nuevas experiencias, lo que incluye un amplio abanico que va desde lanzarse al enoturismo a volverse a enamorar como un adolescente.


Como en todo, generalizar es un error. Todo lo anterior le suele ocurrir solo a los valientes, a los que no temen que sus actos aceleren el final, a quienes no tienen sentido del ridículo, a los que se imponen a la rutina de la propia vida, a quienes se arriesgan a abandonar la comodidad del trabajo de 8 a 3 y con ello a no cotizar lo necesaria para que les quede una pensión de jubilación decente, a los que asumen que quizá les rompan el corazón y a quienes no les asusta poder equivocarse.

También hay algunos que llegan a los 50 y siguen vegetando, tan felices, como si nada.