Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

viernes, 26 de junio de 2020

En qué piensas cuando saboreas un Conguito

Myriam es una francesa que lleva viviendo en España tres años y medio. Explica que una de las cosas que más le sorprendieron cuando llegó aquí fueron los Conguitos, las famosas bolas de chocolate rellenas de cacahuete. Y no porque fuera especialmente golosa, sino por el envoltorio. Le chocó que en este país se comercializara un producto que utilizaba como reclamo el dibujo de lo que supuestamente debían ser pequeños negritos congoleños. Ahora Myriam ha abierto una recogida de firmas en la plataforma Change.org para pedir a Chocolates Lacasa, empresa fabricante de la mítica golosina, que deje de utilizar la marca Conguitos y el dibujo asociado porque considera que estigmatiza a la población negra y perpetúa un racismo cultural. Además, sugiere que pida disculpas públicamente y que dedique parte de sus beneficios a organizaciones que luchen contra el racismo.

 

Myriam no es la primera que alucina con este dulce ni esta polémica es nueva. Hace tres años otro extranjero de paso por nuestro país compartía en redes sociales una foto de una bolsa de Conguitos que vio en el supermercado y que le dejó también desconcertado. Y antes que ellos, hubo otros. De hecho, a principios de este siglo una profesora universitaria inició una recogida de firmas para pedir el cambio de su imagen por considerar que hería la sensibilidad e insultaba a millones de africanos.

Hay que decir que Lacasa ha ido suavizando la imagen de este producto a lo largo de los años hasta llegar a 2011 cuando, para celebrar el 50 aniversario de la marca, lanzó un nuevo diseño que se parece más al que encontramos ahora en las estanterías de las tiendas, un dibujo que podría ser un crío congoleño sin orejas o simplemente la personificación del cacahuete chocolateado. Por supuesto, este es menos guerrero que su abuelo, que aparecía en grupo y con lanzas. Corría la década de los 60, el Congo se había independizado y los responsables de la marca quisieron aprovechar el tirón de la exótica moda. Hoy, evidentemente, no lo harían. Por eso durante los últimos años han ido tratando de “actualizar” su imagen para hacerla más políticamente correcta y adecuada a estos tiempos, pero sin modificar las propiedades del producto ni su nombre, que ya está completamente integrado en la memoria y el paladar del consumidor.


 

 

Una semana después que Myriam, otro usuario de Change.org también ha pedido lo mismo en esta plataforma, incluso replicando textualmente partes de la petición de la francesa. Preserva su identidad bajo el ya célebre eslogan Black Lives Matter, recuperado por un movimiento internacional antirracista surgido tras la muerte del negro George Floyd a manos de la policía en Minneapolis. Ha sido precisamente a raíz de este lamentable suceso cuando se han multiplicado las reivindicaciones para exigir la igualdad de las personas negras y las protestas contra todo aquello, nuevo o viejo, que aparentemente haga de menos a los individuos de esa raza, sin pararse a analizar el contexto. Así fue cómo tuvimos que asistir al sinsentido de ver a la cadena HBO retirar primero de su catálogo y volver a recuperar después la película 'Lo que el viento se llevó' porque algunos no entendieron que no hacía apología de nada sino que, sencillamente, reflejaba una época histórica.

 

Otras marcas, al rebufo de la polémica, han aprovechado este momento tan idóneo para anunciar que cambian nombre e imagen por estar tradicionalmente basados en estereotipos raciales. Es el caso de los siropes y tortitas Aunt Jemina, comercializados en EEUU, en cuya etiqueta aparecía claramente la imagen de una esclava negra, personaje real de la cocinera en quien estaban inspirados. Paradojas de la vida, la parte interesada, es decir, la propia familia de la mujer protagonista de esta gama de productos rechaza el cambio porque siempre han considerado un orgullo que su imagen represente a la marca desde 1925.

 

Siento desilusionar a Myriam y a ‘Black Lives Matter’, pero me temo que ninguna de sus peticiones va a prosperar. Me extrañaría que Lacasa estuviera dispuesta a renunciar a un nombre ya asentado y reconocido, más cuando técnicamente no se trata de ningún gentilicio que pueda asociarse a los niños oriundos del Congo, por mucho que los más viejos no puedan evitar relacionarlos. Tampoco el dibujo actual refleja a un crío congoleño, ni su variedad en chocolate blanco pretende recordar a un albino africano. Admitámoslo, lo único que quedan son reminiscencias de aquella decisión empresarial, más o menos acertada, estereotípica e ingeniosa para su época, que terminó con el nacimiento de Conguitos. Estoy segura de que las nuevas generaciones de consumidores lo único que ven en el envoltorio es el propio snack, es decir, el cacahuete chocolateado en forma de mascota, con su cabeza y extremidades. Yo misma, las pocas veces que cae en mis manos alguno, confieso que lo saboreo sin pensar más que en el exceso de azúcar.


De todas formas, si me equivoco y lo que ahora es una simple anécdota se convierte en un clamor popular que obliga a Chocolates Lacasa a reconsiderar la petición, le sugiero a la empresa que sustituya el nombre de Conguitos por 'Lacasotes' -dado que Lacasitos ya está pillado y M&M's también- y al diseñador creativo, que se limite a cortarle cabeza y extremidades al pobre muñeco y a evitar los labios carnosos. Al final puede que el cambio no sea tan traumático. Recordemos que Don Limpio antes era Mister Proper.

 

Mientras tanto, seguiremos entretenidos con el acalorado debate que se ha encendido en las redes a cuenta de la iniciativa de estos ciudadanos a quienes, por cierto, invito a que después de esta cruzada sigan recogiendo firmas contra otras marcas o denominaciones que, en base a su argumentación, quizá también deberían desaparecer. Podrían empezar por el Ron Negrita y seguir con el brazo de gitano.


Por cierto, la República Democrática del Congo es noticia estos días por haber superado un nuevo brote de ébola en el este del país. Así que imagino que allí tienen otras preocupaciones.

viernes, 12 de junio de 2020

Si llego a octogenaria

Cuando llegue a octogenaria, si es que llego, y ojalá que sea en plenas facultades, me gustaría seguir viviendo en mi casa, durmiendo en mi cama y disfrutando de mis cosas: mis libros, mi música, mis películas, mis trastos, mis amigos… 

Como no espero nada de mis hijos y tampoco querría ser una carga o un motivo más de disputa entre ellos, me conformo con que me quede una paguita o algún ahorro para contratar a un tipo 'buenorro' que venga puntualmente. No penséis mal. Hablo de alguien que cambie un halógeno cuando se funda y repare cualquier avería que surja, me dé masajes en las piernas de vez en cuando para activarme la circulación, vaya al mercado y cocine para mí, tenga una conversación interesante cuando me acompañe al médico, a dar un paseo o a tomar un vino y, además de todo esto, me alegre la vista. 

He verbalizado este deseo en más de una ocasión delante de mi marido, quien me mira con resignación y se abstiene de pronunciarse. Imagino que es porque piensa que va a sobrevivirme y, por tanto, considera que mi sueño es irrealizable. Puede que tenga razón. Veremos. En cualquier caso, preferiría no pasar mis últimos años encerrada en una residencia rodeada de desconocidos tan viejos como yo, viendo pasar la vida del otro lado de los barrotes del jardín. 

Mi animadversión hacia este tipo de centros no es un efecto de la pandemia. Más bien la pandemia ha venido a corroborar mis impresiones y a poner al descubierto una triste realidad. No voy a cuestionar que las residencias son un gran alivio para quienes no tienen sitio en casa, ni tiempo, ni fuerzas, ni preparación, ni medios para atender el abuelo. Porque así es. También son la solución para aquellos mayores sin familia que voluntariamente deciden recluirse en un centro cuando experimentan los primeros achaques y necesitan sentirse bien cuidados. Y ahí se acaban los supuestos. 

A mi entender, el modelo de atención de los centros de mayores que existen en este país cuadra para quien ha alcanzado un alto grado de dependencia o es un ser asocial, pero no es ni mucho menos una respuesta a la vejez. Hemos convertido las residencias en lugares donde aparcamos a los ancianos que estorban, nos los quitamos de en medio, les sacamos de la sociedad, les aislamos y solo nos acordamos de ellos cuando hay que pagar impuestos, votar o culpar a alguien de tener tiritando la hucha de las pensiones y saturada la Sanidad. 

Por eso me parece de una hipocresía absoluta que muchos de los que no se han preocupado nada hasta el momento por la situación de las residencias, con plantillas tan mal pagadas como sobrecargadas y no suficientemente formadas, ni por sus ancianos inquilinos, ni porque se haya estado vendiendo como sociosanitario un servicio que solo llegaba a socioasistencial, ni por la factura sin pagar de la dependencia, se rasguen las vestiduras ahora porque en estos centros hayan muerto más de 19.400 personas en España afectadas por el coronavirus. Deberían reflexionar. 

Tal y como está el asunto, me declaro firmemente partidaria de llevar los servicios de geriatría a los mayores y no los mayores a los geriátricos. De hecho, las empresas que gestionan este tipo de centros deberían replantearse las cosas y explorar este nicho de mercado. El modelo ideal, a mi entender, pasaría por mantener a los viejos en su entorno y que allí reciban la ayuda que necesiten, ya sea sanitaria, terapéutica, de acompañamiento, asistencial o social. Si sus últimos días tienen que pasarlos de la cama al sofá y del sofá a la cama, que sean su sofá y su cama. Y si algún problema de salud aconseja ingresarlos en un hospital, que ningún borrador ni orden de la autoridad competente se lo impida, independientemente de su edad, su estado o sus expectativas. El problema, lo sé, es que ese modelo hay que pagarlo. Y no es barato.


Puestos a desear cómo envejecer, yo firmaría por imitar a cuatro matrimonios amigos que se han construido un edificio a medida en Barcelona con un apartamento para cada uno donde podrán retirarse juntos. No está mal tampoco, aunque yo soy más urbanita, la iniciativa de un grupo de jubilados que ha comprado una aldea deshabitada en Galicia para envejecer por sus calles y devolverle la vida. Existen otras alternativas en nuestro país, como el cohousing, un fenómeno en el que nos llevan la delantera, como casi siempre, los nórdicos. Se trata de viviendas colaborativas autogestionadas donde se suelen alojar personas mayores con lazos familiares, de amistad o afinidad que, cuando llegan a la jubilación, deciden ser vecinos, seguir disfrutando del ocio juntos y ayudarse mutuamente. Su objetivo es mantener la independencia y la privacidad que da residir en la vivienda propia dentro de un vecindario de confianza y sintiéndose arropados por amigos con los que comparten espacios, servicios y beneficios. 

Estos días cuando he salido por mi barrio, donde se sitúa una residencia muy golpeada por la covid-19, me he fijado en que muchas de las terrazas de bar reabiertas están ocupadas por supervivientes de la pandemia, personas mayores que celebran poder salir del confinamiento para tomar una caña y socializar. He pensado que no hay nadie que se merezca más ese capricho que ellos. Y lamento que los otros supervivientes que milagrosamente han esquivado a ‘la bicha’, a pesar de acecharles desde el otro lado de la puerta de su habitación en los cientos de geriátricos invadidos por el coronavirus, incluido el de mi barrio, tengan que seguir encerrados sin poder sumarse a esta fiesta.

domingo, 31 de mayo de 2020

La fábula de Jimena, Manuela y el chocolate

Circula por redes sociales un vídeo de dos niñas, las hermanas Jimena y Manuela, a las que su madre les pone delante un bol con chocolate y les pide que esperen a que ella vuelva para comerlo. El resultado del reto de Rocío López Belmonte, que así se llama la madre, resulta muy revelador. Una no hace caso de la orden materna y en cuanto desaparece, le hinca el diente con cierto disimulo ante la mirada enfurecida de la otra, que protesta, trata de evitar que siga zampándose el chocolate, llama a gritos a su madre y llora de impotencia.
 

Este vídeo es un ejemplo bastante ilustrativo de cómo es la vida. Hay dos tipos de personas: las que cumplen las ordenes y las que se las saltan. A las primeras les gustaría hacer su santa voluntad, pero entienden que debe haber un orden para que haya un equilibrio. Las segundas ponen por delante su propia voluntad al resto de la humanidad y no les importa arriesgarse a que las pillen y sufrir una penalización por saltarse una norma. Las primeras se sienten imbéciles cuando comprueban que las otras disfrutan de la vida mientras ellas se fastidian. Las segundas se mofan a veces de las primeras por ser tan aborregadas. En ocasiones las disciplinadas sienten rabia y ganas de denunciar a las segundas al ver que se salen con la suya y no tienen que responder de su ilegalidad ante nadie. Y las segundas, maestras en el arte del disimulo, tratan de escaquearse mientras piensan que las primeras son unas aguafiestas, frustradas y cobardes. 

Cada día desde que comenzó el confinamiento he sido testigo de cómo muchas personas se saltaban el estado de alarma impunemente gracias a tener una flor en el culo que les libraba de coincidir con la Policía en el momento en que, con toda naturalidad, incumplían las normas establecidas por las autoridades para controlar la expansión del coronavirus. Siempre pensaba “Ojalá pasara ahora mismo un coche patrulla”, pero nada, oye. A pesar de ello, nunca se me ocurrió descolgar el teléfono y llamar a la Policía para delatar a nadie. De modo que hasta ahora no había tenido la oportunidad de ver, en vivo y en directo, a ninguna autoridad dando el alto o poniendo una propuesta de sanción a ninguno de ellos. Siento comunicaros que ya me he quitado esa espinita. 

Hace unos días mi hijo de quince años madrugó para ir a pedalear con la bici dentro del horario establecido. No iba solo, había quedado con unos amigos. Aunque en fase 1 se puede ir en grupo de hasta 10 personas, le indicamos que trataran de mantenerse a distancia unos de otros. A las nueve de la mañana recibí una llamada de la Policía. Los habían encontrado parados en el campo, al lado de un muro donde uno de ellos estaba pintando grafitis. Un vecino que paseaba a su perro por la zona les denunció. Sospecho que el arrebato creativo del Bansky del grupo fue lo que animó al delator.

Cuando acudí al lugar de los hechos a recoger a mi hijo se me informó de que había una propuesta de sanción contra los cuatro chavales por saltarse el estado de alarma. El mío, en concreto, que es el que me interesa, estaba realizando una actividad no autorizada durante esta situación: estar parado fuera de su domicilio. Para poder salir a la calle a la hora del paseo/deporte hay que pasear, correr o pedalear, lo que sea, pero en movimiento. Y no vale moverse sobre uno mismo y en el mismo metro cuadrado. 

Si me leéis habitualmente sabréis que en mi casa hemos llevado a rajatabla el confinamiento. Desde el 14 de marzo no hemos salido de casa para nada, a no ser para comprar víveres una vez por semana o a bajar la basura cada tres días. Mi hijo ni eso. Cuando se autorizaron las salidas por franjas horarias, yo cambié los paseos en mi terraza por un trote madrugador por el barrio. Él, nada. Ha sido a raíz de la fase 1 cuando ha empezado a irse en bici con amigos algún día que otro en las franjas autorizadas. 

Ni mi hijo negó los hechos ni protestó ante los agentes. Por supuesto, yo tampoco. Puede que tengan en cuenta el buen comportamiento de los chavales y la docilidad de sus progenitores, y que hayan dejado constancia de ello en la propuesta de sanción. Ojalá. No me gustaría tener que abonar, como madre del menor infractor, una multa de 601 euros por algo tan surrealista. Mandaría huevos que yo, que soy como la pequeña Manuela pero sin el ramalazo delator, sea la única del barrio sancionada de rebote sin haber probado el chocolate.


De vuelta en casa y con el castigo de un mes sin salir “por pardillo”, mi hijo se lamentaba. No entendía por qué les multaban a ellos por estar parados al lado de sus bicis y no a todos los que, durante estas semanas, desde nuestro encierro, hemos visto saltarse la ley a la torera: los que paseaban a sus perros durante horas, a pesar de que el decreto indicaba salidas cortas y próximas al domicilio; las familias completas de paseo, a pesar de que el decreto especificaba solo un adulto y un máximo de tres niños; las amplias reuniones de amigos sentados en un banco, a pesar de que esa práctica no estaba permitida; las parejas de paseo después de las once de la noche, hora de ‘toque de queda’; los vecinos saliendo 20 veces al día de casa, como si no fuera con ellos el confinamiento... Y maldecía al vecino que les vio cuando paseaba por el campo a su perro y llamó a la Policía. “Así es la vida”, le dije. 

En el vídeo del reto del chocolate, al final, cuando vuelve la madre y pregunta a las niñas qué ha pasado, Jimena, la impaciente que ha desobedecido la orden, pone cara de póker y niega su culpabilidad. Mientras tanto, Manuela está tan dominada por el disgusto y la impotencia, que todo apunta a que no va a disfrutar mucho del chocolate que aún no se ha comido. Al menos no tanto como su hermana, que ya se ha relamido. Suele pasar.

domingo, 10 de mayo de 2020

Instalados en el desfase

Vivo en la España que no ha pasado de fase pero que pasa de todo. Aquí las ocho de la tarde ya no es la hora de asomarse a los balcones a aplaudir a sanitarios y trabajadores de servicios esenciales, sino el pistoletazo de salida para el esparcimiento callejero de los mayores de 14 años. Se abre la puerta de toriles y todos los miuras invaden aceras, paseos y hasta la mismísima calzada, aprovechando que el movimiento de vehículos es escaso. A las ocho la inmensa mayoría del vecindario ya no aplaude, sino que sale a la calle a caminar, correr o montar en bicicleta. Ahora los gritos de alborozo, los frenazos, las pisadas de las carreras y las conversaciones se imponen sobre el tímido y residual batir de palmas. 

Los adultos que optan por el paseo deberían ir acompañados solo por una persona de su entorno, moverse durante no más de una hora dentro de un radio de acción de un kilómetro alrededor de su domicilio y, por supuesto, no formar grupos para socializar. Quienes prefieran practicar deporte deberán hacerlo en solitario, sin contacto con otros ni límite de tiempo y dentro de la demarcación territorial de su municipio. Aunque a mí me resulta bastante clara la normativa, debe haber alguna parte que induce al malentendido, por lo que contemplo cada tarde desde mi terraza. Veo tríos, dobles parejas, grupos de amigos, encuentros alrededor de un banco con más asistentes que una reunión de vecinos, puñados de teenagers adentrándose en el campo segregando feromonas, desfiles de maratonianos esprintando, pandillas de amigos en bici emulando a los chavales de Verano Azul… No quiero imaginar lo que sería la calle a esas horas sin un estado de alarma. De hecho tengo la impresión de que ahora sale más gente que antes del confinamiento, como si haber estado estas semanas encerrados en casa hubiera provocado en una mayoría -entre la que no me encuentro- un ansia por pisar el asfalto. 

Por cierto, llama la atención ver a algunos de esos ciclistas de las ocho con mascarilla, pero a ninguno con casco. Se ve que la pandemia ha cambiado nuestro concepto del riesgo. Eso y también la higiene. Al menos de momento. Que aquí siempre hemos sido mucho de limpiar solo donde se ve, de cara a la galería, y ahora con el “bicho” nos hemos hecho fans de la lejía y el gel hidroalcohólico. 

Imagen de Vania dos Santos vvaniasantoss en Pixabay 

Pero ya. Debe ser lo único que ha cambiado esta crisis que iba a servirnos para mejorar y para dar una vuelta completa a las conciencias. “Ya nada será igual”, decían algunos. “El distanciamiento social nos condenará a la extinción”, barruntaban los más cenizos. “Esto servirá para que se acaben los recortes en Sanidad y se dote al sistema con los recursos necesarios”, se felicitaban los más ingenuos. Pero sospecho que en unas semanas volveremos al punto de partida. Porque, para que algo cambie, los primeros que tenemos que cambiar somos nosotros y, admitámoslo, somos incorregibles. 

Ya casi nadie se acuerda de los sanitarios, ni de los trabajadores de supermercados o emergencias. Leía hace unos días en las redes sociales a una médica que se lamentaba de que, pasado el gran pico de la crisis sanitaria del coronavirus, en los servicios de urgencia del hospital vuelven a encarárseles los pacientes y sus familiares por múltiples razones: por tener que esperar demasiado, por no recibir la atención que ellos esperan o por no ser sometidos a las pruebas que ellos creen que precisan. Igual que antes de que la COVID-19 se llevara más de 26.000 vidas en España, casi 8.500 de ellas en la Comunidad de Madrid. 

Justamente aquí a partir de este lunes vamos a poder ir a la farmacia a recoger una mascarilla FFP2 gratis, una por cabeza y tarjeta sanitaria, gentileza de nuestro Gobierno regional. Coincidiendo con este anuncio, la Asociación Madrileña de Enfermería ha lanzado la campaña “Apadrina a un profesional de la Sanidad” en la que invita a cada ciudadano a donar a un sanitario esa mascarilla que le toca para que los profesionales puedan seguir trabajando seguros en los hospitales, ante la precariedad -denuncian- en la que siguen instalados.
¿Pasar de fase? ¿Para qué? Si estamos todos cómodamente instalados en un constante desfase.

domingo, 26 de abril de 2020

Mis hijos y yo nos quedamos en casa

Sé que lo que estoy a punto de escribir no va a despertar muchas simpatías hacia mi persona, pero he llegado a una edad en la que ya he asumido que es imposible gustarle a todo el mundo. Si mis hijos tuvieran menos de 14 años, hoy no saldrían a la calle. De hecho, no entiendo por qué la desescalada ha empezado por los críos. Como tampoco entiendo por qué todo un vicepresidente del Gobierno se dirige a menores de edad en un discurso televisivo.


Menos mal que a los chavales tantas comparecencias de señores con traje y uniforme les parecen un rollo y no las siguen en directo. Bueno, a los chavales y a los adultos, porque debe haber un término medio entre comparecer por plasma y dar tres ruedas de prensa al día, ¡por favor! Alguien ha debido pensar que la transparencia era esto y que así se combate la desinformación. Y no exactamente. 

Hoy, a la vez que entra en vigor otra prórroga de quince días del estado de alarma, se levanta la veda a las salidas infantiles. Los paseos con niños se suman ahora a los paseos con perros. Las vistas desde mi terraza van a brindarnos grandes y entretenidos momentos. Podremos jugar a ver quién se pasa por el forro primero la fórmula 1+1+1 (un progenitor, una hora, un kilómetro).

Primer día de salida a la calle de los niños
Después de rectificar la idea inicial de mandar a los niños al súper y a la farmacia con los adultos, hoy estrenamos el derecho a pasear a los críos dentro de un orden. Me compadezco de los padres que tienen que explicar a sus hijos que salir a la calle no significa que puedan deslizarse otra vez por el tobogán, jugar un partido de fútbol con los amigos, ir a cazar lagartijas a la sierra o abrazar a un compañero del cole si se lo cruzan por la calle. Imagino que eso es lo que más le puede apetecer a un crío que atraviesa la puerta de la calle por primera vez después de seis semanas encerrado. Admitámoslo: salir de casa para dar vueltas a la manzana de la mano de papá o rodar un kilómetro sobre el patinete pegado a mamá no es la idea de diversión. 

Encuentro voces expertas a favor y en contra. La pedagoga e investigadora Heike Freire defiende que los niños necesitan salir a la calle por salud, mientras que la pediatra María Buades sostiene que no deben salir hasta que el virus esté controlado y que la plasticidad de su cerebro evitará cualquier posible secuela. Unos psicólogos aseguran que permanecer tanto tiempo encerrados afecta al desarrollo neuronal de los niños, en particular los menores de 6 años, mientras algunos sociólogos opinan que el encierro, a priori, no tiene por qué conllevar consecuencias negativas para ellos. Así que, en esto, como en todo, hay opiniones para todos los gustos. Personalmente, yo le veo más inconvenientes que ventajas. 

No pongo en duda los estudios que confirman que en China uno de cada cinco niños tenía síntomas depresivos después de un mes de confinamiento y que algo así puede estar ocurriendo en España tras seis semanas encerrados en casa. Pero no deberíamos olvidar a los otros cuatro de cada cinco que están viviendo esta realidad sin mayor trauma. 

Algunas veces desdeñamos la inmensa capacidad de adaptación que tiene el ser humano. También los pequeños seres humanos. Además, los niños son los mayores expertos en dejar volar la imaginación. Si son capaces de convertir una caja de zapatos en una nave espacial, pueden permanecer dos semanas más en sus casas rompiendo jarrones a balonazos, saltando a la comba en la cocina y dando volteretas sobre su cama. 

Creo que el lugar donde deben quedarse los niños mientras todo se tranquiliza es un entorno seguro, controlado, familiar, donde ni se contagien ni contagien. En una palabra: su casa. Allí tienen sus juguetes, sus cuentos, sus rutinas… Aunque no haya jardín o parque, estoy segura que pueden aguantar quince días más sin salir. Así sus padres se evitarían el engorro que va a suponer higienizar el patinete o la pelota. Por no hablar del estrés que les va a generar a muchos, -los más responsables, imagino-, cumplir las indicaciones y no superar el kilómetro de distancia de casa y controlar al pequeño para que no se desmadre, no toque mobiliario urbano o se lance a los brazos de algún amigo que encuentre en el paseo. 

Imagen de Victoria Borodinova en Pixabay 
¿Secuelas? No creo. Los niños recordarán esto como una aventura. Casi como unas vacaciones, si no fuera por los deberes que están mandando los colegios. Admitamos que ahora los horarios son menos estrictos. Por las mañanas no suena el despertador y se van más tarde a la cama. Algunos padres nos hemos vuelto más 'flexibles' con el consumo de tele y videojuegos, e incluso realizamos actividades familiares todos juntos para las que antes nunca encontrábamos la ocasión. 

¿Que parecen más irritados? Puede, pero como cualquier adulto. De hecho, no creo que ellos necesiten salir del encierro más que nosotros. Igualmente, ambos deberíamos entender que la medida de confinamiento es por nuestro bien y que cuando antes contengamos la enfermedad, antes recuperaremos la normalidad. A veces pienso que los niños lo procesan mejor que los adultos. Seguro que hoy más de un hijo se niega a salir para disgusto de su padre. 

Todavía hay gente que no ha pillado el sentido del confinamiento. Todavía hay gente que va todos los días a comprar el pan. Todavía hay dueños de mascotas que estos días están paseándolas más que en toda la vida del chucho. Todavía hay clientes que se tiran dos horas en el supermercado toqueteando todos los productos indecisos sobre cuál elegir. Todavía hay gente que no ha entendido lo de salir de casa solo cuando sea estrictamente necesario. Todavía hay quien piensa que esta lotería no le va a tocar y que lo de frenar los contagios encerrándonos a cada uno en nuestra casa es una soberana gilipollez. 

Tengo dos hijos que ya no están en el tramo de edad que nos ocupa. De hecho, a raíz de esta medida, hemos descubierto que ya podían pisar la calle para hacer pequeños recados. Pues bien, desde que comenzó el encierro no han mostrado ningún interés en salir de casa. Nos cuesta incluso que bajen a tirar la basura. Las series, las películas, los videojuegos, la música son sus válvulas de escape. Alguna vez mi hija suspira por no poder ir al cine o salir de fiesta con los amigos, pero las videollamadas y las aplicaciones de mensajería la tienen constantemente conectada con ellos. En cambio mi hijo firmaría por alargar la medida hasta el verano. Por lo demás, bailan, hacen ejercicio y se pelean, como si no estuviéramos confinados. No me parece que estén tristes o deprimidos. Aunque, claro, nosotros somos afortunados. En casa hay una nevera llena y wifi, Netflix, Movistar, móviles, ordenadores, tablets, PlayStation y Xbox. A veces tenemos que obligarles a asomarse a la ventana o salir a la terraza para que les dé un rayo de sol. 

¿Que si estas semana les crearán un trauma? Ninguno. Las mayores secuelas, en todo caso, las voy a sufrir yo, que envejezco mientras ellos crecen y siento que se me escapa la vida. Yo, que no puedo ir cada día al gimnasio para mantener a raya mi estrés y mi peso; ni trotar una hora de vez en cuando por el campo para oxigenar el cerebro y el corazón; ni socializar en una terraza con unas cañas; ni ir al fisio para que me descargue el cuello y los hombros; ni a la peluquería para ver qué pueden hacer con estas canas; ni a una playa para contemplar una puesta de sol sobre el mar; ni visitar a mi madre para darle un abrazo y ver qué tal va. 

Y a pesar de esos daños colaterales, prefiero que todos nos quedemos en casa, incluidos los niños, y no contribuir a llenar de gente el espacio público, si eso supone recuperar con seguridad nuestra vida anterior o lo que sea que nos espera después del coronavirus. ¿Sufrir? Esto no es sufrir, ¡coño! Esto es ejercitar la virtud de la paciencia. Sufrir es lo que planteaba en este tuit el croata Sasa Jovic, entrenador de balonmano, que vivió la guerra de los Balcanes cuando tenía 16 años y sabe lo que es estar confinado de verdad por salvar la vida.
Ya sé que no es comparable, pero quizá nos vendría bien relativizar. Sasa Jovic no tenía una fecha marcada en el calendario para salir de aquel sótano. Nosotros sabemos que en el mes de mayo volveremos a pisar la calle. ¿De verdad esperar dos semanas más supone mucho sufrimiento para los niños? Pues que sufran también un rato, que no les va a pasar nada. Sufrir también forma parte de la vida, ¿no? Así se van entrenando.