Mis hijos están en pie de guerra. No entienden por qué, de repente, a sus padres nos ha entrado la neura y hemos retirado de la nevera y la despensa alimentos que antes consumíamos con frecuencia. Les molesta especialmente que hayamos prescindido del azúcar en la dieta familiar y que consultemos en las etiquetas los ingredientes de cada producto para desechar el que lo contiene sin venir a cuento, por ejemplo la salsa Ligeresa. No imagináis qué tres semanas llevamos desde que les ‘obligamos’ a probar a qué sabía la mahonesa de verdad, la que se hace con un huevo, aceite, sal y una batidora. Y no os cuento el drama que supone llenar la cesta de la compra con artículos 0%.
Añoran –y nos lo dicen con ojos de niños de la calle, como si se hubieran escapado de una novela de Dickens- aquellos tiempos de su infancia en los que, una vez a la semana, aparecían en su plato, como caídas del cielo, empanadillas, croquetas y varitas de pescado precocinadas, e idealizan esos pasados menús de fritanga. El último elemento que hemos censurado en casa es el aceite de palma. Cuando han descubierto que ese ingrediente aparece en la mayoría de sus snacks favoritos y en la bollería más sabrosa, se les ha venido el mundo encima.
Hay que decir, en honor a la verdad, que mis hijos pierden toda la fuerza por la boca. Son protestones -mucho- pero al final no les queda otra que pasar por el aro y comerse las verduras, almorzar bocadillos de pan integral y merendar frutas. Tratamos de hacerles entender que es por su bien, que la base de una buena salud está en una alimentación sana y equilibrada, que cuantos menos conservantes, colorantes y aditivos contenga un alimento más genuino será, que hay que huir de la comida procesada, que es fundamental lo de las 5 raciones de frutas y verduras diarias, que cuando sean mayores nos lo agradecerán… Pero después de todo este peñazo de discurso teórico que nos marcamos día sí y día también, ellos siguen en sus trece y nos rebaten –qué listos y persistentes son los ‘jodíos’- alegando que si desde pequeños les hubiéramos inculcado todas estas pautas, ahora ya estarían acostumbrados, no conocerían otra cosa y no tendrían con qué comparar. Claro, quien ha conocido el cielo no suele querer abandonarlo voluntariamente para instalarse en el infierno.
Os estoy imaginando compadeciéndolos por estos padres que les han tocado. ¡Alto ahí! Que tampoco somos talibanes, ni sádicos torturadores. Y, sobre todo, tenemos los pies sobre la tierra y sabemos que es complicado tratar de convencer a unos preadolescentes para que adopten hábitos y comportamientos que chocan con la norma general. Soy consciente de que salir al recreo y verte rodeado de compañeros con bolsas de patatas y Bollycaos supone una gran tentación, por no hablar del sentimiento de ‘pobre desgraciado’ que te inunda cuando, en medio de ese festín, tú sacas una mandarina y un puñado de almendras.
No sé si estaremos equivocados. Ignoro si las pautas que estamos siguiendo serán o no las correctas. Muchas veces ni siquiera quienes se dedican a este negociado se ponen de acuerdo. Cada día sale un nuevo estudio sobre nutrición que cuestiona el anterior, aunque existen algunos conceptos básicos sobre los que no hay discusión. A ratos me da por preguntarme por qué las autoridades no hacen nada por frenar a la industria alimentaria y limitar –si no prohibir- la utilización de determinados aditivos cuyo consumo puede perjudicar a la salud. Pero rápidamente me acuerdo de que siguen existiendo los estancos donde se vende un producto como el tabaco que contiene sustancias altamente adictivas y donde lo más lejos que ha llegado la legislación es a obligar a los fabricantes a decorar las cajetillas con frases lapidarias e imágenes de los efectos demoledores que puede causar este producto.
Entendido. Aplaudo que, por encima de la preocupación de un Estado paternalista por el bienestar de sus ciudadanos, se priorice la libertad del ser humano adulto para elegir si quiere crearse dependencias y jugar a la ruleta rusa con su salud. El problema es cuando, de manera sibilina y soterrada, el mercado juega a crear adictos al dulce y a la comida procesada desde edades tempranas. En ese caso, cuando se trata de menores que no entienden a lo que se exponen y, por tanto, no deberían elegir, somos los adultos responsables quienes estaríamos entonces obligados a procurar evitarlo.
De modo que en esas estamos, tratando de reconducir la situación y reconquistar por el estómago a nuestros hijos. Y os aseguro una cosa: Se puede vivir y disfrutar de la gastronomía mediante una alimentación saludable, prescindiendo de la comida basura, esa que comúnmente se considera un placer. Porque entre la comida ‘aburrida’ también hay placeres, creedme. Eso no significa que, un día, ocasionalmente, no puedas tomar una pizza, un helado, chocolate, churros, una hamburguesa o unas croquetas con jamón. Y ya puestos, un vino. Y si no lo hubiera dejado, hasta un cigarrito. Que una no es de piedra y alguna vez también cae en la tentación.
Creo que no hay otra manera de ir hacia una sociedad mas sana que la de educar a los niños para que en un futuro, ya no cuiden su propia salud que seguro harán, sino que reivindiquen el derecho y luchen por la higiene alimentaria de toda la sociedad.
ResponderEliminarEnhorabuena por el blog!
Si me lo permites, abro debate sobre el último párrafo: ¿Quién paga el gasto social derivado de "la libertad del ser humano adulto para elegir si quiere crearse dependencias y jugar a la ruleta rusa con su salud"? ¿Quién es el responsable de que parte del gasto en sanidad tenga que emplearse en las consecuencias de esa libertad en lugar de destinarlo a otras necesidades que no son elegidas por los enfermos? y para que no parezca que mi vida es perfecta y ultra moral, ¿Dónde está la línea que separa mi repercusión normal sobre el sistema sanitario y mi libertinaje ante este?
Un abrazo fuerte!!! Y a seguir asi!
Gracias, Beto. Por supuesto que tienes permiso para abrir debates y si son espinosos todavía mejor ;-)
ResponderEliminarEs complicada la respuesta: ¿Dejamos morir sin tratamiento a quienes enferman por fumar, beber o comer basura? Dirán que ellos pagan sus impuestos como todo el mundo más una tasa extra con la que se grava ese tipo de sustancia nociva que consumen.
A mí casi me resulta más espeluznante comprobar cómo una médico de atención primaria -profesional de la salud, se supone- da de merendar a sus hijos sistemáticamente galletas Oreo.
En fin, el tema da para un amplio debate...