Cuando era una cría y llegaba el verano, aparecían por mi pueblo los forasteros, eso que ahora conocemos como turistas. En ese grupo se englobaba también a los emigrantes, aquellos vecinos de Toro y su alfoz que tiempo atrás se habían visto obligados a abandonar su tierra en busca de trabajo, normalmente asentados en lugares como Cataluña o el País Vasco, y que volvían con sus familias cada año por esas fechas para descansar, disfrutar de las terrazas, aprovisionarse de productos de la tierra y demostrarles a sus paisanos que la escapada del pueblo con una mano delante y otra detrás había merecido la pena.
Recuerdo que este tipo de forastero despertaba cierta antipatía entre algunos vecinos por su manera de comportarse, su aire de superioridad y por sus comentarios, siempre recurriendo a las comparaciones entre lo que se encontraban en el pueblo y lo que ellos tenían en Eibar o Sabadell. Aunque sus raíces estaban allí, se les consideraba de fuera. Es el sino de los emigrantes, que siempre se les asocia a otro lugar distinto de aquel en que se encuentran, aunque pisen la tierra que les vio nacer. A ello contribuía escuchar a sus hijos hablar en euskera o catalán, algo que escocía casi tanto como oír a los padres criticar lo sucio y mal cuidado que estaba el pueblo.
A pesar de todo, gracias a los forasteros, los conocidos y los desconocidos, mi pueblo renacía el mes de agosto. La población se multiplicaba y eso significaba mucho ambiente en las calles, caras nuevas que mirar para combatir el aburrimiento, bares y tiendas a rebosar y, lo más importante, riqueza y prosperidad para comerciantes y hoteleros, que se veían obligados a reforzar su plantilla y aún así hacían su agosto. Algunos vecinos incluso, aprovechando la demanda, alquilaban viviendas que el resto del año tenían vacías y a precios más que interesantes. Una bicoca, vaya.
Esta población extra también acarreaba algunos pequeños problemas, por ejemplo, en el suministro de agua. Debía ser que coincidíamos todos duchándonos a la misma hora y en los pisos altos solo nos salía por el grifo un tímido hilillo. También había que esperar largas colas en la carnicería hasta que te tocaba el turno. Y en cuanto a encontrar hueco en un velador, era como el sueño imposible de una noche de verano.
Cuando acababa el mes de agosto y los forasteros comenzaban a marcharse, el pueblo recuperaba poco a poco la normalidad y volvía a sumirse en la modorra habitual. Los contratados temporales regresaban a la cola del paro, las casas de alquiler se cerraban y las terrazas de los bares quedaban vacías. Así que con ese panorama depresivo, desde el momento que sonaba la traca del final de las fiestas, los mismos que echaban pestes antes del verano, empezaba a añorar secretamente a los forasteros.
Rememoro estos recuerdos de infancia al hilo del ramalazo de turismofobia que les ha dado a algunos en Cataluña, Baleares y País Vasco. Cualquier ciudad debería soñar con aparecer en las guías turísticas. Los visitantes animan las ciudades y suelen dejar dinero, aunque solo sea el euro que cuesta la botella de agua mineral para calmar la sed o el imán para la nevera. Tendríamos que considerar un honor que la gente se interese por conocer el lugar donde nacimos. No hay sensación más fascinante que redescubrir las maravillas que te rodean, y que ya casi ni aprecias por la fuerza de la costumbre, a través de unos ojos que las admiran por primera vez. Los pueblos en los que no hay más gente que sus habitantes de siempre son grises, aburridos y no prosperan. Así que boicotear la llegada de visitantes, ser poco hospitalario con ellos, es poco inteligente y muy mezquino. Además, todos deberíamos poder perdernos por los rincones del mundo que más nos apetecieran, sin necesidad de visados, cuotas, permisos... Ya sé que es una entelequia, pero no me negaréis que sería perfecto. Solo habría que cumplir ciertas normas básicas de urbanidad, educación y sentido común. Lo que equivaldría a ser un anti-turista, o lo que es lo mismo, un verdadero viajero. La diferencia radica en cambiar la mentalidad.
Algunos turistas viajan aborregados arrasando con todo a su paso, hacen fotos con flash donde pone bien claro ‘prohibido fotos con flash’, pisan por donde pone ‘no pisar’, cometen el crimen de escribir su nombre en los monumentos que visitan y exhiben sin pudor algunos comportamientos tirando a salvajes. En este último apartado lo mismo se puede incluir a los del balconing que a los que deslumbran a pilotos con un láser o los que se pillan una buena tajada y terminan meando en tu portal, vomitándote el felpudo o durmiendo la mona encima de las petunias que acababas de plantar. Sufrir a diario ese tipo de turismo debe ser lo más parecido a vivir un infierno en el paraíso. Agotaría la paciencia de cualquiera. Así que es más que comprensible que haya quien se queje por todas esas incomodidades y también por ver cómo este fenómeno incrementa los precios de los alquileres, expulsa a los vecinos de su barrio y fomenta el empleo precario estacional en la hostelería, un sector que se nutre de trabajadores poco cualificados, los únicos dispuestos a trabajar en turnos maratonianos por sueldos mínimos.
Y, ¿cuál es la solución? No creo que sea prohibir el turismo, sino tratar de hacerlo sostenible; favorecer al viajero que respeta el lugar y a sus gentes y que busca algo más que alcohol y problemas; sancionar a los energúmenos que perjudican más que benefician; y lograr el equilibrio entre la vida cotidiana de quienes tienen la suerte de residir en el paraíso y el ardor vacacional del turista que lo visita.
Para terminar os planteo una duda que me surge. Porque coincidiréis conmigo en que estas actitudes poco civilizadas no son exclusivas de los turistas. ¿Qué pasa cuando esos mismos comportamientos irrespetuosos los reproducen los propios lugareños descerebrados? ¿Qué hacemos con ellos? Espero que quienes agitan hoy las pancartas contra los turistas y atacan al sector hagan lo propio contra cualquiera que disturbe la paz, el orden cotidiano y la convivencia ciudadana en su entorno, aunque sean sus hermanos, sus hijos o sus colegas.
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