El mosaico de Miró en la Rambla ya no se ve. Lo cubren por completo las velas, flores, mensajes, peluches, dibujos, fotografías y demás detalles que la gente ha ido depositando de manera espontánea en el lugar donde concluyó su carrera mortal la furgoneta que atropelló a cientos de personas hace una semana en Barcelona. En siete días este altar improvisado ha ido ganando espacio y ya se extiende más allá del perímetro de la obra del artista catalán. De hecho, además de este núcleo central, todo el tramo de la Rambla que recorrió el terrorista lanzando por los aires con su vehículo a todos los viandantes que se encontraba a su paso, está hilvanado por espacios memoriales de la masacre. Hay misivas de gente anónima, de amigos y familias de las víctimas, de turistas y locales, de quienes socorrieron y quienes sobrevivieron. Y velas encendidas, muchas. Más que en el interior de la Sagrada Familia o la Basílica de Santa María del Mar.
Si antes las Ramblas eran un lugar de visita y paso obligados, de trasiego y alegría, barullo y fiesta, ahora se han convertido en punto urbano para el recogimiento, un templo de peregrinación; todo el que está en Barcelona quiere pasar por allí para rezar por los muertos, para curiosear, para hacer fotos, para llorar o para dejar una vela con un poema. Es como un ritual de duelo, un gesto catártico. Las personas que se acercan por allí rinden homenaje a los muertos y con su gesto reivindican que nadie les olvide. Todo muy normal y muy digno. Así mantienen el luto. El drama está demasiado reciente. Aún hay gente luchando por su vida en los hospitales. La noticia sigue abriendo los telediarios. Pero, ¿hasta cuando deben mantenerse esos altares espontáneos? ¿Qué dimensiones van a alcanzar? ¿Cubrirán toda la Rambla? Ya cuesta desplazarse por el bulevar central. ¿En qué momento podrá retirarse todo esto sin que la ciudadanía se sienta ultrajada y las víctimas y sus familias despreciadas? Es complicado. A ver quién es el valiente que levanta esa alfombra de solidaridad popular. Por lo pronto, la alcaldesa ha anunciado que tras la manifestación de este sábado, se concentrarán todos los mensajes y ofrendas en un solo punto.
Arriesgándome a que os parezca una persona sin corazón, os diré que no me gustan los altares callejeros. Me abruman. Si acaso, prefiero encender velas en los templos y llevar flores al cementerio. Y no me malinterpretéis. Siento profunda rabia y tristeza por lo sucedido en Barcelona y Cambrils, pero marcar con un osito de peluche las baldosas sobre las que quedó tendido uno de los pequeños atropellados por el salvaje terrorista no me haría sentir mejor, ni creo que consuele a los padres que lloran su pérdida. Quizá os parezca que sueno desalmada, pero considero que ese tipo de gestos solo sirven para bloquearnos y regodearnos en la pena. Inundar de velas y flores espacios públicos urbanos puede reconfortar temporalmente, pero tiñe de tristeza el corazón de la ciudad, frena su latido, alarga el luto y acrecienta el miedo, que es precisamente lo que buscan los salvajes que provocan el terror. Es evidente que no puedes prohibirle a la gente que demuestre su dolor como le pida el cuerpo, pero creo que sería positivo tratar de canalizar ese sufrimiento de manera más racional para que no contagie como una epidemia de patetismo al conjunto de la sociedad. Por eso me ha descolocado ver estos días a reyes, ministros y resto de representantes políticos depositar también sus flores y velas en las Ramblas -mimetizados con la masa que construye altares-, contribuyendo a aumentar los metros cuadrados de ofrendas, como si el tamaño en esto importara. Prefiero verles trabajando juntos para evitar que se repita este tipo de ataques o andando de la mano en manifestaciones como la de este sábado.
En el 11-M también se sembraron de símbolos Atocha y los otros puntos donde estallaron los trenes de la muerte. Dos meses después, RENFE decidió retirar estos altares, dada su dimensión, el peligro de incendio que suponía mantener tantas velas encendidas y las trabajosas labores de limpieza que exigían. Todos los objetos fueron entregados al CSIC para crear un “Archivo del Duelo” que ayudara a comprender antropológicamente las reacciones de los ciudadanos ante aquellos terribles atentados. Poco después, para cerrar el círculo, se erigió el monumento del 11-M en Atocha y el Bosque del Recuerdo en el Retiro, lugares ya específicamente creados para honrar a las víctimas. En Barcelona también se planea crear un monumento de homenaje a quienes fueron asesinados en las Ramblas. Mientras llega, los que viven y trabajan en la zona, que ya empiezan a necesitar –y reclamar- recuperar la normalidad, deberán tener un poco más de paciencia. Así es la vida, lo que a unos les consuela, a otros les amarga.
Con estos altares me ocurre algo parecido a lo que me provocan los ramos de flores que seguro habréis visto alguna vez amarrados en los guardarrailes de ciertas carreteras, esos que marcan el punto kilométrico o la curva donde perdió la vida el hijo, el hermano, la pareja, el padre, el novio o el amigo de alguien. Al principio son flores frescas; con el tiempo se quedan secas. Finalmente alguien decide instalar unas de plástico si es que antes no desaparecen. Inevitablemente cuando pasas por ahí sabes que alguien murió en aquel lugar y su ausencia dejó roto el corazón de sus seres queridos. Hay gente a la que le molesta y despista ver esas señales de la muerte; otros que las interpretan como un aviso para aumentar la prudencia; y quienes las colocan dicen que solo pretenden estar más cerca de aquellos que perdieron. A mí cuando las avisto me recorre la columna un escalofrío.
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