Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

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sábado, 20 de febrero de 2021

Resistir hasta que se cansen

He visto un vídeo de Betevé, el canal de televisión de Barcelona, que refleja muy gráficamente el momento que vivimos y que incluso podría ser interpretado como una metáfora de por dónde podría pasar la solución a la violencia en las calles

En la imagen aparecen varios de los alborotadores de estas guerrillas urbanas que durante las últimas noches han provocados disturbios en distintos puntos del país tras la entrada en prisión del rapero Pablo Hasel. Están en una calle de la capital catalana e intentan sin éxito derribar una jardinera. Por mucho que la zarandean, en solitario o en equipo, la jardinera se mantiene anclada al suelo y no hay quien la tumbe. 

El vídeo dura 35 segundos e ignoro si el intento desesperado por destrozar ese elemento es previo al momento en que alguien le dio a grabar, aunque sospecho que no. Estoy convencida de que los chavales fueron incapaces de llegar siquiera al minuto de empeño, una actitud muy a tono con la vida actual, donde impera la filosofía de la inmediatez, el deseo satisfecho al instante, el “lo veo, lo quiero”. Cualquier cosa que implique un esfuerzo extra, una dedicación, un sacrificio o un proceso lento, se desecha, deja de ser interesante, no merece la pena perder el tiempo en ella. 

No he podido evitar fijarme en el gesto final de uno de los derrotados por la jardinera. Ese que se rendía ante la evidencia de que aquel elemento del mobiliario urbano estaba más enraizado en la ciudad que él mismo, pero evitaba asumir su suspenso en 1º de Vandalismo. Y me ha dado por pensar que quizá ahí está la clave. La democracia sería esa jardinera. Si está bien anclada, soportará cualquier embestida. El resto es resistir y esperar a que los que la atacan se cansen. 

Imagen de Pablo Hasel en uno de sus vídeos

Por cierto, yo tampoco creo que Pablo Hasel deba estar en prisión, por muchas barbaridades que diga en sus rapeos, tuits y entrevistas. En alguna ocasión he hablado en este blog sobre las canciones que sonaban en los bares de mi pueblo allá por los años 80, que coreábamos y bailábamos a pesar de lo delirante de sus letras. Que yo recuerde, ninguna de las bandas de rock radical vasco que firmaban esos temas, desde La Polla Records a Eskorbuto o Kortatu, terminaron en un proceso judicial ni esas letras nos incitaron a cometer ningún delito. 

Otra cosa es que después de enaltecer el terrorismo y sembrar odio, Hasel haya reincidido y desafiado al Código Penal rociando de lejía a un periodista y amenazando a un testigo. Debería entender que la violencia ni sale gratis ni es la solución, por muy amargado y frustrado que esté. Lo único que ha ganado, eso sí, es que ahora su nombre suene más de lo que han sonado y sonarán nunca sus canciones. 

Aún así, defiendo el derecho de los que no piensan como yo, porque no se han informado o porque les pierde la pasión antisistema, a salir a manifestarse y exigir que dejen libre a Hasel. Ahora, también espero que sean conscientes de que insultar, escupir y arrojar botellas a los policías que vigilan las protestas dista bastante de considerarse defensa propia. Las ideas tampoco se defienden quemando contenedores, reventando lunas, saqueando comercios o atizándole a un ‘madero’ con un adoquín. Más bien se desinflan.

Imagino que algunos pueden sentirse tentados de aprovechar el barullo para comprobar si la descarga de adrenalina que experimentan con los videojuegos en su habitación es similar a la lucha real en la calle. Si lo hacen, habrán cruzado la línea entre la realidad y la ficción. Pasarán al lado oscuro de verdad y se arriesgarán a ser detenidos y acabar mal. No podrán alegar que ejercían su libertad de expresión. Ese derecho no se ejerce lanzando piedras, sino argumentos.

domingo, 4 de agosto de 2019

Yo también estoy contribuyendo a la turistificación

La Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona ha lanzado una campaña para reducir la masificación de turistas en la ciudad, lo que llaman turistificación. Se les ha ocurrido preparar unos panfletos que reparten por zonas muy frecuentadas en los que les piden a los turistas que, cuando regresen a sus países, no cuenten a nadie que han estado en Barcelona, que guarden el secreto de los tesoros que han contemplado.



La iniciativa, por lo naif, despierta en mí cierta ternura, aunque en otros lo que provoca es pitorreo, sobre todo por el vídeo que ha circulado y se ha hecho viral en el que aparece la presidenta de la Federación intentando argumentar su postura.

                   
Lo siento, pero me cuesta mucho no hablar bien de Barcelona y recomendarle a cualquiera que visite la ciudad. Es más, lo siento, pero en cuanto tenga oportunidad volveré a visitarla. Y lo siento por los vecinos de la ciudad a los que les estorbe mi presencia. Trataré de pasar más desapercibida. 

Ya he escrito otras veces en este blog sobre los problemas del turismo. Es un negocio que tiene tantos beneficios como efectos secundarios perniciosos. Hay un turismo que contamina, molesta, degrada… Va con la manera de ser y la educación de la gente. No hay más que ver por las costas -y también el interior-las hordas de borrachos ingleses, alemanes -y también españoles- dando la nota. Así que es lógico que los residentes habituales de los llamados puntos de interés, aquellos lugares que la gente desea visitar, se sientan en muchos casos invadidos.

Me quedó claro hace algunos días cuando visité Mallorca por primera vez y viví algunos momentos de un surrealismo daliniano. En pleno verano, como es lógico, la isla está sobresaturada, particularmente de alemanes. Puedes pasar horas sin escuchar a nadie a tu alrededor hablando en castellano. Por cierto, me llamó la atención la cantidad de cochonetas y flotadores que había en las basuras. Pensé que tenía cierta lógica. Los que vienen desde tan lejos no deben viajar con el inflable de flamenco o unicornio y con la sombrilla; les sale mucho más rentable gastarse 5 euros en España y al cierre de sus vacaciones tirarlo todo a la basura. Así que, mientras el negocio local ingresa por vender plástico, el ayuntamiento de cada zona turística se gasta el equivalente en recoger los residuos de los visitantes.

Pero volviendo a lo que os quería contar. Llegados a nuestro destino, en la costa oriental de la isla, buscamos el hotel en el que nos alojábamos: El Smartline Anba Romani, asequible y con buena pinta, según vimos en Booking. Nada más acceder al vestíbulo, Laura, la memorable recepcionista, nos saludó en alemán. Os aseguro que parecemos cualquier cosa menos ejemplares de la raza aria. Respondimos en castellano y continuó dirigiéndose a nosotros en el idioma de Ángela Merkel, como con el piloto automático puesto, hasta que le pregunté si podíamos comunicarnos en castellano. A partir de ahí todo fue extremadamente atípico, desde la conversación hasta los trámites. Por ejemplo, en vez de pedirnos la documentación para registrarnos, nos dio unos papeles y unos bolígrafos para que anotáramos nosotros mismos nuestros datos personales. “Y lejos del mostrador de recepción, para no molestar”, dijo. Si fuéramos más gamberros podíamos habernos inventado el nombre del huésped, no sé… quizá “Napoleón Bonaparte”, y anotar un DNI tan loco como estaba resultando toda aquella experiencia. Dudo que hubiera pasado nada.

A continuación cayó en la cuenta de que no nos había cobrado la ecotasa a todos. No nos sorprendimos, ya habíamos viajado a otros destinos donde cargan a los viajeros en los hoteles una tasa simbólica. Lo comprendo. Si durante un tiempo duplicas tu población y esos no empadronados también se benefician de los servicios de todos, resulta ilógico que afrontes la inversión solo con los impuestos de los residentes. Pensamos que en este caso, en Mallorca, sería algo así como un euro, pero ella nos sacó del error con una sonrisa y la mirada de quien piensa: “Valientes gilipollas”. “3,30 por noche y persona mayor de 16 años”, nos aclaró. Y cuando terminamos de procesarlo se nos ocurrió comentar que con ese precio daban ganas de no volver, a lo que ella contestó: “Pues mejor para nosotros, así estamos más tranquilos los de la isla”. ¡Con dos cojones! Le contestamos que sin turismo quizá ella no tendría trabajo, pero nos miró enseñando todos sus dientes y dando la impresión de importarle una mierda. Quizá no se paró a pensar en lo que ingresa esta comunidad autónoma no ya solo con el turismo, sino simplemente con este impuesto aplicado al turista. 

Dice un proverbio chino “Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a hacerse realidad”. Mientras esta mallorquina que se gana la vida gracias al turismo sueña con no ver un turista por su isla, en Egipto tratan de salir del hoyo en el que los enterró la primavera árabe y recuperar a los visitantes que les llevaban prosperidad. Aunque sea permitiéndoles hacerse selfies gratis con las momias o Tutankamon.

Por cierto, ya que en Baleares cobran lo que cobran al viajero por gozar del privilegio de nadar en las aguas cristalinas de las calas y tumbarse en la arena fina de la orilla, quizá podían invertir algo más de esos ingresos en mantener limpio el paraíso.

viernes, 25 de agosto de 2017

No me gustan los altares callejeros

El mosaico de Miró en la Rambla ya no se ve. Lo cubren por completo las velas, flores, mensajes, peluches, dibujos, fotografías y demás detalles que la gente ha ido depositando de manera espontánea en el lugar donde concluyó su carrera mortal la furgoneta que atropelló a cientos de personas hace una semana en Barcelona. En siete días este altar improvisado ha ido ganando espacio y ya se extiende más allá del perímetro de la obra del artista catalán. De hecho, además de este núcleo central, todo el tramo de la Rambla que recorrió el terrorista lanzando por los aires con su vehículo a todos los viandantes que se encontraba a su paso, está hilvanado por espacios memoriales de la masacre. Hay misivas de gente anónima, de amigos y familias de las víctimas, de turistas y locales, de quienes socorrieron y quienes sobrevivieron. Y velas encendidas, muchas. Más que en el interior de la Sagrada Familia o la Basílica de Santa María del Mar.


Si antes las Ramblas eran un lugar de visita y paso obligados, de trasiego y alegría, barullo y fiesta, ahora se han convertido en punto urbano para el recogimiento, un templo de peregrinación; todo el que está en Barcelona quiere pasar por allí para rezar por los muertos, para curiosear, para hacer fotos, para llorar o para dejar una vela con un poema. Es como un ritual de duelo, un gesto catártico. Las personas que se acercan por allí rinden homenaje a los muertos y con su gesto reivindican que nadie les olvide. Todo muy normal y muy digno. Así mantienen el luto. El drama está demasiado reciente. Aún hay gente luchando por su vida en los hospitales. La noticia sigue abriendo los telediarios. Pero, ¿hasta cuando deben mantenerse esos altares espontáneos? ¿Qué dimensiones van a alcanzar? ¿Cubrirán toda la Rambla? Ya cuesta desplazarse por el bulevar central. ¿En qué momento podrá retirarse todo esto sin que la ciudadanía se sienta ultrajada y las víctimas y sus familias despreciadas? Es complicado. A ver quién es el valiente que levanta esa alfombra de solidaridad popular. Por lo pronto, la alcaldesa ha anunciado que tras la manifestación de este sábado, se concentrarán todos los mensajes y ofrendas en un solo punto.

Arriesgándome a que os parezca una persona sin corazón, os diré que no me gustan los altares callejeros. Me abruman. Si acaso, prefiero encender velas en los templos y llevar flores al cementerio. Y no me malinterpretéis. Siento profunda rabia y tristeza por lo sucedido en Barcelona y Cambrils, pero marcar con un osito de peluche las baldosas sobre las que quedó tendido uno de los pequeños atropellados por el salvaje terrorista no me haría sentir mejor, ni creo que consuele a los padres que lloran su pérdida. Quizá os parezca que sueno desalmada, pero considero que ese tipo de gestos solo sirven para bloquearnos y regodearnos en la pena. Inundar de velas y flores espacios públicos urbanos puede reconfortar temporalmente, pero tiñe de tristeza el corazón de la ciudad, frena su latido, alarga el luto y acrecienta el miedo, que es precisamente lo que buscan los salvajes que provocan el terror. Es evidente que no puedes prohibirle a la gente que demuestre su dolor como le pida el cuerpo, pero creo que sería positivo tratar de canalizar ese sufrimiento de manera más racional para que no contagie como una epidemia de patetismo al conjunto de la sociedad. Por eso me ha descolocado ver estos días a reyes, ministros y resto de representantes políticos depositar también sus flores y velas en las Ramblas -mimetizados con la masa que construye altares-, contribuyendo a aumentar los metros cuadrados de ofrendas, como si el tamaño en esto importara. Prefiero verles trabajando juntos para evitar que se repita este tipo de ataques o andando de la mano en manifestaciones como la de este sábado.

En el 11-M también se sembraron de símbolos Atocha y los otros puntos donde estallaron los trenes de la muerte. Dos meses después, RENFE decidió retirar estos altares, dada su dimensión, el peligro de incendio que suponía mantener tantas velas encendidas y las trabajosas labores de limpieza que exigían. Todos los objetos fueron entregados al CSIC para crear un “Archivo del Duelo” que ayudara a comprender antropológicamente las reacciones de los ciudadanos ante aquellos terribles atentados. Poco después, para cerrar el círculo, se erigió el monumento del 11-M en Atocha y el Bosque del Recuerdo en el Retiro, lugares ya específicamente creados para honrar a las víctimas. En Barcelona también se planea crear un monumento de homenaje a quienes fueron asesinados en las Ramblas. Mientras llega, los que viven y trabajan en la zona, que ya empiezan a necesitar –y reclamar- recuperar la normalidad, deberán tener un poco más de paciencia. Así es la vida, lo que a unos les consuela, a otros les amarga.

Con estos altares me ocurre algo parecido a lo que me provocan los ramos de flores que seguro habréis visto alguna vez amarrados en los guardarrailes de ciertas carreteras, esos que marcan el punto kilométrico o la curva donde perdió la vida el hijo, el hermano, la pareja, el padre, el novio o el amigo de alguien. Al principio son flores frescas; con el tiempo se quedan secas. Finalmente alguien decide instalar unas de plástico si es que antes no desaparecen. Inevitablemente cuando pasas por ahí sabes que alguien murió en aquel lugar y su ausencia dejó roto el corazón de sus seres queridos. Hay gente a la que le molesta y despista ver esas señales de la muerte; otros que las interpretan como un aviso para aumentar la prudencia; y quienes las colocan dicen que solo pretenden estar más cerca de aquellos que perdieron. A mí cuando las avisto me recorre la columna un escalofrío.