Me resistía a hablar del tema de moda, pero al final no he podido evitarlo. Eso sí, me propongo tratarlo de manera sosegada, con argumentos algo pueriles, muy en plan parábola infantil.
Parto de un convencimiento: Se puede tener identidad propia, personalidad distintiva, incluso amplia autonomía de pensamiento, acción y gestión, y a la vez pertenecer a algo más grande, un ente superior bajo cuyo paraguas te cobijas junto con otros tantos como tú y a cuya prosperidad contribuyes. Imaginemos una especie de puzzle. Una pieza puede pensar que es la mejor, que aporta más que las otras, que ha hecho más méritos que el resto, que está en una zona estratégica del rompecabezas y sin ella nada fluye, que podría ir por libre y sobrevivir sola. Pero, aún en el hipotético caso de que fuera así, debe asumir que una pieza de puzzle presenta huecos y salientes que solo tienen sentido encajando con otros huecos y salientes. De modo que ese puzzle estará incompleto sin esa pieza, mientras que esa pieza en solitario no podrá ser puzzle y ya no tendrá gracia. Pero supongamos que en el universo de los puzzles existe la posibilidad de estudiar su modificación. Pensar en opciones. De entrada la pieza debería pulir sus bordes, porque ya no precisa huecos y salientes. Y al puzzle no le quedaría más remedio que cubrir el vacío de la pieza ausente modificando su imagen o estirando las piezas circundantes para hacerlas encajar. Pero para que esta ruptura no sea traumática para nadie, ambos, el todo y la parte, deberían estar de acuerdo, consensuar los pasos a seguir y dedicarle tiempo al proceso.
Pensemos ahora en una máquina de precisión. Piezas distintas y complejas forman parte de un engranaje en el que encajan unas con otras para conseguir que el artilugio funcione y cumpla la función para la que fue creado. Si la tuerca que acciona el movimiento de esa especie de mecano está harta de dar el impulso al mecanismo y sueña con moverse sola, fuera de ese diseño de ingeniería, necesita antes de nada que la desmonten y que se estudie de qué manera compensar su falta. Y ella misma debería calcular de qué forma seguir siendo útil porque –y eso también debe calcularse- quizá con esa operación pierda más que gane.
Si os resultan cargantes y poco atinadas estas metáforas, recurriré a otra más gráfica: imaginad una empresa familiar. Padres, hijos, hermanos, sobrinos trabajando juntos en distintos puestos de responsabilidad para sacar adelante un negocio bien posicionado. El cuñado lleva tiempo sintiéndose ninguneado, piensa que trabaja más que nadie, que consigue los clientes más fuertes y que tiene grandes ideas que no siempre puede poner en marcha porque depende de las decisiones que se tomen en el consejo de administración de la empresa. Protesta, pone malas caras, boicotea y genera mal ambiente en el entorno laboral. Un día decide que se quiere ir y llevarse su parte. Pero hay unos trámites, unos plazos, debe ajustarse a las normas que regulan la sociedad. Hay tiras y aflojas. La cena familiar de Navidad de ese año se convierte en una pesadilla. Y un buen día el cuñado monta un pollo, dice que se va, formatea el ordenador sin contar con nadie, saca del banco lo que considera que es suyo y llega a casa con la noticia. Uno de sus hijos aplaude la decisión valiente de su padre. ‘Ya está bien de someterse a la dictadura del abuelo, ese viejo cascarrabias’, dice. Otro prefiere no manifestarse, por no caldear más el ambiente, aunque en su interior piensa que esas no son maneras de romper con la familia. El tercero de los vástagos tímidamente le sugiere a su padre que quizá debería haberles consultado antes de tomar la decisión, porque él siempre había soñado con formar parte de esa gran empresa.
Aparco las metáforas, que ya habéis tenido suficiente, y voy concluyendo. Siempre he manifestado mi poco apego a banderas y territorios, pero entiendo que haya gente que sienta muy adentro la pertenencia a una tierra y que dedique todas sus energías a cumplir el sueño de figurar en el mapa con mayor entidad de la que le ha dado la historia. No estoy en contra de que se consulte a los pueblos sobre este particular, todo lo contrario (estoy segura que un referéndum certificaría que entre la población hay más sentido común que en las instituciones), pero siempre que se sigan las reglas del juego. Lo vimos en Quebec y Escocia. Si la ley marca unos pasos, lo suyo es seguirlos, no saltarlos. La ley es sagrada. Y las separaciones, como los enlaces, han de consensuarse, no son decisiones unilaterales.
Desde que Puigdemont, Forcadell y compañía le dieron una patada a la legalidad en el Parlamento catalán y comenzó esta cuenta atrás delirante hacia el 1 de octubre, lo que han conseguido es dividir por completo a la gente de aquella tierra y desmontar su propio rompecabezas. Eso sí, hay que reconocerles un mérito, haber dado buenas razones a los indecisos para tomar por fin una decisión. Ahora ya solo queda esperar que se les escuche.
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