Ando
inquieta. Puede que hasta algo perturbada. La decisión del Gobierno
de corregir por decreto al Tribunal Supremo en el asunto del impuesto de las
hipotecas me resulta preocupante. Quiero decir que hasta ahora tenía la sensación
de que era el santísimo Poder Judicial el que enmendaba la plana al Poder Legislativo
y al Ejecutivo. El poder divino controlando al poder humano. Que podíamos estar tranquilos porque los tribunales velaban por nuestros derechos y bienestar. Que los jueces
eran señores muy preparados, más que nadie, aunque solo sea por los años que andan estudiando
y penando para sacarse durísimas
oposiciones. Tipos que hacen un juramento de imparcialidad, de compromiso
ético, de lealtad institucional. Honorables caballeros –y unas pocas damas, en
proporción- que se limitan a interpretar la ley y hacerla cumplir. Cierto es
que después de algunas polémicas sentencias había empezado a ser consciente de
que la justicia no era tan ciega como la pintaban y que, bajo ese halo divino, había mucho de humano. Pero volvamos al punto de donde
partía.
Después
del último Consejo de Ministros, siento que un puñado de personas –el
Gobierno-, que han accedido a ese puesto de manera accidental, solo por ir en
una lista electoral votada por los ciudadanos, sin especial formación en ese
asunto concreto, pueden hacer y deshacer
a su antojo, en función de sus intereses, estrategias, alianzas... Ya sé que este
decreto debe ser convalidado por el Parlamento posteriormente y que la
legislación que surja será a la que tengan que atenerse los tribunales. Pero
hasta entonces, ya ha entrado en vigor y anulado una doctrina judicial. Todos
estamos de acuerdo en que el Tribunal
Supremo quedó bastante en evidencia cuando, durante quince días, mantuvo en
vilo a todos y terminó corrigiendo su propia jurisprudencia. Nadie discute que ese
impuesto, de seguir existiendo, no debería pagarlo el que se endeuda con una
hipoteca. Pero llevamos 20 años haciéndoselo pagar. No hubiera estado mal esperar
un poco más y analizar detenidamente el asunto, para que la improvisación no
jugara malas
pasadas. Valorar globalmente la situación, seguir ordenadamente los pasos
que haya que tomar, comenzando por meterle mano a la legislación al respecto, y
debatir en el hemiciclo, con los 350 representantes de la ciudadanía, cuál es
el mejor modelo para el futuro.
Pero
claro, hoy sabemos que una vez más PP y PSOE, el Ying y el Yang, los extremos
que se tocan, los enemigos irreconciliables, han logrado pactar –a pesar de
estar en plena
ruptura de relaciones- la renovación del Consejo General del Poder Judicial,
empezando por el propio presidente, Manuel
Marchena. Y eso que la LOPJ
dice bien claro que son los vocales del Consejo los que deciden quién de ellos
ocupa la presidencia. Pero, para qué vamos a andar disimulando… Ya están, por
tanto, repartidos nombres y puestos, esos que un día a lo mejor terminan
mandando en la sala del Tribunal Supremo donde se analizarán recursos cuyo
resultado, si no es lo suficientemente satisfactorio para el Gobierno, será
enmendado vía decreto. El Ejecutivo corrigiendo a los que él mismo designó. El poder humano jugando a ser divino.
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