Imaginad
un parque en lo alto de un cerro. Desde ese punto alcanzas a contemplar las
mejores vistas de la ciudad. Por no hablar de las épicas puestas de sol que te
regala el atardecer con tan privilegiada orientación. Todo el mundo sueña con
verlas. Pero hay un pequeño inconveniente. Una pandilla de chavales del barrio
se ha adueñado de la zona. La han hecho suya. Los mismos que en su infancia se
balanceaban en los columpios, años después se dedican a pintarrajearlos con
spray de colores, como si marcaran su territorio. Han convertido el parque en
su cortijo. Pasan allí las horas muertas. Hacen botellón, grafitean, mean contra los árboles, provocan a los transeúntes, ahuyentan a quienes
ponen un pie en la zona, amenazan a los vecinos de otros barrios que se acercan
a conocer el lugar y se enfrentan con aquellos que les recriminan su actitud.
Nadie
dice que esa pandilla no pueda estar allí o que tenga que ser desalojada. El
parque es grande y hay sitio para todos. La presencia de unos no tendría por
qué molestar a los otros. Aunque unos se dedicaran a corear consignas
contrarias a los otros. Podrían sencillamente ignorarse y limitarse a disfrutar
de las vistas. Pero hay quien no lo entiende. Cuando alguien osa reclamar su
derecho a usar el parque, recibe calificativos como loco, incendiario,
kamikaze. Las autoridades están al corriente de la anomalía. De hecho, la
policía patrulla con frecuencia la zona, pero hace la vista gorda. Solo
interviene cuando ya no queda otro remedio, antes de que se llegue a las manos.
Preguntado el responsable de seguridad sobre el problema, se limita a aconsejar
a los que protestan por no poder acceder a la zona que busquen otro punto desde
donde ver las magníficas vistas o la épica puesta de sol, porque entrar en el
parque y enfrentarse a quienes lo tienen tomado, supone generar crispación y
quebrar la convivencia.
Incomprensible,
¿no? Pues tanto como lo de Alsasua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario