Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

sábado, 20 de noviembre de 2021

Un extraño en la habitación de mi hijo

De un tiempo a esta parte sospecho que mi hijo no es mi hijo. Juraría que alguien me ha dado el cambiazo. Hay detalles que no me cuadran. No parece el mismo. Y no me refiero solo a su aspecto físico. Doy por hecho que a los 16 años han dado el estirón, derrochan una fuerza que no controlan, les brotan granos en las mejillas, les asoma un bigote de cuatro pelos y parece que tienen siempre el pelo sucio. Así que todo eso no me extraña. Son otros detalles de su comportamiento los que me hacen sospechar.

Por ejemplo, antes dormía con la puerta abierta y ahora la mantiene cerrada todo el santo día. Antes me abrazaba y besaba de manera espontánea sin motivo aparente y ahora me hace la cobra cuando intento aproximarme. Antes colocaba su mano sobre mi hombro cuando caminábamos por la calle y ahora evita ser visto conmigo en público. Incluso disimula para no saludarme si nos cruzamos accidentalmente por la calle y va acompañado de unos amigos que ya no conozco y con los que nunca he hablado. 

Recuerdo que a mi hijo se le daban bien todos los deportes y le encantaba practicarlos. Desde su más tierna infancia fue enlazando natación con tenis, luego karate, después fútbol y más tarde baloncesto. Sin embargo, este que se hace pasar por él solo practica con asiduidad el ejercicio de mover el dedo índice de la mano derecha para manejar el ratón del ordenador. Para ser honestos, últimamente también se machaca en el gimnasio con el propósito de ponerse "mamadísimo”. Como extra, se ha apuntado por sorpresa con sus amigos a un equipo de futbol 7 sin tener siquiera botas de tacos ni interés en comprarlas. Así que juega con las que le van dejando. Por supuesto, este extraño me ha prohibido acercarme a verle jugar, prueba inequívoca de que no es mi hijo. A él nunca se le ocurriría dejarme al margen a mí, que le enseñé a chutar y a entrar a canasta cuando era un renacuajo y que no me he perdido ninguno de sus partidos. Cuando le he pedido explicaciones, este adolescente borde, que es imposible que haya salido de mi útero, me ha venido a confesar que mi sola presencia le avergonzaría delante de sus colegas. Así, con todo su cuajo.

Pero tengo más pruebas e indicios de que ese que duerme en la cama de mi hijo no es mi hijo. El que yo parí recuerdo que me buscaba la víspera de un examen para que le preguntara la lección. En cambio, este que alimento y alojo en casa ni siquiera me cuenta que tiene exámenes. A mi pequeño traté de enseñarle la tabla de multiplicar; la diferencia entre hay, ay, y ahí; el verbo to be, y un montón de competencias educativas más. Pero este ser que convive conmigo prefiere ilustrarse con vídeos de Youtube y directos en Twitch, mientras descuida su ortografía en sus mensajes de Whastapp. Voy más allá. A pesar de ser poco aficionado a estudiar, mi hijo siempre encontraba alguna materia que le fascinara: la ciencia, la tecnología, las matemáticas… Hoy, este que vive en mi casa echa pestes del sistema educativo, despotrica por tener que estudiar cosas que no le van a servir para nada, reniega de la memorización y pone a parir a todos los profesores que le aburren en sus clases.

Sé que este impostor no es mi niño porque, de cada cuatro palabras que emite, una es “puta”. Es su calificativo más frecuente. “Me cago en mi puta raza” es una de sus frases favoritas. Pero también sale de su boca con frecuencia “Cierra la puta puerta” o “Esto es una puta mierda”. Cuando este desconocido se frustra, eleva la voz, da golpes en las mesas y portazos, algo que nunca hacía mi hijo, que no era respondón ni malhablado ni faltaba al respeto. Tampoco cuestionaba mis órdenes ni discutía mis planteamientos, algo que se ha convertido en una costumbre para este intruso que de vez en cuando zanja los debates con un “Ok, boomer”.

Echo de menos cuando jugábamos juntos o cuando vivíamos los viajes como una aventura. Este desalmado que se hace pasar por mi hijo no quiere ni jugar ni viajar ni hacer nada que suponga pasar tiempo conmigo.

Pero quien sea que ha secuestrado a mi hijo y ha dejado a este suplantador aquí, en ocasiones se despista y deja escapar a mi retoño, que reaparece de nuevo en casa en vez del insoportable. Suele coincidir con alguna oferta en una web de ropa de marca. Y como yo le he echado tanto de menos, a veces pico y se la compro. O cuando se acerca el fin de semana. Entonces sé que es él porque se sienta a mi lado, me dedica su mejor sonrisa, suelta un “tenemos que hablar” y despliega todo su atractivo para convencerme de que le dé permiso para llegar tarde a casa o quedarse a dormir con alguno de esos amigos cuyos progenitores están de viaje y no tienen inconveniente en dejar a su prole menor de edad sola en casa como Macaulay Culkin.

Debo admitir que mi adorado hijo también aparece cuando interactúa con otras personas, sus abuelas, sus tíos y otros adultos. Entonces sí reconozco a la persona cariñosa, educada y simpática que ha criado esta boomer. De momento, tendré que conformarme con eso.


sábado, 6 de noviembre de 2021

La jungla a la puerta del colegio

Una de las cosas que más agradecí cuando mis hijos crecieron y pasaron del colegio al instituto fue dejar de tener que llevarlos o recogerlos. Quien no tiene críos en edad escolar ignora que el salvaje oeste era un juego de niños comparado con el entorno de un colegio a la hora de entrar o salir de clase. No imagina la transformación que sufren padres, madres y resto de adultos encargados de la penosa tarea de acercar a la chavalería hasta los centros educativos o recogerla una vez que concluye la jornada escolar. 

Afortunadamente, por incompatibilidad de horarios, yo no llevé mucho a mis hijos al colegio, fue su padre quien se encargó. De lo que no me libré fue de recogerles a la salida. Y puedo asegurar que ese ejercicio cotidiano lo vivía como un martirio. 

La mayoría de las veces, como la proximidad a nuestra casa lo permitía, solía ir andando, aunque lloviera, que para eso están los paraguas. El problema surgía aquellos días que coincidían extraescolares -natación, tenis, gimnasia, música…- y los horarios nos obligaban a salir pitando de un lado a otro. La situación requería entonces llevar el coche al lado del colegio con media hora de antelación para encontrar sitio donde aparcar y esperar. En ese rato era testigo de la locura. Mi propio coche conserva en sus laterales las huellas de los golpes recibidos por las puertas de otros vehículos introducidos casi a presión en un hueco imposible. 


En esos años que no añoro he visto cosas que no creeríais: madres sin ninguna discapacidad aparente aparcando “un minutito” en plazas para personas con discapacidad; padres estacionando en pasos de peatones sin ruborizarse; adultos hechos y derechos tirando el coche en doble fila delante de la puerta del colegio para evitarse andar 50 metros. Incluso recuerdo que una vez una conductora pretendió retirar a algunos padres de la acera para aparcar su coche allí. No lo consiguió, a pesar de echar sapos por la boca. 

El colegio donde han estudiado mis hijos, Los Jarales, colinda con otro, La Encina, cuyo terreno a su vez limita con una escuela infantil, Juan Ramón Jiménez, que tiene en su parte trasera un colegio de educación especial, el Monte Abantos. En total se concentran cuatro centros escolares de Las Rozas en una misma manzana con plazas de aparcamiento limitadas, lo que se traducía entonces en colapsos de tráfico de unos quince minutos cada mañana y tarde. 

Las alternativas para evitar ese estrés al volante eran ir caminando, en autobús o en bicicleta. Caminando íbamos quienes vivíamos cerca y no teníamos nada urgente que hacer después. La opción del autobús solían utilizarla las cuidadoras sin vehículo que acompañaban a los alumnos que vivían a cierta distancia del colegio. En cuanto a ir sobre dos ruedas, era un mínimo porcentaje el que se animaba, pese a poder utilizar el carril bici que llega hasta la puerta y dejar la bici en los aparcamientos específicos de que dispone el colegio. Por cierto, en la época en que mis hijos eran alumnos nunca los vi ocupados. 

Al principio pensaba que la alta concentración de centros escolares públicos en poco espacio, el escaso aparcamiento y la falta de civismo tenían la culpa del caos. Pero resulta que con el tiempo vi esa misma estampa en otros dos colegios de barrios próximos. Casualmente ambos eran concertados. Además, ellos sí que contaban con aparcamientos ‘disuasorios’ en los que dejar el vehículo para recorrer andando el último tramo de unos 100 metros hasta la puerta del colegio. Pero se ve que hay conductores que no están dispuestos a que les digan dónde tienen que estacionar y lo hacen donde les apetece, en doble fila, impidiendo el paso de los demás vehículos, o en la acera, obligando a los peatones a salir a la calzada. Es decir, que lo único que compartían unos y otros colegios es el poco civismo exhibido por los adultos en las entregas y recogidas. 

Tras el atropello en el que perdió la vida esta semana una menor a la salida de un colegio en Madrid y otras dos resultaron heridas, ha vuelto a surgir el debate sobre la conveniencia de restringir el tráfico en los entornos escolares y hacerlos más seguros. Yo no tengo dudas. Aunque ya no me afecte, o porque ya no me afecta, digo sí.