Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

domingo, 23 de abril de 2017

En proceso de recuperación de un bloqueo bloguero

Bloqueada. Descentrada. En blanco. Seca de inspiración. Rayada. Vacía. Así llevo ya demasiados días. He aquí el motivo por el que he tardado en actualizar este blog dos semanas, mucho más tiempo del habitual. No encuentro ni la idea, ni el momento, ni las ganas, ni el tiempo… ¡Pero si estás en paro!, me reprocharéis. Sí. Por eso mismo. Porque tengo la sensación de que nunca son suficientes las horas que le dedico a la búsqueda activa de empleo -mi objetivo principal en este momento-, así que cuando me digo que tengo que alimentar este blog y me pongo manos a la obra, a los diez minutos, si no me ha salido un puñado de líneas decentes, aparco la misión y vuelvo a pasearme por Linkedin o a rastrear Indeed, con la sensación de que todo lo que no sea tratar de reincorporarme al mercado laboral de la manera tradicional es procrastinar y evitando desperdiciar mi precioso tiempo en actividades que me desvíen de ese camino.

Y, claro, así es imposible, porque el proceso de parir un post requiere un tiempo de dedicación amplio. No vale entregarte a la tarea justo el rato que te queda libre hasta que termina de centrifugar la lavadora. Lo ideal es que puedas prometerle exclusividad al acto de escribir, es decir, nada de ejercer de mujer multitarea y comenzar a redactar el post mientras aireas la habitación o esperas que pite la olla a presión. Hay que ‘centrarse y con-centrarse’ en esa actividad de principio a fin. Para empezar, es preciso elegir un tema; documentarte al respecto para que no se quede simplemente en tu ‘modesta opinión’; enriquecer el texto con enlaces de interés; ilustrarlo y, finalmente, dejarlo volar. Y no resulta fácil hacer todo eso cuando tienes tareas por acabar, asuntos pendientes, el tiempo justo y gente a tu alrededor reclamando tu atención o esperando que termines de aporrear el teclado. Esta situación es la menos inspiradora del mundo. Y eso que yo soy de abstraerme bastante. 

Otras veces simplemente es mi cabeza la que no coopera. Me vuelco en mi propia tormenta de ideas interna, voy repasando temas sobre los que tendría bastante que decir, escojo el que considero que ofrece más posibilidades y, cuando empiezo a redactar, llego a un punto en el que me asaltan las dudas sobre si lo que escribo tiene la suficiente chispa como para interesarle a alguien y prestigiarme a mí. Es entonces cuando todas mis inseguridades se apoderan de mis dedos y, una de tres: aprieto la tecla de retroceso hasta que no quede una letra sobre el fondo blanco, selecciono todo el texto y le doy a suprimir o cierro Word sin salvar el documento. Y los tres caminos conducen al mismo punto: abortar el intento.

En ocasiones comienzo con muy buena predisposición. De hoy no pasa, venga, si te lo pasas muy bien haciendo esto –me digo-. Y me preparo. Reviso las noticias. Me detengo un momento para abrir el correo electrónico que me acaba de entrar. Lo contesto. Retomo el repaso de la prensa. Paro para contestar un whatsapp que me pita en el móvil. Continúo echando un vistazo a la información por internet. Llaman al telefonillo de la puerta. Atiendo a alguien que se ha confundido. Otro mensaje telefónico. Que si puedo hacer un favor de manera desinteresada, redactar un texto, diseñar un cartel. Lo hago, venga, que no me llevará mucho. Cuando acabo, la vejiga me pide una tregua. Se la doy. Vuelvo a sentarme para tratar de avanzar, pero reparo en que tengo sed y mi taza se ha quedado vacía, así que voy a la cocina a rellenarla. Allí me doy cuenta de que se me ha olvidado recoger los restos del desayuno. Me pongo a ello. Aprovecho para barrer un poco las migas del suelo. Ya que tengo la escoba en la mano, pienso que no le vendría mal al resto de la casa una pasada para hacer desaparecer las pelusas de los rincones y los bajos de la cama. Al final se me ha escapado una valiosa hora que podía haber dedicado a mandar currículum, avanzar en el enésimo MOOC en el que me he apuntado, estudiar inglés, ordenar mi archivo de fotos, limpiar de basura el Mac, ver el primer capítulo de una serie muy buena de la que me han hablado o pulir un poco más mi página web personal.

Ya veis cuál es el panorama. Y aquí no he incluido esos momentos en que, justo cuando parece que las musas se han presentado sin avisar, alguno de mis hijos me pide que le ayude a buscar algo que no encuentra, le planche una camiseta que necesita para mañana, le haga la merienda, le cosa una prenda que se le ha roto, le pregunte los temas que entran en el examen, le cure una herida o le dé mi opinión sobre un vídeo de no sé quién. Y si se me ocurre responderles que esperen un momentito, que estoy terminando una cosa importante, todavía tengo que escucharles echarme en cara que estoy todo el rato pegada al ordenador, mientras que a ellos les raciono las pantallas. 

Lo peor de todo es que, aunque busque mil excusas ajenas a mí, en el fondo soy consciente de que la principal causa del bloqueo que me tiene agilipollada está única y exclusivamente en mi maldita cabeza.


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