Me sorprende que la gente esté disfrutando tanto con las conversaciones
entre Eduardo Zaplana e Ignacio González, intervenidas por la UCO de la Guardia
Civil en el marco de la Operación Lezo y que ahora se han difundido. Sobre todo
con esas en las que mencionan con llamativos adjetivos a algunos responsables del partido
a los que todos pensábamos que les unían fuertes lazos. Por resumir, para los que no
las hayáis escuchado, en estas grabaciones ambos políticos, ya alejados de la primera línea y sin cargos públicos de
responsabilidad, se despachan a gusto hablando de Esperanza Aguirre y Mariano
Rajoy, entre otros. Los diálogos fueron grabados a principios de este año, evidentemente
sin el conocimiento de los protagonistas, así que se les oye charlando muy
naturales, nada encorsetados ni formales, con lenguaje llano y algún que otro
taco, igual que hablamos vosotros y yo. De esta manera se pueden escuchar algunas
perlas como que “Rajoy es un hijo de puta del que no te puedes fiar” o “A
Aguirre todo le importa un pito menos ella”.
Qué queréis que os diga. A mí me parece de lo más normal, al
menos en este país. ¿Creéis que, en este mismo momento que estáis leyendo, no
hay miembros del PSOE, Ciudadanos o Podemos quejándose de los que mandan en su partido con
algún compañero de fatigas o con su pareja? Os recuerdo que hace poco más de un
año en Ferraz
andaban a gorrazos. El partido
naranja, eufórico ahora por los sondeos, en los últimos meses ha sufrido
un goteo de ciento y pico bajas de concejales
en varios Ayuntamientos. Y en cuanto a la breve historia de Podemos, está plagada de conflictos
internos.
Pero la falta de armonía no es algo exclusivo de los
partidos, por eso de que está en juego el poder. Fuera de la política, en la
vida ‘real’ cotidiana, es algo muy común y consustancial con el ser humano. Por ejemplo, que levante la mano quien no haya hablado mal nunca del jefe o de un compañero a sus espaldas. No conozco ningún entorno laboral tan idílico, a no ser los mundos de Yupi. Que si es un incapaz que ha llegado donde ha llegado por
méritos cuestionables. Que si es un trepa de mucho cuidado. Que si ha resultado
ser el rey del escaqueo. Que si estoy hasta las narices de cubrirle las espaldas… No me negaréis que son algunos de los argumentos más
recurrentes en los lugares de trabajo. O así era hasta que tuve mi última
experiencia laboral.
Por definición el empleado suele echar pestes del jefe,
probablemente por envidiar su puesto o más bien su sueldo. En cuanto a la
difícil relación con los colegas, en estos ambientes siempre suele colarse
algún empleado tóxico que va generando malos rollos y peores vibraciones. Este
tipo no es el único peligroso. Hay muchos otros tipos
de empleado que también pueden inquietar, tantos como tipos de seres humanos, así que detectarlos a
tiempo y saber cómo relacionarse con ellos es vital para mantener la paz
laboral y la salud mental. Con este panorama se consideraría un triunfo digno de medalla abstraerse tanto como para no caer en la tentación de criticar al vecino de escritorio, con el que tratas de tener el
mínimo contacto porque no le soportas.
Yo también he coincidido laboralmente con gente a la que no
tragaba y sobre la que me resultaba imposible destacar nada bueno. Recuerdo un
compañero que tenía la costumbre de comer maíz tostado con la boca abierta para matar el hambre a mediodía y se cortaba las uñas de las manos en su escritorio cuando las veía
demasiado largas. No sé cuál de las dos prácticas me consumía más. Nunca fui
capaz de recriminarle nada, aunque sí comenté con otros compañeros a sus
espaldas esas dos insoportables manías. En mi itinerario laboral también me he visto obligada a compartir espacio con colegas cuyo penetrante olor a sudor llegaba a
marearme. Tampoco osé alertarles sobre el particular ni aconsejarles un buen
desodorante, pero eran habituales los chascarrillos con el resto de compañeros
al respecto. Y, cómo no, también me he cruzado en el camino profesional con
caraduras, trepas, manipuladores, egoístas, incapaces, traidores, vagos y algún
adjetivo más, que en ocasiones me pusieron las cosas difíciles y a los que no
llegué a hacer vudú de milagro. Nunca les dije a la cara lo que me provocaban,
pero con otros damnificados, en petit comité, me explayaba a gusto.
Imagino que esas personas (a las que incluso se llega a añorar cuando uno esta desempleado) serían conscientes de la antipatía
que despertaban en mí, dada mi incapacidad para disimular mis sentimientos o reírles las gracias. Es más, sospecho que la animadversión podría ser mutua. Pero evitar el trato o mantener las distancias no
suele ser la reacción habitual. En todos los lugares de trabajo por los que he
pasado he visto conflictos y he oído comentarios que no aguantarían la prueba
del micrófono oculto, auténticas historias para no dormir que luego se
evaporaban cuando coincidían todos los implicados presentes, más dispuestos a
abrazarse y darse palmaditas en la espalda que a expresar de frente lo que
opinaban los unos de los otros. Inmediatamente después, una vez dispersados,
volvían a pitarles a todos los oídos, en especial el izquierdo que, como dice la
leyenda urbana, es el que pita cuando a uno lo están poniendo de vuelta y
media.
Lo peor no es que alguien critique a otra persona a sus
espaldas; lo realmente patético es que luego a la cara le diga te amo o que se
emocione hasta las lágrimas tan solo con citar en público su nombre.
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