Tuve un perro durante unos cuatro o cinco años. Lo adopté una Navidad. Supe que sus dueñas tenían intención de sacrificarlo y me dio mucha pena. Pensé que no podían hacerle tal faena en una época como esa, así que me ofrecí a alojarle temporalmente para que al menos disfrutara de su última Navidad en familia. El pobre había penado mucho. Primero fue un antojo de niñas mimadas; luego, por circunstancias de la vida, se convirtió en una carga y decidieron regalarlo. Su nuevo hogar fuera de Madrid no resultó como todos esperaban y el animal se fugó en busca de sus primeras dueñas. Cuando la policía lo encontró en Valencia y descubrió que tenía un chip que identificaba a sus antiguas propietarias, las contactó. Fueron a buscarlo porque no les quedaba más remedio. Pero su sitio ya lo ocupaba otro perro más pequeño y fino que él, así que su destino estaba escrito.
Se llamaba Zar y llegó a mi casa con secuelas del perro maltratado: cicatrices en varias partes de su lomo, carácter asustadizo y tendencia a mear contra mi estantería de CD. Una joya. Pero nunca nadie se ha alegrado tanto de verme al volver del trabajo. Nadie como él me ha recibido con esos saltos de alegría, como tratando de alcanzar mis mejillas y comerme a lametones. Por las noches se acurrucaba contra mi muslo sobre el sofá para ver conmigo alguna serie y cuando me sentaba ante el ordenador, se acercaba y esperaba paciente hasta que le daba permiso para subirse al calorcito de mi regazo, así combatíamos los dos el frío de mi viejo apartamento. En los días que estaba un poco torcida me miraba fijamente, como si entendiera cada uno de mis lamentos. En las noches de nieve o lluvia que apetecía poco sacarle a la calle, se las apañaba para terminar sus 'quehaceres' en pocos minutos, antes de calarnos los dos hasta los huesos.
Al final, pasada la Navidad, fui incapaz de devolverlo. Así que se convirtió en mi fiel compañero de piso. Con los años, a pesar de que a mi vida llegaron niños que competían con él por mis atenciones, nunca demostró celos ni dio motivos para arrepentirme de mi decisión. En la última etapa de su vida una leishmaniosis le fue dejando medio ciego y sin ganas de comer ni moverse, de modo que tuvimos que tomar la difícil decisión de pedirle a la veterinaria que le durmiera para siempre. Aún recuerdo la llorera de aquella Semana Santa.
Al final, pasada la Navidad, fui incapaz de devolverlo. Así que se convirtió en mi fiel compañero de piso. Con los años, a pesar de que a mi vida llegaron niños que competían con él por mis atenciones, nunca demostró celos ni dio motivos para arrepentirme de mi decisión. En la última etapa de su vida una leishmaniosis le fue dejando medio ciego y sin ganas de comer ni moverse, de modo que tuvimos que tomar la difícil decisión de pedirle a la veterinaria que le durmiera para siempre. Aún recuerdo la llorera de aquella Semana Santa.
Comprenderéis entonces que me parezca muy oportuna la decisión tomada en el Congreso para modificar el Código Civil, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil de manera que se deje de considerar a las mascotas como un mueble más de la casa y se las trate como seres vivos dotados de sensibilidad, seres sintientes los llaman. Bien. Qué menos. Por fin nos vamos equiparando a otros países del entorno europeo. Pero no perdamos la perspectiva. Lo digo porque gracias a este debate hemos sabido que en España la mitad de los hogares tienen una mascota, algo que dice mucho de nuestro amor por los animales. Pero también que ya se contabilizan más familias con mascotas que familias con niños, lo que particularmente a mí me parece preocupante. Hay parejas que dilatan al máximo el momento de dar la bienvenida a la paternidad. Las circunstancias no invitan demasiado. Pero no les cuesta tanto dar el paso de incorporar a la familia un perro o un gato. Y les entiendo. Estos animales, además de hacer compañía y llenar de felicidad a sus dueños, dan menos trabajo y desvelos que un mocoso, conllevan también una responsabilidad menor y a la larga seguro que resultan más baratos. Además, con ellos no tienes que sufrir la tortura de los grupos de whatsapp de clase, los cumpleaños infantiles, las funciones escolares, los partidos del fin de semana, su mala uva adolescente… Todo son ventajas. Solo les encuentro una pega -además de tener que sacarles a la calle tres veces al día para hacer sus cositas, al menos a los perros-: que de momento no hemos conseguido que trabajen y contribuyan al sostenimiento de la hucha de las pensiones. Para eso lo que necesitamos en este país son más niños -cotizantes en potencia- que el día de mañana mantengan el sistema y nos permitan sobrevivir al retiro. Así que los que tengáis dudas y podáis, no renunciéis a traer más niños al mundo, por favor. Es más, por qué elegir. Probad a no renunciar a nada, tened niños y mascotas. El país y todos los que temen por su jubilación os lo agradecerán.
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